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Authors: Johan Theorin

Tags: #Terror y Sobrenatural

La tormenta de nieve (27 page)

BOOK: La tormenta de nieve
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–¿Y vuestra madre también vio gnomos?

–Pues sí. Ella vio a un hombrecillo gris entrar corriendo en el mar cuando era joven…, aunque ocurrió en el sur de Öland. –Gerlof miró a Tilda–. Vienes de una familia que ha visto muchos sucesos extraños. Quizá hayas heredado el ojo para esas cosas.

–¡Ojalá! –respondió Tilda.

Cinco minutos más tarde casi habían llegado al desvío de Åludden, pero Gerlof quiso parar y estirar las piernas. Señaló por la ventanilla el paisaje de hierba del otro lado del muro de piedra.

–La ciénaga ha empezado a helarse. ¿Le echamos un vistazo?

Tilda detuvo el coche en la cuneta y ayudó a Gerlof a salir; soplaba un viento muy frío. Una delgada capa de hielo cubría las arterias de agua de aquella zona pantanosa.

–Esta es una de las pocas ciénagas que aún quedan en la isla –comentó el anciano mirando por encima del muro de piedra–. La mayoría han sido desecadas y han desaparecido.

Tilda siguió su mirada y de pronto vio un movimiento en el agua, una sacudida negra entre dos espesos montículos de hierba que hizo que la capa de hielo vibrara y se resquebrajara.

–¿Hay peces?

–Claro –contestó Gerlof–. Seguro que quedan unos cuantos viejos lucios. Y las anguilas vienen aquí en primavera, cuando deshiela y los riachuelos corren hacia el Báltico.

–¿Se puede pescar?

–Se puede, pero nadie lo hace. Cuando yo era pequeño, se decía que la carne de los peces de la ciénaga sabía a podrido. Aquí se hacían sacrificios –prosiguió Gerlof–. Los arqueólogos han encontrado oro y plata de los romanos y esqueletos de cientos de animales que fueron lanzados al agua, sobre todo caballos. –Guardó silencio y añadió–: Y huesos humanos.

–¿Había sacrificios humanos?

El anciano asintió.

–Esclavos quizá, o prisioneros de guerra. Algún personaje importante seguramente pensó que solo servían para eso. Por lo que tengo entendido, los sumergían vivos con la ayuda de unas largas varas… Los cuerpos permanecieron ahí hasta que los arqueólogos los encontraron. –Observó el agua y continuó–: Quizá las anguilas vienen aquí año tras año por eso. Recordarán el sabor; a esos animales les gusta comer carne de…

–Calla, Gerlof.

Tilda se apartó del muro y lo miró.

–Bueno, bueno, solo charlaba –dijo él–. ¿Vamos a la casa?

Después de aparcar, Gerlof recorrió despacio el camino de grava, apoyado en el bastón y en el brazo de Tilda. Ella lo soltó solo un instante, para golpear con los nudillos el cristal de la puerta de la cocina.

Joakim Westin abrió después de la segunda llamada.

–Bienvenidos.

A Tilda le pareció que hablaba en voz más baja y que estaba más cansado que la vez anterior. Pero él le tendió la mano y hasta esbozó una sonrisa; ya no parecía enfadado con ella.

–Mi más sincero pésame –dijo Gerlof.

Westin asintió.

–Gracias.

–Yo también soy viudo.

–¿Ah, sí?

–Sí, pero no fue un accidente; mi mujer, Ella, murió después de una larga enfermedad. Tenía diabetes, y luego problemas de corazón.

–¿Fue hace poco?

–No, hace muchos años –contestó Gerlof–. Pero claro, a veces sigue siendo duro. Los recuerdos aún son intensos.

Joakim lo miró y asintió en silencio.

–Pasen.

Los niños estaban en la guardería, y en las luminosas habitaciones reinaba una atmósfera silenciosa y solemne. Tilda vio que Westin había trabajado duro las últimas semanas. Casi toda la planta baja estaba pintada y empapelada y empezaba a adquirir el aspecto de un hogar acogedor.

