–¡Ragnar! –grito.
Si me pidiera ayuda se la ofrecería, pero no creo que me haya oído. No se detiene al llegar a la playa, sino que corre hacia el norte. A casa. Enseguida desaparece en la oscuridad.
Yo regreso a casa y entro a ver a Torun. Aún está despierta y sentada como de costumbre en una silla junto a la ventana.
–Hola, mamá.
No vuelve la cabeza, pero pregunta:
–¿Era Ragnar Davidsson?
Me acerco a la estufa y suspiro.
–Se ha ido. Ha estado aquí un rato…, pero ahora se ha marchado.
–¿Ha tirado las pinturas?
Contengo la respiración y me doy la vuelta.
–¿Las pinturas? –digo luego, con el llanto contenido en la garganta–. ¿Por qué piensas eso?
–Ha dicho que iba a hacerlo.
–No, mamá –respondo–. Tus lienzos están en el trastero. Puedo buscar…
–Pues debería haberlo hecho –replica Torun.
–¿Qué? ¿Qué quieres decir?
–Le he pedido a Ragnar que los tirara al mar.
Tardo cuatro o cinco segundos en comprender de qué habla: luego es como si una membrana se rompiera en mi interior y peligrosos líquidos empezaran a mezclarse en mi cerebro. Me veo a mí misma precipitarme hacia Torun.
–¡Sigue sentada aquí, vieja de mierda! –grito–. ¡Sigue sentada aquí hasta que te mueras! ¡Ciega de mierda…!
La golpeo una y otra vez con la palma de la mano, y Torun recibe las bofetadas. No las ve llegar.
Cuento los golpes, seis, siete, ocho, nueve, me paro al duodécimo.
Después, ambas respiramos agitadas. El triste ulular del viento se oye tras las ventanas.
–¿Por qué me dejaste sola con él? –pregunto–. Debiste darte cuenta de lo sucio que estaba, mamá, y de cómo apestaba… No debiste dejarme entrar allí, mamá.
Hago una pausa.
–Pero ya entonces estabas ciega.
Torun clava en mí una mirada fría. No creo que sepa de qué le estoy hablando.
Y ese fue mi final en Åludden. Abandoné la casa y nunca más volví. Y no volvía a hablar con Torun. Me ocupé de que ingresara en un sanatorio, pero nunca más volvimos a hablar.
Al día siguiente, llegó la noticia de que el ferry nocturno entre Öland y el continente había zozobrado a causa de la tormenta. Muchos pasajeros habían muerto en el agua helada. Markus Landkvist fue uno de ellos.
Otra víctima de la tormenta fue Ragnar Davidsson, el pescador de anguilas. Fue hallado muerto en la playa un día después. No sentí ningún remordimiento: no sentí nada.
Creo que después de nosotras nadie más vivió en la cabaña, y tampoco creo que nadie pasara más de un mes de verano en la casa principal. La pena se había incrustado en las paredes.
Seis semanas más tarde, cuando ya me había mudado a Estocolmo para empezar en la Escuela Superior de Arte, descubrí que estaba embarazada.
Katrine Månstråle Rambe nació al año siguiente, la primera de todos mis hijos.
Heredaste los ojos de tu padre.
–¡Hola! –gritó Henrik a la figura tendida en la nieve–. ¿Estás bien?
Era una pregunta estúpida, pues el cuerpo a sus pies yacía inmóvil y con el rostro ensangrentado. La nieve ya había empezado a cubrirlo.
Parpadeó desconcertado, todo había sucedido demasiado deprisa.
Le había parecido reconocer a los hermanos Serelius fuera, en el jardín. Cuando el primero de ellos abrió la puerta, Henrik le asestó un golpe con el hacha de su abuelo lo más fuerte que pudo; y acertó en algún lugar de la cabeza. Por el lado romo, no con el filo, de eso estaba seguro.
Se paró en la puerta del porche y, a luz del patio, se percató de que había golpeado a una mujer.
Unos metros detrás de ella había un hombre medio congelado por la ventisca. El desconocido dio un par de pasos y se arrodilló al lado de la mujer.
–¿Tilda? –gritó–. ¡Tilda, despierta!
Ella movió débilmente un brazo e intentó levantar la cabeza.
Henrik salió a la escalera, dando la espalda al calor de la casa y exponiendo la cara al viento y el frío, y descubrió que la mujer vestía un uniforme oscuro.
Una policía. La nieve casi la había sepultado al pie de la escalera. Un delgado hilo de sangre oscura corría por su nariz y alrededor de su boca.
Durante unos segundos, todo excepto la nieve permaneció inmóvil.
Henrik volvió a sentir dolor en el abdomen.
–¡Hola! –repitió–. ¿Cómo te encuentras?
No hubo respuesta, pero el hombre que acompañaba a la agente cogió el hacha de la nieve y se acercó a él.
–¡Suéltalo! –le gritó a Henrik.
Detrás de él la mujer tosió y empezó a vomitar sobre la nieve.
–¿Qué? –preguntó Henrik.
–¡Suelta eso!
