–¿Se lo llevó todo? –inquirió Tilda.
–Yo me quedé con algunos recuerdos, pero el dinero se lo llevó Ragnar. Seguramente pensó que él se ocuparía mejor que yo.
–Pero… ¿no pudiste hacer nada?
–¿Demandarlo, quieres decir? –preguntó Gerlof–. Las cosas no funcionan así en la isla. En vez de eso, nos enemistamos. Hasta a los hermanos les pasa a veces.
–Pero…
–Ragnar se lo guisó y se lo comió –prosiguió el anciano–. Era el hermano mayor y siempre cogía su parte primero; luego compartía algo conmigo si le apetecía. Fuera como fuese, el otoño antes de que saliera con su barca al mar y se congelara en la tormenta, nos separamos enemistados. –Gerlof suspiró–. «Manténgase el amor fraterno», dice la Carta a los Hebreos, pero a veces no es fácil. Son esas cosas sobre las que uno piensa ahora.
Tilda miró la grabadora algo apenada. Luego la apagó.
–Creo que…, será mejor que borre esto último. No porque piense que mientes, Gerlof, pero…
–A mí no me importa –señaló él.
Una vez que ella hubo guardado la grabadora en la bolsa negra, el anciano dijo:
–Creo que ya sé cómo funciona eso. Qué botones hay que apretar.
–Bien –dijo Tilda–. Realmente tienes facilidad para la tecnología, Gerlof.
–¿Podrías dejármela? ¿Hasta la próxima vez que vengas?
–¿La grabadora?
–Por si se me ocurre algo más que contar.
–Sí, claro –contestó, y le alargó la bolsa–. Habla todo lo que quieras. Hay un par de cintas vírgenes que puedes usar.
Cuando llegó a la comisaría el contestador parpadeaba. Empezó a escuchar el mensaje, pero al ver que la llamada era de Martin suspiró y colgó el auricular.
Ya era hora de que la dejara en paz.
Joakim hizo un último viaje en coche con Livia y Gabriel antes de Navidad. Estaban de fiesta, era el primer día de las vacaciones de Navidad y los llevó a Borgholm.
Había mucha gente en las calles comprando regalos. Los Westin entraron en el centro comercial que había a la entrada de la ciudad y recorrieron las extensas estanterías de comida para aprovisionarse para las fiestas.
–¿Qué queréis comer en Navidad? –preguntó Joakim.
–Pollo asado con patatas fritas –replicó Livia.
–Zumo –dijo Gabriel.
Joakim compró pollo, patatas fritas y zumo de frambuesa, y también patatas, salchichas, jamón, cerveza de Navidad y tostadas para él. Compró carne picada congelada para hacer albóndigas, y al ver que vendían anguila ölandesa en el puesto de pescado, compró unos trozos ahumados. Seguramente habrían nadado por Åludden.
También compró un kilo de queso de nata. En Navidad, a Katrine siempre le gustaba comer pan con gruesos trozos de queso de nata.
Fue una locura, pero la semana anterior, Joakim le había comprado un regalo de Navidad. Había ido a Borgholm a comprar regalos para los niños, y en un escaparate vio una túnica verde claro que le habría gustado a Katrine. Continuó hasta la juguetería, pero luego regresó a la tienda de ropa Danielsson y compró la túnica.
–¿Me la envuelve, por favor? Es para un regalo de Navidad –dijo, y salió con un paquete rojo con cinta blanca.
En el aparcamiento, junto al centro comercial, vendían abetos de Navidad sujetos con una redecilla de plástico. Joakim compró uno grande, tan alto que llegaría hasta el techo. Lo aseguró en la baca y luego condujo de vuelta a casa.
Cuando llegaron a Åludden hacía frío, diez grados bajo cero, pero apenas soplaba viento. El agua estaba a punto de congelarse, pero solo una delgada capa de nieve cubría el suelo. El aliento de Joakim formaba densas nubes blancas mientras llevaba las bolsas llenas de comida por el camino de grava del jardín hasta la casa. Luego metió también el abeto. Debía de tener miles de pequeños insectos en las ramas, pero la mayoría hibernaban y no despertarían nunca más.
Era la mejor manera de morirse, pensó: durmiendo, sin enterarse.
Colocó el abeto en el salón, donde estaba la larga mesa del comedor con sus altas sillas y poco más. A medida que se acercaba la Navidad, las habitaciones de la planta baja le parecían cada vez más vacías.
La familia Westin pasó el resto del día limpiando y preparando la casa. Tenían dos grandes cajas de cartón llenas de artículos navideños. Los desempaquetaron: nacimiento, velas, paños rojos y blancos para la cocina, una estrella de Navidad para la ventana y un macho cabrío y un cerdo de paja que colocaron a ambos lados del abeto.
Cuando acabaron de decorar, Livia y Gabriel lo ayudaron a adornar el abeto. En la guardería habían hecho guirnaldas de papel y figuritas de madera, que colgaron donde alcanzaban, en las ramas más bajas. Un poco más arriba, Joakim colgó oropeles, bolas e iluminación, y en la punta fijó una estrella de papel maché. El abeto estaba listo para Navidad.
