En mi opinión, Markus y yo somos los únicos de Åludden que tienen un futuro por delante. Torun se ha rendido, y los ancianos de la casa parecen contentos de trabajar durante el día y sentarse a cotillear por las tardes.
A veces, beben aguardiente destilado en la cocina con Ragnar Davidsson, el pescador de anguilas. Oigo sus risas por la ventana.
En Åludden, todos nos movemos dentro de nuestro propio círculo, y ese invierno descubro el altillo del establo. Apenas hay heno, pero está abarrotado de cosas abandonadas, y casi todas las semanas me dedico a explorarlo. Hay infinidad de rastros de las antiguas familias y fareros de la casa; es casi como un museo con utensilios de barcos, cajas de madera, pilas de viejas cartas marinas y cuadernos de bitácora. Aparto las cosas para avanzar entre tesoros y basura, y al fin alcanzo la pared al otro lado del altillo.
Allí descubro todos los nombres grabados:
CAROLINA
1868
PETTER
1900
GRETA
1943
Y muchos más. Casi cada tablón tiene por lo menos un nombre grabado.
Leo y me quedo fascinada por todos los que han vivido y muerto en Åludden. Es como si me acompañaran.
Mi principal objetivo es conseguir que Markus venga conmigo al altillo.
El crepúsculo cubría el mar y la tierra. La solitaria farola a lo lejos, en la carretera nacional, cada vez se encendía más temprano, y Joakim se paseaba por su inmensa casa e intentaba sentirse orgulloso del trabajo realizado.
En principio, la planta baja estaba reformada. Pintada, empapelada y amueblada. Tenía que comprar más muebles, pero no tenía mucho dinero y aún no había buscado trabajo de profesor. Pero por lo menos había amueblado el salón, con un gran armario del siglo
XVIII
, una larga mesa comedor y altas sillas. Había colgado del techo una gran araña de cristal y colocado candeleros en las ventanas.
Durante el otoño apenas había tenido tiempo de trabajar en la fachada –además, no tenía dinero para un andamio–, pero pensó que los antiguos habitantes de la casa apreciarían la reforma de las habitaciones. A veces, cuando estaba solo, Joakim esperaba oírlos, sentir sus lentos pasos en el piso de arriba y el murmullo de voces en las habitaciones desiertas.
Pero a Ethel no. Ella no podía entrar en la casa. Gracias a Dios, Livia había dejado de soñar con ella.
–¿Vendréis a pasar la Navidad conmigo? –preguntó Ingrid cuando llamó, a mediados de diciembre.
Tenía la misma voz queda y cuidadosa de siempre, y a Joakim le dieron ganas de colgar.
–No –contestó enseguida, y miró por la ventana de la cocina.
La puerta del establo estaba de nuevo abierta. Él no la había abierto. Podía echarle la culpa al viento, o a los niños, pero presintió que era una señal de Katrine.
–¿No?
–No –dijo–, hemos pensado pasar la Navidad aquí. En la casa.
–¿Solos?
«Quizá no», pensó él, pero contestó:
–Sí, a no ser que la madre de Katrine pase a vernos. Pero no hemos quedado en nada.
–No podéis…
–Iremos a verte en Año Nuevo –la cortó Joakim–. Así podremos darnos los regalos.
En cualquier caso sería una Navidad sombría, la celebrara donde la celebrase.
Insoportable sin Katrine.
El 13 de diciembre, a primera hora de la mañana, Joakim estaba sentado en la penumbra de la guardería de Marnäs y asistía a la celebración de la fiesta de santa Lucía. Los niños de seis años, vestidos con túnicas blancas y una vela en la mano caminaban con solemnidad sonriendo nerviosos en el salón de actos. Algunos padres los filmaban con cámaras de vídeo.
A Joakim no le hacía falta filmar nada; se acordaría de todo, incluidas las canciones que Livia y Gabriel cantaron. Jugueteaba con su anillo de casado y pensaba en lo mucho que le habría gustado a Katrine ver aquello.
Al día siguiente de la festividad de Santa Lucía, se desencadenó la primera tempestad de invierno en la costa, y unos copos de nieve tan duros como granizo se estrellaron contra los cristales de las ventanas. En el mar las olas se alzaban con blancas crestas. Se movían rítmicamente hacia tierra y rompían la delgada capa de hielo que se formaba en el borde del cabo, luego estallaban contra el rompeolas, donde el agua se arremolinaba y espumeaba alrededor de los islotes de los faros.
Cuando la tempestad azotaba la casa con más fuerza, Joakim llamó a Gerlof Davidsson, la única persona que conocía en la isla interesada por la meteorología.
–Ya tenemos aquí la primera tormenta de nieve del invierno, ¿no es así? –preguntó Joakim.
Gerlof resopló en el auricular.
–¿Esto? Esto no es una tormenta de nieve…, pero llegará, y creo que antes de Año Nuevo.
El fuerte viento cesó al amanecer, y cuando salió el sol, Joakim vio un fino manto de nieve alrededor de la casa. Los arbustos que crecían al otro lado de la ventana de la cocina tenían sombreros blancos, y abajo, en la playa, las olas habían resquebrajado el hielo formando amplios taludes.
