–¿Papá?
–¿Sí? –respondió en voz baja–. ¿Ves a alguien, Livia?
Seguía dándole la espalda.
–A mamá –dijo.
Ahora estaba más preparado. Pero aún no sabía si su hija dormía de verdad o solo se hallaba en una especie de sopor, de duermevela. Sentía la misma inseguridad al plantearse si aquella conversación era realmente beneficiosa para ella. O para él.
–¿Dónde está? –preguntó él–. ¿Dónde está mamá?
Joakim vio que sacaba la mano derecha del edredón y gesticulaba débilmente. Volvió la cabeza, pero no vio nada entre las sombras.
Miró de nuevo a su hija.
–¿Puede Katrine…? ¿Mamá quiere decirme algo?
No hubo respuesta. Cuando sus preguntas eran demasiado largas, casi nunca contestaba.
–¿Dónde está? –preguntó otra vez–. ¿Dónde está mamá, Livia?
De nuevo, ninguna respuesta.
Joakim recapacitó, y luego preguntó despacio:
–¿Qué hacía mamá en el faro? ¿Por qué fue al mar?
–Quería… recibir.
–¿Recibir qué?
–La verdad.
–¿La verdad? ¿De quién?
La niña guardó silencio.
–¿Dónde está mamá ahora? –inquirió.
–Cerca.
–¿Está… está en casa?
Livia guardó silencio. Joakim sintió que Katrine no estaba allí. Se mantenía a distancia.
–¿Puedes hablar con ella ahora? –preguntó–. ¿Nos oye?
–Mira.
–¿Nos ve?
–Quizá.
Joakim contuvo la respiración. Buscaba las preguntas correctas.
–¿Qué ves ahora, Livia? –prosiguió.
–Hay alguien en la playa…, junto a los faros.
–Tiene que ser mamá. ¿Tiene…?
–No –contestó su hija–. Ethel.
–¿Qué?
–Es Ethel.
Joakim se quedó de piedra.
–No –susurró–. No puede ser ella.
–Sí.
–No, Livia.
Había alzado la voz, casi gritado.
–Sí. Ethel quiere hablar.
Joakim seguía sentado en la cama, sin poder moverse.
–Yo…, no quiero hablar –dijo–. Con ella, no.
–Ella quiere…
–No –la interrumpió Joakim. Su corazón latía desbocado, tenía la boca seca–. Ethel no puede estar aquí.
Livia guardó silencio de nuevo.
–Ethel está en otro lugar –insistió él–. No puede estar aquí.
Ya no podía respirar, lo único que deseaba era escapar de la habitación. Pero continuaba sentado en el borde de la cama de su hija, rígido y aterrorizado. Y su mirada se desviaba una y otra vez hacia la puerta entornada.
La casa estaba en silencio.
Ahora Livia yacía inmóvil bajo el edredón, aún de espaldas a Joakim. Oyó su débil respiración.
Al fin, consiguió levantarse de la cama y se obligó a salir a la penumbra del pasillo.
Fuera, la noche era luminosa; la luna llena se había abierto camino entre las nubes y brillaba en las ventanas recién pintadas. Pero Joakim no quería mirar a través de ellas por miedo a ver el demacrado rostro de una mujer observándolo con ojos llenos de odio.
Mantuvo la vista fija en el suelo y continuó hasta el recibidor; vio que la puerta que daba al porche no estaba cerrada con llave. ¿Por qué nunca se acordaba de cerrar con llave antes de acostarse?
De ahora en adelante lo haría.
Se acercó deprisa y giró la llave, lanzando una rápida mirada a las sombras del patio.
Luego se dio la vuelta y regresó a la cama de puntillas. Sacó el suave camisón de Katrine de debajo de la almohada y lo estrechó con fuerza.
Después de esa noche, Joakim decidió no volver a preguntarle a Livia por sus sueños. No deseaba incitarla a hablar nunca más, y además empezaba a temer sus respuestas.
El viernes por la mañana, después de llevar a los niños a Marnäs y antes de proseguir con las reformas de la planta baja, hizo algo que le pareció tan ridículo como importante. Paseó por la casa hablándole a su difunta hermana mayor.
Fue a la cocina y se quedó de pie junto a la mesa.
–Ethel –dijo–, no puedes quedarte aquí.
Debería haberle parecido una acción estúpida por su parte, pero lo único que Joakim sintió fue pena y una intensa sensación de soledad. Luego salió al jardín, parpadeó a causa del viento frío que soplaba del mar y dijo en voz baja:
–Ethel…, perdona, pero no eres bienvenida aquí.
Por fin, se dirigió al establo, abrió la pesada puerta y desde el umbral susurró:
–Ethel, vete de aquí.
No esperaba respuesta de su hermana muerta, y tampoco la obtuvo. Pero se sintió mejor, un poco mejor: como si pudiera mantenerla a distancia.
El sábado de esa semana recibieron la visita de Lisa y Michael Hesslin, sus antiguos vecinos de Estocolmo. Telefonearon unos días antes y preguntaron si podían quedarse en Öland de camino a Dinamarca. Joakim se alegró: tanto a Katrine como a él les había gustado tenerlos de vecinos.
–Joakim –dijo Lisa tras aparcar el coche y entrar en el recibidor. Le dio un largo abrazo–. Teníamos tantas ganas de ver cómo… ¿Estás cansado?
–Un poco –contestó él, y la abrazó a su vez.
–Pareces cansado. Tienes que dormir más.
Él apenas asintió.
Michael le palmeó el hombro y entró en la casa mirando alrededor con curiosidad.
–Veo que has seguido trabajando –dijo–. Qué zócalos más maravillosos.
–Son los originales –explicó Joakim, y lo siguió por el pasillo–. Solo los he lijado y pintado.
–Y las cenefas del papel pintado son perfectas. Le va bien al espíritu de la casa.
–Gracias, esa era la intención.
–¿Pintarás todas las habitaciones de blanco?
–En la planta baja sí.
–Queda bonito –comentó Michael–. Resulta fresco y agradable.
Por primera vez, Joakim sintió un cierto orgullo por lo que habían conseguido hacer en la casa. Lo que Katrine había comenzado lo había continuado él, a pesar de todo lo que había ocurrido.
Lisa traspasó el umbral de la cocina y asintió satisfecha.
–Preciosa… ¿Habéis contratado a un experto en feng shui?
–¿Feng shui? –repitió él–. No lo creo, ¿es importante?
–Por supuesto. Sobre todo en la costa; es primordial saber cómo fluyen las corrientes por la casa. –Lisa miró a su alrededor y se puso la mano en el pecho–. Aquí hay también una intensa energía telúrica…, puedo sentirla. Y tiene que poder fluir sin obstáculos, para que entre y salga.
–Pensaré en ello.
–Conocemos a un experto en feng shui buenísimo, que redecoró nuestra casa de Gotland. Te podemos dar su número de teléfono.
Él asintió y le pareció oír la risa de Katrine en su cabeza. Siempre se había reído de la espiritualidad de Lisa.
Disfrutaron de una agradable cena sentados a la mesa de la cocina. Joakim preparó unas platijas asadas que había comprado en Marnäs. Michael y Lisa habían traído una botella de vino blanco, y él bebió una copa por primera vez en muchos años. No le supo bien, pero se relajó un poco y casi consiguió olvidar lo que Livia había dicho en sueños sobre su hermana muerta.
La niña parecía alegre y contenta. Estaba sentada a la mesa y le hablaba a Lisa de sus tres profesoras de la guardería; dos de ellas salían a fumar a escondidas, aunque a los niños les decían que solo iban a tomar el aire.
Michael les contó a los niños que, mientras pasaban por Småland, habían visto un alce y su cría corriendo por la carretera. Gabriel y Livia lo escuchaban excitados.
Los dos estaban excitados con las visitas, y no fue fácil ponerles el pijama y llevarlos a la cama. Gabriel se durmió al momento, pero Livia le pidió a Lisa que le leyera un cuento.
Veinte minutos más tarde, esta regresó a la cocina
–¿Se ha dormido? –preguntó Joakim.
–Sí, estaba cansadísima. Dormirá como un tronco toda la noche.
–Eso espero.
Siguió sentado en la cocina con sus amigos una hora más, y luego los ayudó a llevar las maletas al cuarto esquinero contiguo al gran salón.
–Acabo de terminarlo –explicó–. Vosotros lo estrenáis.
Había encendido la chimenea durante el día, y el ambiente de la habitación resultaba cálido y acogedor.
Media hora más tarde, todos se habían acostado. Joakim yacía en la oscuridad y oía las voces susurrantes de Lisa y Michael a lo lejos, en el cuarto de invitados. Le gustaba tenerlos allí. Åludden necesitaba más visitas.
Visitas de seres vivos.
Pensó en la leyenda sobre los muertos que le había contado Maria Carlsson. Livia había dicho lo mismo sobre Katrine: que iría a la casa en Navidad.
Poder verla de nuevo. Hablar con ella.
No. No debía pensar esas cosas.
Unos minutos después, la casa quedó en silencio.
Joakim cerró los ojos y se durmió.
Se oyeron unos gritos.
Joakim se despertó de golpe y con un solo pensamiento: «Livia».
Pero no, era la voz de un hombre.
Permaneció tumbado en la cama, somnoliento y desconcertado, y luego recordó que tenía visitas.
Era Michael Hesslin, quien gritaba en la oscuridad.
Oyó el sonido de unos pasos apresurados y luego la voz de Lisa preguntándole algo a su marido desde el pasillo.
Eran las dos menos veinte. Joakim se levantó de la cama, y primero de todo fue a ver a los niños. Los dos dormían tranquilos. Rasputín, por supuesto, había saltado de su cesto y se movía nervioso, pegado a la pared.
Continuó hasta la cocina. La luz del recibidor estaba encendida, y al llegar allí se encontró a Lisa, que se estaba poniendo el abrigo y las botas. Estaba muy seria.
–¿Qué ha ocurrido? –preguntó.