Comprendió que se refería al cuchillo de cocina. Aún lo empuñaba.
No quería soltarlo. Los hermanos Serelius estaban por allí, en alguna parte; tenía que defenderse.
La mujer había dejado de vomitar. Se llevó la mano al rostro y se palpó con cuidado la nariz. Los copos de nieve se posaban sobre ella, y la sangre se le había solidificado formando oscuras manchas en el rostro.
–¿Cómo te llamas? –preguntó el hombre en la escalera.
La agente levantó la cabeza y le gritó algo a Henrik a través del viento, las mismas palabras varias veces; él al fin entendió lo que decía: su nombre.
–¡Henrik! –gritaba–. ¡Henrik Jansson!
–Suelta el cuchillo, Henrik –dijo el hombre–. Así podremos hablar.
–¿Hablar?
–Estás detenido por robo con violencia –prosiguió la mujer desde el talud de nieve–. Allanamiento… y vandalismo.
Henrik escuchó, pero no respondió; estaba demasiado cansado. Dio un paso atrás y negó con la cabeza.
–Todo eso… fue obra de Tommy y Freddy –dijo en voz baja.
–¿Qué? –preguntó el hombre.
–Fueron los jodidos hermanos –explicó Henrik–. Yo solo los acompañé. Fue mucho mejor con Mogge, nunca pensé…
De pronto, a apenas diez centímetros de su oreja derecha, oyó un ruido. Un sonido breve y agudo que distinguió por encima del viento.
Volvió la cabeza y observó un oscuro agujero irregular en una de las pequeñas ventanas del porche.
¿Era la tormenta? ¿Quizá el viento había roto la ventana? La segunda idea descabellada que le vino a la cabeza fue que le habían disparado con una pistola, a pesar de que la mujer ya no la sujetaba.
Pero al mirar a lo lejos a través del torbellino de nieve, hacia el establo, descubrió a alguien más.
Una figura oscura había salido por la puerta entornada y se había detenido con las piernas abiertas sobre la nieve. A la luz del patio, Henrik vio que sostenía una delgada vara entre las manos.
No, no era una vara. Era el fusil, claro. No podía distinguirlo con claridad, pero sabía que se trataba del viejo Máuser.
Un hombre con pasamontañas negro. Tommy. Gritó desde el otro lado del patio y luego disparó el fusil que sostenía entre sus manos. Una vez. Dos veces.
En esa ocasión, no se rompió ninguna ventana, aunque el hombre que estaba frente a Henrik hizo una mueca y se desplomó.
Tilda vio claramente cómo disparaban a Martin.
Fue después de que la golpearan con el hacha. Casi deseó haberse quedado inconsciente entonces, pero su cerebro permaneció despierto y lo registró todo. El dolor, la caída y la pistola, que salió volando de su mano.
Al caer de espaldas, el edredón de nieve la recibió igual que si fuera una suave cama.
Permaneció tumbada. Tenía la nariz rota, sangre caliente le corría junto a la boca y se sentía exhausta tras la caminata en plena tormenta.
«Esta noche ya he cumplido –pensó–. Vale por hoy, maldita sea.»
–¡Tilda!
Era Martin quien gritaba, y se inclinó sobre ella. Vio que un hombre salía a la escalera del porche y la miraba. Sostenía un gran cuchillo en la mano y gritó algo, pero ella no comprendió ni una palabra de lo que dijo.
Todo permaneció tranquilo un instante. Tilda se hundió en una cálida somnolencia antes de que aparecieran el malestar y las náuseas. Giró la cabeza a un lado y vomitó sobre la nieve.
Tosió, alzó la cabeza e intentó espabilarse. Vio a Martin encaminarse hacia el hombre y gritarle que soltara el cuchillo.
Era Henrik Jansson, el ladrón de casas que andaba buscando.
–¿Henrik?
Tilda gritó su nombre varias veces con brusquedad, y al mismo tiempo intentó recordar los motivos por los que se lo buscaba.
No oyó su respuesta; en su lugar, oyó un disparo de fusil.
Procedía del establo, en el extremo opuesto del patio, y sonó como una explosión sorda sin eco. La bala dio en el porche y rompió un cristal de la ventana que Henrik tenía a su lado.
Este giró la cabeza y miró el agujero pensativo.
Martin siguió subiendo la escalera hacia él. Se movía con tranquilidad y le hablaba con decisión, como buen instructor de policía que era. Henrik retrocedió.
Tilda comprendió que ninguno de los dos había oído el disparo.
Cuando abrió la boca para prevenirlos, se oyeron nuevas detonaciones.
Vio sacudirse a Martin en la escalera. La parte superior de su cuerpo se retorció, y se le doblaron las piernas. Se desplomó y cayó sobre la nieve a solo unos metros de ella.
–¡Martin!
Este permaneció tumbado, dándole la espalda, y Tilda se arrastró hacia él agachando la cabeza. Oyó un débil quejido.
–¿Martin?
Respiración, hemorragia, shock, pensó ella. El abecedario. La cancioncilla que se había inventado para aprender a enfrentarse a las heridas de arma blanca y de fuego.