Por último, sacaron las bolsas con los regalos y las colocaron debajo del árbol. Joakim puso el paquete de Katrine junto al resto.
La tranquilidad reinaba en la habitación.
–¿Volverá mamá ahora? –preguntó Livia.
–Quizá –contestó Joakim.
Casi habían dejado de hablar de Katrine, pero él sabía que, sobre todo Livia, la echaban de menos. Para los niños no existe la frontera entre lo posible y lo imposible como sucede con los adultos. ¿Quizá todo era cuestión de echarla de menos lo suficiente?
–Ya veremos qué pasa –dijo, y miró el montón de regalos.
Sería maravilloso poder ver a Katrine una última vez. Poder hablar y despedirse de verdad.
En la televisión habían pronosticado tormenta y nieve en Öland y Gotland durante la Navidad, pero dos días antes por la mañana Joakim miró por la ventana y solo vio delgadas capas de nubes en el cielo. El sol brillaba, estaban a seis grados bajo cero y apenas soplaba viento.
Luego vio el nido al otro lado de la ventana de la cocina y pensó que, pese a todo, se acercaba la tormenta.
El nido estaba desierto. Las bolas de sebo y los montones de grano seguían allí, pero no había nadie picoteando.
Rasputín saltó sobre la encimera y se puso a observar junto a Joakim el nido abandonado.
El prado junto a la playa, a los pies de la casa, estaba igual de vacío, y no se veían cisnes ni patos marinos en el agua. Quizá se habían resguardado en el bosque. Las aves no necesitan mirar el pronóstico del tiempo para saber cuándo se acerca un temporal; lo sienten en el aire.
El día antes de Navidad, Joakim dejó que Livia y Gabriel durmieran hasta las ocho y media. Le habría gustado que hubiese guardería para poder quedarse solo en la casa, pero tenían dos semanas de vacaciones, le gustase o no.
–¿Mamá va a venir hoy? –preguntó Livia al levantarse de la cama.
–No lo sé –respondió Joakim.
Pero el ambiente en la casa era distinto. Los niños también parecían sentirlo. Había una tensa expectación en todas las habitaciones pintadas de blanco.
Después del desayuno sacó las velas. Las había comprado en una tienda de Borgholm, a pesar de que, en realidad, las velas de Navidad había que hacerlas a mano. Eso habían hecho antiguamente en la cocina de la casa después de que los niños trenzaran los pabilos, así adquirían un aire personal. Pero aquellas velas de fábrica eran todas igual de largas y ardían con un brillo constante en las ventanas, sobre la mesa y en las arañas.
Velas para los muertos.
Los tres ingirieron un ligero almuerzo en la cocina a media mañana, mientras los rayos del sol incidían en el tejado de la cabaña. Pronto anochecería.
Después de comer, Joakim vistió a los niños con gruesas chaquetas y se los llevó a dar un paseo cerca del mar. Miró de reojo la puerta cerrada del establo al pasar, pero no comentó nada.
Bajaron a la playa en silencio. Unos delgados cirros flotaban aún sobre el cabo. Sin embargo, un frente tormentoso se empezaba a formar en el horizonte semejante a una cortina de plomo.
En la playa, había una fina capa de hielo; de cerca era blanca por la escarcha, pero más allá era dura y azulada. Los niños tiraron pequeñas piedras y trozos de hielo que rebotaban y se deslizaban por la brillante superficie, que no oponía resistencia, y se alejaba hacia las negras grietas.
–¿Tenéis frío? –les preguntó Joakim al cabo de un rato.
Gabriel tenía la nariz roja y asintió en silencio.
–Entonces volveremos a casa –dijo.
Aquel era el día más corto del año: eran apenas las dos y media, pero cuando regresaron a la casa el cielo tenía el color añil del atardecer de una noche de verano. A Joakim le pareció sentir en la nuca el aliento de la tormenta de nieve que se aproximaba.
Una vez dentro, encendieron de nuevo las velas. Por la noche, el brillo de la casa se vería desde la carretera, quizá hasta desde la ciénaga.
Esa noche, cuando Livia y Gabriel se durmieron y todo quedó en silencio, Joakim se puso el anorak y salió fuera con una linterna en la mano.
Se dirigía al establo. Las últimas semanas a duras penas había conseguido mantenerse alejado de allí unos pocos días seguidos.
El cielo se veía despejado, y la delgada capa de nieve del patio se había vuelto dura y seca con el frío. Los cristales de hielo crujían bajo sus botas.
Se detuvo junto a la puerta del establo y miró alrededor. Unas sombras oscuras se cernían a lo lejos, y resultaba fácil imaginarse que había alguien allí. Una mujer delgada de rostro ajado que lo observaba con mirada sombría…
–Ethel, mantente alejada –murmuró Joakim para sí, y abrió la pesada puerta.
Entró y escuchó esperando oír los maullidos de Rasputín, el cazador de ratones, pero todo estaba en silencio.