–No lo sé… Michael se ha despertado y ha empezado a gritar. Luego se ha ido corriendo al coche. –Se abrochó el abrigo–. Tengo que ir a ver qué ha pasado.
Salió y Joakim regresó a la cocina, aún somnoliento.
Rasputín había desaparecido y la casa volvía a estar en completo silencio. Buscó un cazo para preparar té.
Cuando la infusión estuvo lista, se acercó a la ventana con su taza y vio que Lisa estaba sentada junto a su marido en el coche aparcado en el jardín. Los copos de una débil nevada brillaban en el aire.
Parecía que Lisa le preguntase algo a Michael, que estaba sentado al volante; él tenía la mirada fija en el parabrisas y negaba con la cabeza.
Después de unos minutos, ella volvió a entrar. Miró a Joakim.
–Michael ha tenido una pesadilla. Dice que había alguien junto a la cama que lo miraba.
Él contuvo la respiración. Asintió y preguntó en voz baja:
–¿Volverá a entrar?
–Creo que quiere quedarse sentado un rato en el coche –dijo Lisa, y añadió–: Será mejor que nos vayamos al hotel de Borgholm. Está abierto en invierno, ¿verdad?
–Sí, eso creo –contestó y, tras una pausa, preguntó–: ¿Suele tener pesadillas?
–No –contestó ella–. En Estocolmo, no, pero aquí se ha sentido inquieto. La empresa no está yendo muy bien. No me cuenta mucho, pero…
–No hay nada peligroso en la casa –la interrumpió Joakim. Luego pensó en lo que Livia había dicho en sueños, y añadió–: Durante estas últimas semanas hemos estado algo tristes, pero no viviríamos aquí si no nos sintiéramos… seguros.
Lisa lanzó una rápida mirada a su alrededor.
–Aquí hay energías muy poderosas –dijo, y a continuación preguntó con delicadeza–: ¿Has sentido la presencia de Katrine? Como si os cuidara.
Él dudó, antes de asentir.
–Sí –reconoció finalmente–. A veces intuyo algo.
Guardó silencio. Le habría gustado hablar de las cosas que había experimentado, pero Lisa Hesslin no era la persona adecuada.
–Tengo que hacer las maletas –dijo ella.
Un cuarto de hora más tarde, Joakim estaba de nuevo junto a la ventana de la cocina, contemplando cómo el gran coche de los Hesslin abandonaba Åludden. Permaneció un buen rato mirándolo, hasta que las luces traseras desaparecieron en la carretera nacional.
La casa seguía en silencio.
Joakim dejó encendida la luz del recibidor y, después de comprobar que los niños dormían tranquilos, regresó a su dormitorio. Se metió en la cama y permaneció tumbado en la oscuridad con los ojos abiertos.
El lunes por la mañana llevó a los niños a Marnäs y luego lijó, pintó y empapeló el penúltimo dormitorio que quedaba sin reformar de la planta baja. Mientras trabajaba, estuvo atento a los sonidos de la casa, pero no oyó nada.
Tardó cinco horas, incluido un breve almuerzo, en terminar tres de las paredes. A las dos de la tarde, concluyó el trabajo de la jornada y se preparó un café.
Salió al porche con la taza, aspiró el aire frío y vio que el sol ya se había puesto tras la cabaña.
El patio estaba en penumbra, pero pudo ver que la puerta del establo estaba entreabierta. ¿No la había cerrado el viernes, antes de que llegaran los Hesslin?
Se puso la chaqueta y salió fuera.
El establo se encontraba a veinte pasos. Al llegar allí, Joakim abrió la puerta de par en par y se metió dentro. El viejo interruptor negro se hallaba en la pared de su derecha. Al accionarlo, dos pequeñas bombillas derramaron una luz amarillenta por el suelo de piedra, las cuadras vacías y los pesebres del forraje.
Todo estaba en silencio. A pesar del frío, no parecía que las ratas se hubieran trasladado allí.
En cada visita que hacía a aquel lugar, descubría cosas nuevas, y ahora le pareció que el suelo parecía recién fregado. El otoño anterior, al hablar de los edificios de la finca, Katrine había mencionado que había limpiado el establo.
Joakim miró la escalera de madera que conducía al altillo y pensó en su última visita allí, con Mirja Rambe. Deseaba ver de nuevo la pared que le había enseñado, el homenaje a los muertos.
Solo una rápida ojeada.
Desde arriba, pudo ver de nuevo los rayos del sol. Daban justo en el tejado de la cabaña y entraban por las pequeñas ventanas de la fachada sur del establo.
Avanzó despacio, intentando bordear la basura.
Al fin se halló frente a la pared del fondo. A la luz amarillenta del sol de invierno, los nombres grabados en la madera se tornaron nítidos.
En una viga casi abajo del todo, estaba el nombre y la fecha de Katrine que él había grabado.
Su Katrine. Joakim leyó el nombre una y otra vez.
Las grietas entre las vigas eran estrechas y negras como el carbón, pero al cambiar de postura le pareció percibir una oscuridad detrás de ellas. De pronto se le ocurrió que aquella era la pared exterior del establo.