Tilda se puso a un lado y dejó entrar a los hombres primero.
La comisaría estaba reluciente, el suelo brillaba recién fregado. Varios mapas de Öland y del Báltico colgaban de las paredes. Holmblad había encargado cuatro pasteles de ensaladilla de gambas, que reposaban sobre una mesa entre los escritorios de trabajo de Majner y Tilda.
Sobre el de ella se amontonaban ya varias pilas de papeles. Cogió una de las carpetas de plástico y se dirigió hacia donde estaba su compañero de comisaría.
Majner estaba comiendo un trozo de pastel, sentado a su mesa. Hablaba con dos colegas de Borgholm, y estos se reían de algo que acababa de decir.
–Hans, ¿tienes un momento?
–Por supuesto, Tilda. –Sonrió a sus colegas y se dio la vuelta–. ¿De qué se trata?
–Me gustaría comentar tu mensaje.
–¿Cuál de ellos?
–Sobre la muerte de Åludden. –Tilda se apartó y Majner la siguió–. Reconoces esto, ¿verdad?
Sostenía la nota que había guardado en la carpeta el día después de que él se la diera. Era su prueba.
En ella figuraban tres nombres escritos con tinta. El primero era «
LIVIA WESTIN
». El segundo, «
KATRINE WESTIN
». El tercero, «
GABRIEL WESTIN
».
Junto al nombre de Livia había una cruz: †
–Sí –dijo Majner–. Son los nombres que me dieron en la central de emergencias.
–En efecto –respondió Tilda–. Y tú tenías que marcar el nombre de la persona ahogada. Eso fue lo que te pedí que hicieras.
Majner había dejado de sonreír.
–¿Y?
–Que pusiste la cruz junto al nombre de Livia.
–¿Y?
–Pues que te equivocaste. La que se ahogó fue la madre, Katrine Westin.
Él pinchó unas gambas con el tenedor y se las llevó a la boca. No parecía interesarle la conversación.
–Vale –dijo, y masticó las gambas–. Un error. Incluso la policía los comete a veces.
–Sí, pero fue tu error –apuntó ella–. No el mío.
Majner la miró.
–¿Así que no confías en mí?
–Sí, pero…
–Bien –dijo él–. Y piensa que…
–¿Empezando a conoceros? –los interrumpió una voz.
El comisario Holmblad se había acercado a ellos. Tilda asintió.
–Lo intentamos –respondió.
–Bien. No te olvides de la visita que tenemos que hacer después, Tilda.
El comisario asintió con la cabeza, sonrió y siguió su camino hacia donde lo esperaban el periodista y el fotógrafo del
Ölands-Posten
.
Majner le dio a Tilda unas suaves palmadas en el hombro.
–Es muy importante que uno pueda confiar en sus colegas, Davidsson –dijo–. ¿No te parece?
Ella asintió.
–Bien –prosiguió él–. Equivocado o no…, un policía tiene que saber que, en el caso de que ocurra algo, siempre será respaldado.
A continuación, dio media vuelta y regresó con sus colegas.
Tilda permaneció de pie. Su deseo de encontrarse en otro lugar persistía.
–Bien, Davidsson –dijo Göte Holmblad media hora más tarde, después de que dieran cuenta de tres pasteles de ensaladilla y hubieran guardado el cuarto en la nevera–. Es hora de que acudamos a nuestra pequeña reunión. Podemos coger mi coche.
El jefe de policía y Tilda eran las únicas personas que quedaban en la recién inaugurada comisaría. Hans Majner había sido uno de los primeros en irse.
A esas alturas, ella había desistido de intentar siquiera que le cayera bien su compañero.
Cogió la gorra, cerró la puerta y siguió a Holmblad hacia el coche.
–No tenemos ninguna obligación de hacer una visita como esta –explicó el comisario cuando estuvieron dentro del vehículo–. Pero Westin ha llamado a Kalmar un par de veces pidiendo hablar conmigo o con cualquier responsable policial, y he pensado que estaría bien mantener una charla con él en persona. –Puso en marcha el coche, se alejó de la acera y prosiguió–: Lo más importante es evitar denuncias e investigaciones. Estas visitas no son de carácter oficial, aunque suelen resolver la mayoría de los malentendidos.
–Yo me puse en contacto con Westin unos días después del accidente –apuntó Tilda–, pero entonces no le apeteció hablar.
–Seré yo quien intente razonar con él esta vez –señaló Holmblad–. Quizá funcione mejor. No se trata de pedir disculpas, sino de…
–Yo no tengo por qué pedir disculpas –lo interrumpió ella–. No fui yo quien entregó la nota equivocada.
–¿No fuiste tú?
–Un compañero me entregó un papel con el nombre equivocado. Yo simplemente lo leí.
–Vaya. Pero, como sabes, no se puede dar esa información por teléfono. Todos somos responsables de que esta vez no se siguiera el protocolo.
–Mi compañero dijo lo mismo –señaló Tilda.
Abandonaron Marnäs y continuaron por la carretera de la costa en dirección sur, hacia Åludden. Esa tarde, la carretera estaba desierta.