¿Respiración? Era difícil de ver en la tormenta, pero Martin apenas parecía respirar.
Le dio la vuelta al cuerpo y lo puso de lado, le subió la chaqueta y el jersey ensangrentado y encontró el pequeño orificio de entrada: arriba del todo, en la espalda, justo a la izquierda de la columna vertebral. Parecía profundo y la sangre no dejaba de manar. ¿La bala le habría alcanzado la aorta?
No debería quedarse allí fuera, pero Tilda no podía meterlo en la casa. No tenía tiempo.
Se abrió el bolsillo derecho del pantalón y sacó una bolsa con vendas.
–¿Martin? –gritó, al tiempo que apretaba la venda tan fuerte como podía contra el orificio de la bala.
No obtuvo respuesta. Tenía los ojos abiertos y no parpadeaba con la nieve: debería de estar en estado de shock.
Tilda no le encontró el pulso.
Le dio la vuelta y lo dejó de nuevo boca arriba; se inclinó sobre él y comenzó a apretarle el tórax con ambas manos. Una presión fuerte y una pausa. Luego de nuevo otra presión fuerte.
No sirvió de nada. Parecía que ya no respiraba, y cuando ella lo zarandeó, el cuerpo siguió sin vida. La nieve le caía sobre los ojos abiertos.
–Martin…
Tilda se rindió. Se desplomó junto a él en la nieve y sorbió por la nariz.
Todo había salido mal. Él ni siquiera tendría que haber estado allí; no debía haberla seguido.
De repente, se oyeron dos detonaciones más desde el establo. Tilda agachó la cabeza.
¿Dónde estaba su pistola? La había perdido al caer en la nieve.
La Sig Sauer era de acero negro: era fácil de distinguir contra el fondo blanco y comenzó a palpar a su alrededor. Al mismo tiempo, dirigió una mirada cautelosa hacia el establo.
Una figura avanzaba por la nieve. Llevaba puesto un pasamontañas oscuro y sostenía un fusil entre las manos.
El hombre subió a un talud de nieve y al descubrir que Tilda lo miraba, lanzó un grito al viento.
Ella no respondió. Su mano siguió escarbando en la nieve: y de repente se topó con algo duro y pesado. Al principio se le resbaló, pero luego consiguió atraparla.
Sacó el arma de la nieve.
Golpeó el cañón un par de veces para sacudirle la nieve, quitó el seguro y apuntó hacia el hombre.
–¡Policía! –gritó.
El enmascarado pronunció unas palabras, pero el viento las dispersó.
–Ubba… ubba –parecía decir.
Redujo la marcha e inclinó la espalda, pero siguió abriéndose paso entre los montones de nieve.
–¡Alto, suelta el arma! –La voz de Tilda se tornó aguda y tenue; ella misma oyó lo débil que sonaba, aun así, continuó–: ¡Alto o disparo!
Y después disparó de verdad, un disparo de advertencia al cielo oscuro. La detonación sonó tan débil como su propia voz.
El hombre se detuvo, aunque no soltó el fusil. Se arrodilló entre dos taludes de nieve, a menos de diez metros de distancia y apuntó hacia ella. Tilda disparó dos tiros en un corto intervalo.
Después se protegió tras los montones de nieve, y, casi al mismo tiempo, de repente se apagaron las luces. Tanto las lámparas de las ventanas como el farol del patio. Todo quedó a oscuras.
La tormenta de nieve había dejado sin luz a Åludden.
Así que Ethel lo siguió por los oscuros senderos, entre los árboles del paseo que discurría junto a la orilla. Se acercaron al agua, donde las luces de las casas y las calles de Estocolmo brillaban en medio de la oscuridad
.
Allí se sentó obediente a la sombra de un cobertizo para barcos y recibió su recompensa. Luego solo tenía que actuar como de costumbre: calentar el polvo marrón dorado en la cuchara, succionarlo con la hipodérmica y pincharse el brazo
.
Paz
.
El asesino esperó pacientemente a que le colgara la cabeza y estuviera a punto de adormecerse…, luego se acercó a Ethel y le propinó un fuerte empujón. Directa al agua invernal
.
Joakim seguía sentado en el banco, abatido, sin moverse. La capilla no tenía luz, aunque no estaba completamente a oscuras. Podía vislumbrar las vigas de madera, la ventana y el dibujo de María Magdalena ante la tumba vacía de Jesús. Había un débil resplandor, como procedente de una luna lejana.
La tormenta seguía ululando sobre el tejado.
No estaba solo.
Katrine, su mujer, estaba sentada junto a él. Vio su pálido rostro por el rabillo del ojo.
Asimismo, los bancos que había detrás de él se habían llenado de visitantes. Joakim oyó su débil crujido, como cuando los asistentes a la iglesia esperan impacientes el momento de ir a comulgar.
Se pusieron en pie.
Cuando les oyó levantarse, él también lo hizo; con la desagradable sensación de estar en el sitio equivocado la noche equivocada. Pronto sería descubierto: o desenmascarado.
–Ven –le susurró a Katrine–. Confía en mí.