Más allá de estos, en el mar, se habían formado nuevas capas de hielo; era como un campo blanco azulado atravesado por oscuras grietas. El hielo no parecía sólido: algunas de las profundas grietas dejaban ver oscuras simas.
Joakim miró el horizonte con los ojos entornados, pero la línea entre el mar y el cielo había desaparecido engullida por una deslumbrante neblina.
Sonó el teléfono después del desayuno. Era Tilda Davidsson, la policía pariente de Gerlof, que inició la conversación diciendo que llamaba por cuestiones de trabajo.
–Solo quería comprobar una cosa, Joakim. Me dijiste que tu mujer no tuvo visitas en la finca… Pero ¿hubo gente trabajando?
–¿Trabajando?
Era una pregunta inesperada, y se vio obligado a pensar antes de contestar.
–He oído que estuvieron unos acuchilladores de parquet en vuestra casa –dijo ella–. ¿Es cierto?
Entonces Joakim se acordó.
–Es cierto –dijo–, fue antes de que yo me mudara. Pasó un chico por aquí, arrancó unos suelos de linóleo y después acuchilló el suelo de las habitaciones.
–¿De una empresa de Marnäs?
–Eso creo –respondió él–. Fue el agente inmobiliario quien nos la recomendó. Creo que aún tengo la factura en alguna parte.
–De momento no la necesito. Pero ¿recuerdas cómo se llamaba?
–No…, fue mi mujer la que habló con él.
–¿Cuándo estuvo en la casa?
–A mediados de agosto…, unas semanas antes de que empezáramos a traer los muebles.
–¿Lo viste? –preguntó Tilda.
–No. Solo lo vio Katrine. Como te dije, eran ella y los niños los que estaban aquí entonces.
–¿Y no ha vuelto desde entonces?
–No –contestó Joakim–. Ahora los suelos ya están acabados.
–Una cosa más…, ¿habéis tenido visitas inesperadas?
–¿Inesperadas? –repitió él, y enseguida pensó en Ethel.
–Ladrones, vamos –aclaró ella.
–No. ¿Por qué lo preguntas?
–Ha habido una serie de robos en la isla durante el otoño.
–Lo sé, lo he leído en el periódico. Espero que encontréis a los culpables.
–Estamos trabajando en ello –replicó Tilda.
Colgó el auricular.
Esa noche, Joakim se despertó al notar una sacudida en la cama.
Ethel
…
El mismo miedo de siempre. Levantó la cabeza y miró el reloj: 01.24.
Dejó de pensar en su hermana. ¿Lo había llamado Livia? No se oía nada, sin embargo se puso un jersey y unos vaqueros y se levantó, sin encender la luz. Salió al pasillo y escuchó de nuevo. Se oía el tictac del reloj de pared, pero de las habitaciones a oscuras de los niños no llegaba ningún ruido.
Joakim caminó en sentido contrario, hacia las ventanas del recibidor, y observó la noche. El solitario farol alumbraba el patio, pero nada se movía fuera.
Luego vio que la puerta del establo estaba de nuevo abierta. No mucho, apenas medio metro: pero estaba casi seguro de que la había cerrado unas noches atrás.
Bueno, la cerraría de nuevo.
Se puso las botas de invierno y salió al patio por el porche.
Fuera hacía viento, pero el cielo estaba estrellado y el faro sur parpadeaba rítmicamente, casi al compás de su corazón.
Se encaminó a la puerta entreabierta y echó una ojeada dentro. Estaba negro como boca de lobo.
–¿Hola?
No hubo respuesta.
¿O quizá se oía un débil lamento en algún lugar del edificio de madera? Joakim alargó la mano y encendió la luz. Se adentró en el establo una vez que se encendieron las bombillas del techo.
Deseaba llamar de nuevo, pero se contuvo.
Ahora se oía claramente un ruido: un débil pero constante raspado. Joakim estaba seguro.
Se acercó a la empinada escalera. La bombilla de arriba no era muy potente, pero aun así empezó a subir.
Una vez en el altillo, se detuvo de nuevo y miró los montones de viejos trastos abandonados. Algún día tendría que limpiar. Pero esa noche no.
Se adentró entre los cachivaches. Ahora podía pasar entre ellos sin problema, pues conocía aquel laberinto de memoria, y se dirigió hacia el fondo. Hacia la pared del otro extremo.
El raspado procedía de allí.
Joakim miró los tablones y los nombres de los muertos allí grabados.
Antes de que le diera tiempo de empezar a leerlos oyó de nuevo el sonido y se detuvo. Bajó la vista al suelo.
Primero fue el lamento, y luego los maullidos de Rasputín.
El gato estaba sentado junto a la pared y se lamía concienzudamente las patas. Luego alzó la vista hacia él y Joakim le sostuvo la mirada; le pareció que el gato estaba satisfecho. ¿Por qué no? Había trabajado duro esa noche.
Frente a él yacían una docena de pequeños cuerpos de pelo marrón. Ratones. Estaban hechos jirones y parecía que los acababa de matar antes de la llegada de Joakim.