–Es como un viaje en el tiempo –comentó al entrar en el salón–. Como penetrar en una casa del siglo diecinueve.

–Gracias –respondió Joakim.

Él lo había tomado como un cumplido, pero lo que Tilda envidiaba más era el tamaño de las habitaciones. A pesar de ello, no le gustaría vivir allí.

–¿Dónde han encontrado los muebles? –preguntó Gerlof.

–Buscamos por todas partes…, aquí en la isla y en Estocolmo –contestó Joakim–. Las habitaciones más grandes precisan mobiliario de mayor envergadura que puedan llenarlas. Por lo general, queríamos muebles antiguos que luego hemos restaurado.

–Es una buena idea –dijo Gerlof–. Hoy día, la gente apenas da valor a sus pertenencias. No las arreglan cuando se estropean, sencillamente las tiran. Ahora lo importante es comprar, no conservar.

Tilda se dio cuenta de que al anciano le gustaba ver casas viejas. Parecía que, para Gerlof, el placer por los objetos bonitos y bien hechos llevaba aparejado el saber que había un trabajo duro detrás de ellos. Tilda lo había visto mirar sus pertenencias, un viejo baúl de marinero o una colección de toallas, como si pudiera sentir todos los recuerdos que atesoraban.

–Me imagino que crea adicción –comentó Gerlof.

–¿Adicción a qué? –preguntó Westin.

–A reformar casas –contestó con una sonrisa.

Pero Joakim negó con la cabeza.

–No es adicción. Nosotros no necesitamos cambiar la cocina entera cada año, como hacen algunas familias en Estocolmo…, y esta es solo la segunda casa que compramos. Antes de eso, solo reformábamos apartamentos.

–¿Dónde tenían su primera casa?

–En las afueras de Estocolmo, en Bromma. Una bonita vivienda que reformamos desde los cimientos.

–¿Y por qué se mudaron? ¿Qué problema tenía la casa?

Joakim evitó la mirada de Gerlof.

–No tenía ningún problema…, nos gustaba mucho. Pero no viene mal mudarse a una casa más grande de vez en cuando. Sobre todo económicamente.

–¿Ah, sí?

–Pides un préstamo y buscas un apartamento en ruinas bien situado, y lo reformas por las tardes y los fines de semana al mismo tiempo que vives allí. Luego, encuentras al comprador adecuado y lo vendes por un precio mucho más alto que el que has pagado…, y después pides un nuevo préstamo y compras otro apartamento aún mejor situado que también haya que reformar.

–¿Que luego también vendes?

Joakim asintió.

–Claro que no se podría ganar dinero con eso si la demanda de pisos no fuera tan grande. Ahora todo el mundo quiere vivir en Estocolmo.

–Yo no –replicó Gerlof.

–Pero hay mucha gente que sí. Los precios suben sin parar.

–¿Así que tu mujer y tú erais buenos reformando apartamentos? –preguntó Tilda.

–Nos conocimos visitando un piso –recordó con una energía nueva en la voz–. Pertenecía a una mujer mayor que vivía en un gran apartamento con muchos gatos. La ubicación era perfecta, y Katrine y yo fuimos los únicos que soportamos el hedor a gato y nos quedamos a verlo. Después fuimos a tomar café y hablamos sobre lo que se podría hacer con el piso…, fue nuestro primer proyecto en común.

Gerlof miró el salón con expresión severa.

–Y pensaron hacer lo mismo con Åludden –señaló–. Mudarse, reformar y vender.

Joakim negó con la cabeza.

–Teníamos pensado vivir aquí muchos años. Alquilar habitaciones y quizá abrir un pequeño hostal. –Miró por la ventana y añadió–: No teníamos un plan sobre lo que queríamos hacer, pero sabíamos que aquí nos sentiríamos a gusto…

Tilda observó que volvían a flaquearle las fuerzas. El silencio en el salón blanco se hizo abrumador.