–He estado pensando en comprar una casa aquí, en la isla –comentó el comisario, y echó un vistazo a los prados que bordeaban la costa–. Aquí, en el este de la isla.
–¿Ah, sí?
–Esta zona es increíblemente bonita.
–Sí –contestó ella–. Mi familia es de por aquí, de los alrededores de Marnäs. La familia de mi padre.
–Vaya. ¿Y por eso has regresado?
–Es una de las razones –respondió Tilda–. También me atraía el trabajo.
–El trabajo, sí –dijo Holmblad–. Hoy comienza de verdad.
Unos minutos más tarde, apareció la señal amarilla a Åludden y se desviaron por un camino de grava.
Se divisaban los faros y la casa roja. Esa vez, Tilda pudo apreciar la gran mansión de los faros a la luz del día, aun cuando unas nubes grises tapaban el sol.
Holmblad entró en la explanada de grava y detuvo el coche frente a la casa.
–Recuerda –indicó–, no es necesario que digas nada si no quieres.
Ella asintió. El rango más bajo guarda silencio. Igual que cuando era pequeña y comía junto a sus dos hermanos mayores.
A la luz del día, Åludden resultaba más agradable, pensó Tilda, pero la casa seguía siendo demasiado grande para su gusto.
Holmblad llamó con los nudillos al cristal de la puerta de la cocina, que se abrió al cabo de un momento.
–Buenas tardes –saludó Holmblad–. Aquí estamos.
A Tilda le pareció que el rostro de Joakim Westin se había vuelto más ceniciento. Sabía que tenía treinta y cuatro años, pero en ese momento aparentaba cincuenta. Tenía la mirada sombría y cansada. Apenas inclinó la cabeza para saludar a Holmblad y a ella la ignoró. Ni siquiera le dedicó una mirada.
–Pasen.
Desapareció en el interior, en la oscuridad, y ellos lo siguieron. La casa estaba limpia y ordenada, pero al echar un vistazo, a Tilda le pareció que una capa de polvo gris lo cubría todo.
–¿Les apetece un café? –preguntó Westin.
–Sí, gracias –respondió Holmblad.
El hombre se encaminó hacia la cafetera.
–¿Está usted solo con los niños? –preguntó el comisario–. ¿No le ayuda ningún familiar?
–Mi madre se quedó un par de días –contestó él–, pero ahora ya ha regresado a Estocolmo.
Se hizo el silencio. Holmblad se estiró el uniforme.
–Nos gustaría comenzar lamentando lo sucedido…, le aseguro que las cosas no deberían haber sido así –dijo–. En esta ocasión, los procedimientos que se siguen para la notificación de una muerte han fallado.
–Estoy de acuerdo –contestó Westin.
–Lo sentimos mucho, pero…
–Creí que se trataba de mi hija.
–¿Disculpe?
–Creí que se había ahogado mi hija. Eso creí durante muchas horas, durante todo el trayecto entre Estocolmo y Öland. Y el único consuelo…, no es que fuera mucho consuelo, pero el único consuelo era que Katrine, mi esposa, estaría allí cuando yo llegara, y se sentiría mucho peor que yo. Y, al menos, yo podría intentar consolarla el resto de nuestra vida. –Hizo una pausa y prosiguió en voz baja–: Nos tendríamos el uno al otro.
Guardó silencio con la mirada fija en la ventana.
–Bueno, como he dicho, lo sentimos –dijo el comisario–. Pero ha sucedido… Tendremos que intentar que no vuelva a ocurrir con otra familia.
Westin apenas parecía escucharlo. Estudiaba sus manos y, cuando Holmblad guardó silencio, preguntó en voz baja:
–¿Cómo va la investigación?
–¿La investigación?
–La investigación policial. Respecto a la muerte de mi mujer.
–No se ha abierto ninguna investigación –replicó el jefe de policía rápidamente–. Las investigaciones o las diligencias preliminares solo se hacen si se sospecha que se ha cometido un crimen, y este no es el caso.
Westin alzó la vista de la mesa.
–¿Así que lo que ocurrió no fue nada extraño?
–Por supuesto que no fue normal –convino Holmblad–, pero…
Westin tomó aliento y continuó:
–Mi mujer se despidió de mí por la mañana a la puerta de la casa. Luego entró y limpió las ventanas. Después se preparó el almuerzo y a continuación bajó a la playa. Llegó hasta el final del rompeolas y saltó al mar. ¿Le parece eso normal?
–Nadie dice que haya sido un suicidio –respondió el comisario–. Pero, como le dije, no hay nada que apunte a un delito. Si, por ejemplo, hubiera tomado un par de vasos de vino durante el almuerzo y luego hubiese salido a caminar por las piedras que estaban resbaladizas…
–¿Ve alguna botella por aquí? –lo interrumpió Westin.
Tilda echó un vistazo. En la cocina no había botellas de vino.
–Katrine era abstemia –prosiguió él–. No bebía alcohol. Lo podrían haber confirmado con un simple análisis de sangre.
–Sí, pero…
–Yo tampoco bebo. En la casa no hay ni una gota de alcohol.
–¿Le puedo preguntar por qué? –dijo Holmblad–. ¿Son religiosos?
Westin lo miró como si la pregunta le resultara insolente. Quizá lo fuera, pensó Tilda.
–Hemos visto los efectos que produce el alcohol y las drogas –dijo por fin–. No los queremos en nuestra casa.
–Comprendo –asintió el comisario.
La gran cocina se quedó en silencio. Tilda miró por la ventana y vio los faros y el mar. Pensó en Gerlof y su curiosidad permanente.
–¿Su mujer tenía algún enemigo? –preguntó de repente.
Con el rabillo del ojo, vio que Holmblad la miraba como si se hubiera materializado de repente en la cocina.
Joakim Westin también pareció sorprenderse con la pregunta. No pareció enfadado, más bien extrañado.
–No –replicó–. Ninguno de los dos tiene enemigos.
Pero a Tilda le pareció que dudaba, como si hubiera algo más que añadir.
–Así que en la isla nadie la amenazó.
Él negó con la cabeza.
–Que yo sepa, no… Katrine pasó los últimos meses aquí sola con los niños. Yo venía de Estocolmo los fines de semana. Pero no me comentó nada por el estilo.
–¿Y antes del accidente se comportó como de costumbre?
–Más o menos –contestó Joakim Westin, y bajó la vista a su taza de café–. Estaba quizá un poco cansada y abatida… No le gustaba quedarse sola mientras yo trabajaba en Estocolmo.
Volvió a hacerse el silencio.
–¿Puedo utilizar su cuarto de baño? –preguntó ella.
Westin asintió.
–Al otro lado del recibidor, a la izquierda del pasillo.
Tilda salió de la cocina. Conocía el camino, ya había estado antes en la casa. Pero ahora el olor a pintura había desaparecido casi por completo, y le resultó algo más acogedora.
En el pasillo que conducía a los dormitorios habían colgado un cuadro. El óleo representaba un paisaje gris blanquecino: parecía el norte de Öland en invierno. Una tormenta de nieve que se acerca a la isla y difumina los contornos. No recordaba haber visto con anterioridad una representación tan sombría y lúgubre del lugar, y se quedó parada un rato delante de la pintura antes de continuar hacia el cuarto de baño.
Este era pequeño y cálido, alicatado del suelo al techo, con una gruesa alfombrilla azul y una vieja bañera que reposaba sobre cuatro patas de león de hierro forjado. Cuando hubo terminado, salió de nuevo al pasillo y pasó de largo ante los cuartos cerrados de los niños. Se detuvo en el dormitorio que había al lado, cuya puerta estaba entornada.
Echaría un vistazo rápido.
Asomó la cabeza y vio una pequeña habitación con una gran cama de matrimonio, una discreta cómoda junto a la misma, y una fotografía enmarcada de Katrine Westin saludando con la mano desde una ventana.
Luego vio la ropa.
Una docena de perchas con ropa de mujer colgaban como cuadros de las paredes del dormitorio. Jerséis, pantalones, camisetas, blusas.
La cama estaba cuidadosamente hecha, y un camisón doblado reposaba sobre una de las almohadas, como si esperara que su dueña fuera a entrar al caer la noche y ponérselo.
Tilda contempló un rato la extraña colección de prendas y luego salió retrocediendo de la habitación.
Al acercarse a la cocina, oyó la voz del comisario:
–Bueno, entonces tendremos que volver a nuestras obligaciones.
Göte Holmblad había terminado su café y se levantaba de la mesa.
El ambiente en la sala parecía más relajado. Joakim Westin también se puso en pie y les dirigió una breve mirada a los dos.
–Bien –dijo–. Gracias por venir.
–De nada –respondió Holmblad, y añadió–: Quiero que sepa que puede continuar con su reclamación, pero nosotros, la policía, apreciaríamos que…
Joakim Westin negó con la cabeza.
–No voy a hacer nada…, está bien así.
Los acompañó a la entrada. En el porche, les tendió la mano a los dos policías.
–Gracias por el café –dijo Tilda.
Estaba anocheciendo, y un olor a hojas quemadas flotaba en el aire. Abajo, en la playa, parpadeaba la luz del faro.
–Nuestro amigo inquebrantable –comentó Westin y señaló la luz con la cabeza.
–¿Tiene que ocuparse de los faros? –preguntó el comisario.
–No, están automatizados.
–Hace poco me contaron que para construirlos se utilizaron las piedras de una vieja capilla abandonada –dijo Tilda, y señaló hacia el bosque, al norte–. Allí abajo, en el cabo.
Pareció como si estuviera presumiendo, jugando a guía turística, pero Westin le prestó atención.
–¿Quién le ha contado eso?
–Gerlof –contestó ella, y añadió–: Es el hermano de mi abuelo. Vive en Marnäs, y sabe bastantes cosas sobre Åludden. Si desea saber más, le puedo preguntar…