Rasputín había colocado los ratones ensangrentados en fila junto a la pared.
Parecía un sacrificio.
–Hoy día la gente se preocupa demasiado –dijo Gerlof–. Actualmente, llaman a salvamento marítimo en cuanto hay cabrillas en el mar. Antes, las personas eran más sensatas. Si se levantaba un vendaval cuando uno estaba navegando, no pasaba nada…, se seguía hasta Gotland, se sacaba el bote a tierra y se echaban a dormir debajo de él hasta que amainara. Luego navegaban de vuelta a casa.
A continuación, guardó silencio y se abismó en sus pensamientos. Tilda se inclinó hacia delante y apagó la grabadora.
–Estupendo. ¿Estás bien, Gerlof?
–Sí, claro.
Parpadeó y volvió al momento presente.
Estaban bebiendo
glögg
en sendas tazas. La semana de Navidad había comenzado con nieve y viento, y Tilda le había llevado una botella de regalo. Había calentado el vino dulce en la cocina y le había añadido pasas y almendras. Cuando entró en la habitación de Gerlof con la bandeja, este sacó una botella de aguardiente y le añadió un chorro a cada taza.
–¿Cómo vas a celebrar la Navidad? –preguntó el hombre cuando ya casi se había bebido el
glögg
y Tilda sentía calientes hasta los dedos de los pies.
–Tranquilamente, con la familia –dijo ella–. Pasaré la Nochebuena con mamá.
–Bien.
–¿Y tú, Gerlof? ¿No quieres acompañarme al continente?
–Gracias, pero me quedaré aquí y me comeré mi arroz con leche. Mis hijas me han invitado a la costa oeste, pero no soporto un viaje tan largo en coche.
Guardaron silencio.
–¿Hacemos una última grabación? –preguntó Tilda.
–Quizá.
–Hablar es divertido, ¿verdad? Me he enterado de cantidad de cosas de mi abuelo.
Él asintió lacónico.
–Sin embargo, no te he contado lo más importante.
–¿No?
Gerlof pareció dudar.
–Ragnar me enseñó muchas cosas sobre el tiempo, el viento, la pesca y los nudos cuando era niño…, toda clase de cosas útiles. Pero luego, cuando me hice un poco mayor, me di cuenta de que uno no se podía fiar de él.
–¿No? –dijo Tilda.
–Comprendí que mi hermano no era honesto.
En la habitación se hizo de nuevo el silencio.
–Ragnar era un ladrón –continuó–. Un vulgar ladrón. Desgraciadamente no puedo llamarlo de otro modo.
Tilda pensó en apagar la grabadora, pero la dejó.
–¿Qué robaba? –preguntó en voz baja.
–Bueno, en principio todo lo que podía. A veces salía de noche y robaba anguilas de las redes de otros. Y recuerdo una vez…, cuando pusieron canalones nuevos en la casa de Åludden. Sobró una caja, que se quedó en el jardín hasta que Ragnar la robó. En ese momento no necesitaba canalones, pero tenía la llave del faro y los dejó allí, y seguro que siguen allí. Lo importante no era la necesidad, sino la oportunidad. Siempre tenía los ojos abiertos por si encontraba una puerta sin cerrar o algo sin vigilancia.
Gerlof estaba inclinado hacia delante y Tilda pensó que hablaba con más intensidad que nunca.
–Seguro que tú también has robado alguna vez –dijo ella.
El anciano negó con la cabeza.
–Pues no. Quizá mentía un poco sobre lo que cobraba por mis transportes cuando me encontraba con otros capitanes en los puertos. Pero pelear y robar son dos cosas que no he hecho nunca. Yo soy de los que piensan que nos hemos de ayudar unos a otros.
–Es una buena actitud –comentó Tilda–. La sociedad somos todos.
Gerlof asintió.
–No suelo pensar mucho en mi hermano mayor.
–¿Por qué no?
–Bueno, lleva tanto tiempo muerto… Muchas décadas. Los recuerdos se desvanecen…, y yo lo he permitido.
–¿Cuándo os visteis por última vez?
Hubo un silencio antes de que Gerlof respondiera:
–Fue en su pequeña granja, el invierno de mil novecientos sesenta y uno. Se negaba a responder al teléfono, así que fui a verlo. Nos peleamos…, o más bien nos increpamos el uno al otro. Esa era nuestra manera de pelearnos.
–¿Sobre qué?
–Discutimos por la herencia –dijo Gerlof–. No es que fuera mucho, pero…
–¿Qué herencia?
–La herencia de nuestros padres.
–¿Qué pasó?
–Desapareció en gran parte. Pero fue Ragnar quien se la llevó, se la apropió… En realidad, mi hermano era un cabrón.
Tilda miró la grabadora y no se le ocurrió nada que decir.
–Ragnar era un cabrón, por lo menos conmigo –prosiguió él, y negó con la cabeza–. Vació la casa de nuestros padres de Stenvik y vendió gran parte del mobiliario, luego vendió también la casa a unos del continente y se quedó con el dinero. Y se negaba a hablar de ello. Se limitaba a mirarme con frialdad… Con él era imposible razonar.