Después de visitar la casa, tomaron café en la cocina.

–Tilda me dijo que querías oír historias sobre Åludden –dijo Gerlof.

–Me gustaría –respondió Joakim–, si hay.

–Las hay –contestó el anciano–. Pero tú te refieres a historias de fantasmas, ¿verdad? ¿Son esas las que te interesan?

Se lo vio dudar, como si tuviera miedo de que alguien escuchara a escondidas, y luego dijo:

–Me gustaría saber si alguien más ha experimentado cosas extrañas –dijo–. He sentido…, o he imaginado sentir… a los muertos de Åludden. Tanto en el faro como dentro de casa. Creo que les ha pasado lo mismo a otras personas.

Tilda guardó silencio, pero recordó la noche de octubre en que había esperado a Westin en la casa. Estuvo sola, pero no sintió nada de eso.

–La presencia de la gente que ha vivido antes aquí perdura –replicó Gerlof con la taza de café en la mano–. ¿Crees que solo descansan en el cementerio?

–Pero es allí donde están enterrados –contestó Joakim en voz baja.

–No siempre. –El anciano señaló con la cabeza la parte trasera de la casa, donde se extendían los campos de cultivo–. En toda la isla, los muertos son nuestros vecinos. Lo único que uno puede hacer es acostumbrarse a ello. Toda la región está repleta de viejas tumbas… sepulcros neolíticos, túmulos de la Edad del Bronce, cistas del megalítico y enterramientos vikingos.

Volvió la vista hacia el mar, donde la línea del horizonte había desaparecido tras la húmeda bruma invernal.

–Y ahí fuera también hay un cementerio –añadió–. Toda la costa este es una necrópolis donde encallaron y se partieron cientos de barcos; allí descansan todos los marineros que se ahogaron. Antiguamente, muchos no sabían nadar.

Joakim asintió y cerró los ojos.

–Yo no creía en nada –comentó–. Antes de venir aquí, no creía que los muertos pudieran regresar, pero ahora ya no sé qué pensar. Han ocurrido cosas muy extrañas.

Se quedaron en silencio.

–No importa lo que uno sienta o crea ver de los muertos –dijo Gerlof despacio–, pero dejar que nos dirijan puede resultar peligroso.

–Sí –respondió Westin en voz baja.

–Y también intentar contactar con ellos… y hacerles preguntas.

–¿Preguntas?

–Uno nunca sabe qué respuestas recibirá –señaló el anciano.

Joakim bajó la vista hacia su taza de café y asintió.

–Pero he estado dándole vueltas a esa leyenda que dice que regresarán aquí.

–¿Quiénes?

–Los muertos. Cuando fui a tomar un café a casa de los vecinos me contaron que las personas que murieron en la casa regresan aquí por Navidad. Me preguntaba si habría más historias de esas.

–Es una vieja leyenda –contestó Gerlof–. Se cuenta en muchos lugares, no solo aquí, en Åludden. Se dice que la víspera de Navidad las personas muertas durante el año regresan para elevar una plegaria. Entonces, aquellos que turbaron su paz tienen que desaparecer.

Joakim asintió.

–Un encuentro con los muertos.

–En efecto. Existía la arraigada creencia de que uno podía volver a ver a los muertos… y no solo en la iglesia. También en la casa.

–¿En la casa?

–Según la tradición popular, había que encender velas en las ventanas para que los muertos encontraran el camino a casa –explicó Gerlof.

Joakim se inclinó hacia delante.

–Pero ¿se trata solo de gente que había muerto en la casa o también de otros?

–¿Te refieres a marineros ahogados? –preguntó el anciano.

–Sí, marineros…, u otros miembros de la familia que hayan muerto en otro lugar. ¿Esos también pueden regresar por Navidad?

Gerlof le lanzó una breve mirada a Tilda y luego negó con la cabeza.