Esa noche, Joakim no se dirigió enseguida a la escalera del altillo. Primero se dio una vuelta por la planta baja, por los pesebres y las cuadras, donde una vez estuvieron las vacas en fila rumiando durante el invierno.
En la pared de la fachada opuesta había colgada una herradura oxidada.
Joakim se acercó y la observó. Los extremos apuntaban hacia arriba, seguramente para que la suerte de la casa no se agotara.
Las bombillas del techo apenas iluminaban esa esquina, así que encendió la linterna. Cuando enfocó el techo de madera, dedujo que se encontraba justo debajo de la habitación oculta del altillo. Luego bajó la linterna.
Alguien había barrido el suelo de piedra del establo. No todo, aunque sí una larga franja a lo largo de la pared. Por lo menos allí no había excrementos secos ni montones de heno viejo.
Solo podía haber sido Katrine.
En la esquina derecha de la pared, viejas redes de pesca y gruesos cabos colgaban de una hilera de clavos. Algunas de las cuerdas llegaban hasta el suelo, como una cortina. Pero tras esta, la pared parecía desaparecer.
Joakim dio un paso adelante y alumbró con la linterna; las sombras junto a la pared se desvanecieron y descubrió una oquedad a ras del suelo. Faltaba todo un trozo de la pared de madera, y cuando Joakim apartó la cortina de redes y cuerdas con olor a brea vio que las baldosas continuaban tras ellas.
La cavidad apenas le llegaba a Joakim a las rodillas, pero tenía por lo menos un par de metros de ancho.
Despertó su curiosidad y se agachó para intentar ver lo que había al otro lado. Lo que vio fue más tierra aplanada y pelusas.
Al final, se tumbó boca abajo y comenzó a reptar. Se arrastró con la linterna por debajo de los tablones de madera. Pasó a duras penas bajo la pared y acabó junto a un muro de piedra caliza. Estaba helado: debía de ser el muro exterior. El espacio allí era de unos pocos metros de ancho. Apartó algunas telas de araña y consiguió ponerse en pie.
A la luz de la linterna vio que se hallaba en un estrecho espacio entre dos paredes: la interior de madera, bajo la cual se había arrastrado, y la del lado oeste del establo. Un par de metros más allá, una vieja escalera de madera casi vertical conducía a lo alto internándose en la oscuridad.
Alguien había estado allí antes que él. Daba la impresión de que ese alguien se había movido y había dejado senderos sobre el polvo centenario.
¿Había sido Katrine? Mirja le había dicho que no sabía de ninguna habitación secreta en la finca.
La escalera frente a él se elevaba casi en vertical. Joakim iluminó hacia arriba y vio que terminaba en un orificio cuadrado. Allí la oscuridad era total, pero esa vez tampoco vaciló. Empezó a subir.
Finalmente, llegó al borde de la abertura, donde se acababa la escalera.
El lugar tenía el suelo de madera y a la izquierda vio una pared de tablones sin pintar. La reconoció al instante, y supo que había subido a la habitación secreta en el altillo del heno.
Movió la linterna a su alrededor.
La luz amarilla reveló bancos: filas de bancos de madera.
Bancos de iglesia.
Se encontraba en el extremo de lo que parecía una antigua capilla de madera dentro del altillo. Un pequeño oratorio bajo el alto techo inclinado, amueblado con cuatro bancos flanqueados por un estrecho pasillo.
Los bancos estaban secos y agrietados y con los bordes gastados; carecían de cualquier tipo de ornamento y parecían salidos de una iglesia medieval. Joakim comprendió que debieron de colocarlos allí al mismo tiempo que se construyó el establo, pues no había ninguna puerta por la que pudieran haberlos introducido.
No vio púlpito ni tampoco ninguna cruz. Arriba del todo de la pared exterior había una sucia ventana. Bajo ella, un papel colgaba de un clavo, y, al acercarse, vio que se trataba de una página de una vieja Biblia familiar: un dibujo de Doré de una mujer, quizá María Magdalena, que observaba sorprendida la tumba abierta de Jesús. La piedra redonda que la tapaba estaba en el suelo, y la abertura se abría como un agujero negro.
Joakim observó un buen rato el dibujo. Luego se dio la vuelta y descubrió que los bancos de madera que quedaban detrás de él no estaban vacíos.
Había cartas sobre ellos.
Y ramos de flores secas.
Y un par de zapatos blancos de niño.
En uno distinguió algo pequeño y blanco, y cuando se acercó vio que se trataba de un puente con dientes postizos.
Pertenencias. Recuerdos.
También había varios cestitos trenzados que contenían notas. Joakim cogió uno de ellos y sacó el papel con cuidado. A la luz de la linterna pudo leer:
Carl, olvidado por todos, pero no por mí ni por el Señor.
Sara
En otro cesto había una postal amarillenta con la imagen de un apacible ángel sonriente. Joakim cogió la postal, le dio la vuelta y vio que en la parte de atrás alguien había escrito en tinta, con una florida caligrafía: