La tormenta de nieve (25 page)

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Authors: Johan Theorin

Tags: #Terror y Sobrenatural

BOOK: La tormenta de nieve
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Eran las cuatro y media cuando Tilda colgó el auricular. Encendió el ordenador para redactar nuevas denuncias e informes, incluido uno sobre la furgoneta negra. Era un dato bastante concreto en la investigación sobre los robos. En cambio, lo que le había contado el observador de aves acerca de un ruido de motor en Åludden era demasiado vago para incluirlo en un informe.

Escribió durante un buen rato, y cuando acabó eran las ocho menos cuarto.

Trabajo duro, la mejor manera de no pensar en Martin Ahlquist. De expulsarlo de su cuerpo y de su alma.

Aún no le había enviado la carta a su mujer.

Invierno de 1943

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial el ejército ocupó Åludden. Apagaron los faros y los soldados se instalaron en la casa para vigilar la costa
.

En el altillo del establo se conserva un nombre de aquella época, pero no es de hombre
.

«
EN MEMORIA DE GRETA
1943», está grabado con finas letras
.

MIRJA RAMBE

La alarma sobre la desaparición de la chica de dieciséis años llega al puesto de vigilancia aérea de Åludden el día después de la gran tormenta de nieve.

–Se perdió durante la nevasca –dice Kaminen, el jefe del puesto, cuando los siete hombres se reúnen en la cocina por la mañana; todos visten el uniforme gris de la Corona.

En realidad, Kaminen se llama Bengtsson, pero le han puesto ese apodo, que significa «estufa», porque cuando hace viento prefiere quedarse junto a la estufa. Y en Åludden en invierno siempre hace viento.

–No hay muchas esperanzas –prosigue–. Pero de cualquier manera tendremos que buscarla.

Kaminen se queda dentro, a cargo de la radio: todos los demás salen a la nieve. A Eskil Nilsson y Ludvig Rucker –que, con diecinueve años es el más joven del puesto– los envían al oeste a buscar por la ciénaga.

Es un día soleado, aunque están a quince grados bajo cero, y sopla un viento suave: mucho más suave que en los anteriores años de guerra, cuando el termómetro marcaba entre treinta y cuarenta grados bajo cero.

Dejando aparte la tormenta de nieve de la noche anterior, Åludden ha vivido un invierno tranquilo. Los aviones Messerschmitt alemanes casi han dejado de verse por la costa, y después de la batalla de Stalingrado, el mayor temor de Suecia es la hegemonía de la Unión Soviética en el Báltico.

El hermano mayor de Eskil ha sido enviado a Gotland, donde ha tenido que vivir en una tienda de campaña todo el año. Åludden tienen contacto por radio con Gotland: si la flota soviética ataca, serán los primeros en saberlo.

Ludvig enciende a toda prisa un cigarrillo cuando salen al campo y comienzan a avanzar con dificultad por la nieve. Fuma como una chimenea, pero nunca invita. Eskil se pregunta de dónde sacará tanto tabaco.

Hace tiempo que en la casa casi todo está racionado. Del mar obtienen pescado y de las dos vacas de Åludden, leche, pero escasea el combustible, los huevos, las patatas, la tela y el café de verdad. Lo peor de todo es el racionamiento de tabaco, que ha quedado reducido a tres cigarrillos al día.

Pero no parece que Ludvig tenga problemas para conseguirlos, ya sea por correo o en alguno de los pueblos de los alrededores. ¿Cómo puede permitírselo? El sueldo de los reclutas es de una sola corona al día.

Eskil se detiene tras avanzar un centenar de metros y busca la carretera. No la ve: ha sido borrada por la tormenta de nieve. Clavaron ramas de pino a modo de señales para los trineos, pero las ramas han debido de salir volando durante la noche.

–Me pregunto de dónde vendría –dice Eskil, y se sube a un montículo de nieve.

–Venía de Malmtorp, a las afueras de Rörby –contesta Ludvig.

–¿Estás seguro?

–También sé su nombre –añade su compañero–: Greta Friberg.

–¿Greta? ¿Cómo lo sabes?

Ludvig se limita a sonreír y saca otro cigarrillo.

Ahora Eskil ve la torre de vigilancia del oeste. Una cuerda conduce hasta allí desde la carretera. Es una torre de madera, aislada con ramas de pino y camuflada con tela verde grisácea. La tormenta ha empujado la nieve contra ella, formando una pared casi vertical en el lado este.

El faro sur es la segunda torre de vigilancia aérea de Åludden, se electrificó justo antes de que empezara la guerra, y tiene calefacción. Resulta bastante cómodo vigilar la aparición de aviones extranjeros desde allí. Pero Eskil sabe que Ludvig prefiere estar solo allí fuera, en la ciénaga.

Sospecha que su compañero no siempre está solo en la torre de vigilancia. Los muchachos de Rörby odian a Ludvig, y Eskil cree saber la razón. Las chicas del pueblo están locas por él.

Ludvig se acerca a la torre. Borra sus huellas en la nieve con el guante, sube y desaparece un minuto. Luego vuelve a bajar.

–Toma –dice, y le alarga a Eskil una botella.

Es aguardiente. El porcentaje de alcohol es bastante alto, porque no se ha congelado; Eskil desenrosca el tapón y bebe un reconfortante trago. Luego mira la botella, que está medio llena.

–¿Conque ayer estuviste bebiendo en la torre? –pregunta.

–Ayer por la tarde –responde Ludvig.

–¿Regresaste a casa en plena tormenta?

El otro asiente.

–Casi a gatas. Ni siquiera podía verme la mano. Es una suerte que tengamos la cuerda.

Guarda la botella en la torre y luego prosiguen avanzando con dificultad por la nieve hacia Rörby.

Quince minutos después, encuentran el cuerpo de la chica.

En medio de la nieve, al norte de la ciénaga, Eskil ve sobresalir algo que puede ser un rastrojo de abedul. Entorna los ojos y se acerca.

De pronto, ve que se trata de una mano pequeña.

Greta Friberg casi había llegado a Rörby cuando la nieve la atrapó. Al retirar la nieve, aparece el rostro helado con la vista clavada en el cielo y los ojos cubiertos de cristales de hielo.

Eskil no puede dejar de mirarla. Se agacha en silencio.

Ludvig está detrás de él, fumando.

–¿Es ella? –le pregunta Eskil en voz baja.

Su compañero sacude la ceniza del cigarrillo y se inclina hacia delante para echar un vistazo.

–Sí, es Greta.

–Estuvo contigo, ¿verdad? –lo interroga Eskil–. Ayer, en la torre.

–Quizá –responde el otro, y añade–: Tendré que mentirle un poco a Kaminen sobre esto.

Eskil se pone en pie.

–Dime la verdad, Ludvig –le espeta.

Este se encoge de hombros y apaga el cigarrillo.

–Quería irse a casa. Tenía frío y le aterrorizaba pasar la noche conmigo en la torre. Así que cada uno siguió su camino en plena tormenta.

Eskil lo mira a él y luego al cuerpo en la nieve.

–Tenemos que buscar ayuda. No podemos dejarla aquí.

–Cojamos el trineo –propone Ludvig–. Solo tenemos que ponerla encima. Vamos.

Se da la vuelta y se encamina a la casa. Eskil retrocede despacio para no darle la espalda a la muerta, y luego se apresura a alcanzar a su compañero.

Avanzan por la nieve con dificultad y en silencio.

–¿Grabarás el nombre en el establo? –pregunta–. ¿Como hicimos con Werner?

Werner era un recluta de diecisiete años que se cayó de una barca y se ahogó cerca del cabo durante el verano de 1942. Eskil cree que deberían grabar el nombre de Greta a su lado en el altillo del establo. Pero Ludvig niega con la cabeza.

–Apenas la conocía.

–Pero…

–Fue culpa suya –lo interrumpe el otro–. Debería haberse quedado conmigo en la torre. Yo la habría calentado.

Eskil no dice nada.

–Aunque hay chicas de sobra en los pueblos –prosigue Ludvig, y mira hacia el otro lado de la ciénaga–. Lo mejor de las chicas es que nunca se acaban.

Eskil asiente, pero ahora no puede pensar en chicas. Solo piensa en los muertos.

DICIEMBRE
18

Había comenzado un nuevo mes, el mes de Navidad, y era viernes por la tarde. Joakim había subido al helado altillo del establo y ahora se hallaba frente a la pared con los nombres de los muertos. En las manos sostenía un martillo y un escoplo recién afilado.

Subía allí una hora antes de ir a buscar a Livia y a Gabriel, cuando el sol se ponía y las sombras se apoderaban del patio. Era una especie de recompensa que se concedía a sí mismo cuando el trabajo de la reforma iba bien.

A pesar del frío, sentarse allí arriba en medio del silencio lo tranquilizaba. Le gustaba estudiar los nombres grabados en la pared. Leía una y otra vez el nombre de Katrine como si fuera un mantra.

Al tiempo que se aprendía muchos de los nombres de memoria, la propia pared, con sus nudos y anillos, empezó a resultarle familiar. A la izquierda, en el rincón, una de las vigas del medio de la pared tenía una profunda hendidura que llamó la atención de Joakim.

Al acercarse, observó que la madera se había resquebrajado a lo largo de uno de sus anillos. Luego, la fisura se había agrandado hacia abajo formando una línea diagonal. Al posar la mano en ella, la viga crujió y cedió.

Joakim decidió volver al altillo con las herramientas.

Colocó el escoplo en la hendidura, golpeó con el martillo y vio cómo el hierro afilado traspasaba la madera.

Apenas necesitó una docena de martillazos para que el extremo de la viga saltara. Al hacerlo cayó hacia el interior y el ruido sordo de la caída le indicó a Joakim que el suelo de madera proseguía al otro lado de la pared. Pero no alcanzaba a ver lo que había allí dentro.