–Son solo leyendas –respondió–. Existen muchas supersticiones sobre la Navidad. Era el momento del cambio, cuando la oscuridad era más intensa y la muerte se sentía más cercana. Luego, los días empezaban a ser más largos y la vida retornaba.

Joakim guardaba silencio.

–Estoy deseando que llegue –dijo finalmente–. Ahora es todo tan oscuro. Estoy deseando que empiece a cambiar.

Unos minutos después, se encontraban en el patio despidiéndose. Joakim le tendió la mano a Gerlof.

–Esto es muy bonito –dijo este–. Pero ten cuidado con la nevasca.

–La nevasca –repitió Joakim– es la gran tormenta de nieve, ¿no?

Gerlof asintió.

–No aparece cada año, pero estoy bastante seguro de que este invierno caerá. Y llega muy deprisa. Si te pilla aquí, junto al mar, no hay que salir de casa. Sobre todo los niños.

–¿Cómo hace la gente de Öland para predecir esas cosas? –preguntó–. ¿Lo sienten en el aire?

–Miramos el termómetro y escuchamos el pronóstico del tiempo –respondió el anciano–. Este año, el frío ha llegado pronto; esa suele ser una mala señal.

–De acuerdo –dijo Joakim, y esbozó una sonrisa–. Tendremos cuidado.

–No lo olvide. –Gerlof asintió y se encaminó hacia el coche apoyado en Tilda, pero de pronto se soltó de su brazo y se dio la vuelta–. Una cosita más…, ¿qué ropa vestía su mujer el día del accidente?

Joakim dejó de sonreír.

–¿Disculpe?

–¿Se acuerda de la ropa que llevaba ese día?

–Sí…, pero no era nada particular –dijo–. Botas, vaqueros y un anorak.

–¿Aún conserva las prendas?

Él asintió, y de nuevo pareció cansado y atormentado.

–Me la enviaron del hospital. En un paquete.

–¿Podría verla? –inquirió Gerlof.

–¿Se refiere a llevársela prestada?

–Sí, llevármela prestada. No haré nada con ella, solo quiero estudiarla.

–De acuerdo…, aún está empaquetada –contestó Joakim–. Iré a buscarla.

Regresó a la casa.

–¿Puedes ocuparte del paquete, Tilda? –pidió el anciano, y continuó caminando hasta el coche.

Cuando Tilda arrancó y dejaron atrás la verja, Gerlof se recostó en el asiento.

–Ya hemos tenido nuestro momento de charla –dijo, y suspiró–. He acabado siendo el viejo sabihondo. Resulta difícil evitarlo.

Sobre sus rodillas, reposaba el paquete marrón con la ropa de Katrine Westin. Tilda le echó un vistazo.

–¿Qué es eso de la ropa? ¿Por qué te la querías llevar?

Él bajó la vista a sus rodillas.

–Se me ha ocurrido cuando estábamos allí, en la ciénaga. Tiene que ver sobre cómo se realizaban los sacrificios.

–¿Qué quieres decir? ¿Que Katrine Westin fue sacrificada?

Gerlof miró por el parabrisas hacia la ciénaga.

–Pronto, cuando le haya echado un vistazo a la ropa, te contaré más cosas,.

Salieron a la carretera nacional.

–La visita me ha dejado un poco preocupada –comentó Tilda.

–¿Preocupada?

–Por Joakim Westin y sus hijos… Era como si tú estuvieras allí en la cocina, narrando leyendas populares, mientras él las escuchaba como reales.

–Sí –dijo Gerlof–, pero creo que le ha sentado bien hablar un poco. Aún llora la pérdida de su mujer, no es tan raro.

–No –respondió Tilda–. Pero me ha dado la impresión de que hablaba de ella como si aún estuviera viva…, como si contara con volver a verla.

20

Después del robo en la casa parroquial y la huida a través del bosque, los hermanos Serelius estuvieron dos semanas sin dejarse ver por Borgholm. Pero de pronto, una noche aparecieron en la puerta de Henrik, en el peor momento posible.

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