Cuando se agachó para mirar por el agujero de unos centímetros de ancho, lo asaltó un olor familiar que le obligó a cerrar los ojos y apoyarse contra la pared.

Era el olor de Katrine.

Se puso de rodillas e introdujo la mano izquierda en la abertura. Primero los dedos, luego la muñeca y al final todo el brazo. Tanteó sin encontrar nada.

Pero al retirar la mano, sus dedos se toparon con algo blando.

Parecía una tela áspera: como unos pantalones o una chaqueta.

Joakim apartó el brazo enseguida.

En ese momento le llegó un ruido sordo procedente del exterior, y vio el reflejo de una luz en las ventanas heladas del establo. Un coche entraba en el jardín.

Lanzó un último vistazo a la abertura de la pared y luego se dirigió a la escalera y bajó del altillo.

En el jardín, la luz del coche lo deslumbró. Oyó una puerta cerrarse.

–¡Hola, Joakim!

Era una voz enérgica y conocida. Marianne, la directora de la guardería.

–¿Ha pasado algo? –preguntó.

Le lanzó una mirada desconcertada y luego se levantó la manga izquierda de la chaqueta para mirar el reloj. A la claridad de la luz del coche vio que ya eran las cinco y media.

La guardería cerraba a las cinco. Se había olvidado de ir a buscar a Gabriel y a Livia.

–Se me ha pasado… Me he olvidado del tiempo.

–No importa –dijo Marianne–. Tenía miedo de que hubiera sucedido algo. He llamado por teléfono, pero nadie ha contestado.

–Sí, estaba…, estaba en el establo trabajando.

–Esas cosas pasan –contestó la mujer, y sonrió.

–Gracias –dijo Joakim–. Gracias por traerlos a casa.

–No tiene importancia, vivo en Rörby. –Marianne se despidió con la mano y regresó al coche–. Hasta el lunes.

Después de que la mujer abandonara el jardín marcha atrás, Joakim se dirigió avergonzado hacia el recibidor. Oyó voces en la cocina.

Livia y Gabriel ya se habían quitado las botas y los abrigos, que estaban tirados por el suelo. Los niños se hallaban sentados a la mesa de la cocina y compartían una mandarina.

–Papá, te has olvidado de recogernos –dijo Livia en cuanto él traspasó el umbral.

–Lo sé –respondió en voz baja.

–Marianne nos ha traído.

No sonaba enfadada, más bien sorprendida por el cambio de rutina.

–Lo sé –dijo–. No era mi intención.

Gabriel comía los gajos de mandarina ajeno al suceso, pero Livia le dirigió una intensa mirada.

–Vamos a cenar –dijo Joakim, y se encaminó a toda prisa a la despensa.

La pasta con salsa de atún era un plato favorito de los niños, así que hirvió el agua y calentó la salsa. De vez en cuando miraba de reojo por la ventana de la cocina.

El establo se alzaba como un castillo negro al otro lado del patio.

Guardaba secretos. Una habitación oculta sin puerta.

Una habitación que durante un instante había estado repleta del olor de Katrine. Joakim estaba seguro de haberlo percibido; el aroma había fluido por el agujero de la pared y no había podido resistirlo.

Quería entrar en la habitación, pero la única manera sería cortando los gruesos tablones con una sierra. Y de ese modo destruiría los nombres grabados en ellos, algo que Joakim nunca haría. Sentía demasiado respeto por los muertos.

Cuando la temperatura descendió por debajo de cero grados, el frío también empezó a colarse en la casa. Joakim confiaba en los radiadores y las chimeneas de la planta baja, pero había corrientes de aire a ras del suelo y también en alguna ventana. Los días de viento, buscaba esas corrientes por suelos y paredes, y luego las aislaba desprendiendo parte del panel exterior e introduciendo estopa prensada entre la madera.

El primer fin de semana de diciembre, la temperatura se mantuvo alrededor de los cinco grados bajo cero mientras hubo sol, pero por la tarde descendió hasta los diez bajo cero.

El domingo por la mañana, Joakim miró por la ventana y vio que el mar tenía una capa de hielo. Cubría más de un centenar de metros. Debía de haberse formado durante la noche, junto a la playa, y luego se había extendido lentamente alrededor de los cabos hasta mar adentro.

–Dentro de poco podremos ir caminando hasta Gotland por el agua –les dijo a los niños, que estaban sentados a la mesa del desayuno.

–¿Qué es Gotland? –preguntó Gabriel.

–Es una isla muy grande del mar Báltico.

–¿Y podemos ir caminando hasta allí? –inquirió Livia.

–No, era una broma –aclaró Joakim enseguida–. Está demasiado lejos.

–Pero ¡yo quiero ir!

No se podía bromear con una niña de seis años: se lo tomaba todo al pie de la letra. Joakim miró por la ventana y le vino a la cabeza la imagen de Livia y Gabriel caminando sobre aquel hielo negro, alejándose más y más. Luego el hielo se partía de pronto, se abría un gran agujero y desaparecían…

Se dio la vuelta hacia su hija.

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