La torre de la golondrina (44 page)

Read La torre de la golondrina Online

Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La torre de la golondrina
3.39Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Que se puede rechazar?

—Así es. Pero no se pierde nada con probar. ¿Qué es lo que arriesgamos? Vayamos los dos a Hindarsfjall, presentaremos esta súplica. Yo les haré entender a las sacerdotisas lo que haga falta. Y luego todo estará en tus manos. Negocia. Presenta argumentos. Intenta el soborno. Despierta ambiciones. Refiérete a todas las razones. Desespérate, llora, revuélcate, pide piedad... ¡Por todos los diablos del mar! ¿Voy a tener que enseñarte, Yennefer?

—Eso no sirve de nada, Crach. Una hechicera nunca llegará a un acuerdo con una sacerdotisa. La diferencia de... formas de ver el mundo es demasiado fuerte. Y en la cuestión de permitir a un hechicera el uso de un artefacto o de una reliquia «sagrada»... No, hay que olvidarse de ello. No hay ni una posibilidad...

—¿Para qué exactamente quieres ese brillante?

—Para construir una «ventana». Es decir, un megascopio de telecomunicación. Tengo que hablar con unas cuantas personas.

—¿Mágico? ¿A distancia?

—Si me bastara con subir a la cumbre de Kaer Trolde y gritar muy fuerte, no te molestaría.

Las gaviotas y petreles giraban por encima del agua. Los ostreros de rojos picos que anidaban en los abruptos acantilados y fiordos de Hindarsfjall chillaban agudamente, chirriaban y graznaban roncos los alcatraces de amarilla cabeza. Los negros copetes de los cormoranes marinos observaban cómo la barca avanzaba con una atenta mirada de sus brillantes ojos verdes.—Esa roca enorme suspendida sobre el agua —señaló Crach an Craite apoyado en el pretil— es Kaer Hemdall, la Guarida de Hemdall. Hemdall es nuestro héroe mítico. La leyenda dice que cuando llegue el Tedd Deireádh, el Tiempo del Fin, el Tiempo de la Helada Blanca y la Tormenta del Lobo, Hemdall se enfrentará a las fuerzas del mal del país de Morhógg, los espectros, demonios y fantasmas del Caos. Estará en el Puente del Arco Iris y soplará en el cuerno, como señal de que es hora de echar mano al arma y ponerse en formación de combate. Para Ragh nar Roog, la Última Batalla, que decidirá si cae la noche o despuntará el alba.

La barca avanzaba fluidamente por sobre las olas, navegando sobre las aguas más tranquilas de la ensenada, entre la Guarida de Hemdall y otra roca de formas fantásticas.

—Esa roca más pequeña es Kambi —aclaró el yarl—. En nuestros mitos, el nombre de Kambi lo lleva un gallo mágico de oro, el cual con su canto advierte a Hemdall de que acude
Naglfar,
el drakkar infernal que trae al ejército de la oscuridad, a los demonios y fantasmas de Morhógg.
Naglfar
está construido de uñas de muertos. No lo creerás, Yennefer, pero todavía hay en las Skellige personas que antes del entierro les cortan las uñas a los cadáveres para no darles materiales de construcción a los espectros de Morhógg.

—Lo creo, conozco la fuerza de las leyendas.

El fiordo les cubría un tanto del viento, la vela ondeaba.

—Haced sonar el cuerno —ordenó Crach a la tripulación—. Nos acercamos a la orilla y hay que dar señal a las señoras santuarias de que vienen invitados.

El edificio situado en la cumbre de unas largas escaleras de piedra parecía un gigantesco erizo, de tan cubierto que estaba de musgo, hiedra y arbustos. En su tejado, como observó Yennefer, no sólo crecían arbustos, sino hasta pequeños árboles.

—Y éste es el santuario —afirmó Crach—. La floresta que lo rodea se llama Hindar y también es lugar de culto. De aquí sale el muérdago sagrado y en las Skellige, como sabes, todo se decora y cubre de muérdago, desde la cuna del recién nacido hasta la tumba... Cuidado, las escaleras son resbaladizas... La religión, je, je, hace crecer el musgo... Permite que te tome por los hombros... Todavía el mismo perfume... Yenna...

—Crach. Por favor. Lo pasado, pasado está.

—Perdona. Entremos.

Delante del santuario esperaban algunas sacerdotisas jóvenes y silenciosas. El yarl las saludó cortésmente, expresó el deseo de hablar con su superiora, que se llamaba Modron Sigrdrifa. Entraron a un interior alumbrado por columnas de luz que surgían de unas vidrieras situadas en alto. Una de aquellas vidrieras iluminaba el altar.

—Por cien diablos marinos —murmuró Crach an Craite—. Me había olvidado de lo grande que es este Brisingamen. No había estado aquí desde niño... Con él hasta se podrían comprar todos los astilleros de Cidaris.

El yarl exageraba. Pero no mucho.

Sobre un sencillo altar de mármol, sobre unas figurillas de gatos y halcones, sobre una escudilla de piedra para los sacrificios votivos, se erguía la estatua de Modron Freya, la Gran Madre, en su típico aspecto maternal: una mujer de amplia toga que traicionaba un embarazo exageradamente mostrado por el escultor. Con la cabeza inclinada y los rasgos del rostro cubiertos por un pañuelo. Sobre las manos dispuestas en el pecho de la diosa se veía un brillante, una parte de un collar de oro. El brillante era ligeramente celeste en su coloración. Como el agua más pura. Grande.

A ojo hasta ciento cincuenta quilates.

—Ni siquiera sería necesario cortarlo —susurró Yennefer—. Tiene un corte en rosa, exactamente como necesito. Precisamente las facetas para la refracción de la luz...

—Es decir, que tenemos suerte.

—Lo dudo. Dentro de un instante estará aquí la sacerdotisa y yo, como impía, seré insultada y expulsada de aquí con el rabo entre las piernas.

—¿Y no exageras?

—Ni una mica.

—Bienvenido, yarl, al santuario de la Madre. Seas también bienvenida, noble Yennefer de Vengerberg.

Crach an Craite hizo una reverencia.

—Mis saludos, reverenda madre Sigrdrifa.

La sacerdotisa era alta, casi tan alta como Crach, lo que quería decir que superaba a Yennefer en una cabeza. Tenía los ojos y los cabellos claros, un rostro alargado, no demasiado hermoso ni femenino.

¿Donde la he visto antes?, pensó Yennefer. No hace mucho. ¿Dónde?

—En las escaleras de Kaer Trolde, las que conducían al puerto —le recordó la sacerdotisa con una sonrisa—. Cuando los drakkars entraron en la bahía. Estaba junto a ti cuando le prestaste ayuda a una mujer embarazada que estuvo a punto de abortar. De rodillas, sin preocuparte de un vestido de pelo de camello muy caro. Lo vi. Y ya jamás prestaré oído a las historias de que las hechiceras son insensibles y egoístas.

Yennefer carraspeó, inclinó la cabeza en una reverencia.

—Estás delante del altar de la Madre, Yennefer. Que ella te cubra con su merced.

—Reverenda, yo... Quisiera pedir con humildad...

—No digas nada, yarl. Con toda seguridad tienes muchas tareas. Déjanos solas aquí, en Hindarsfjall. Nosotras nos pondremos de acuerdo. Somos mujeres. No importa de qué nos ocupemos, quiénes seamos: siempre servimos a aquélla que es Virgen, Mujer y Anciana. Arrodíllate ante mí, Yennefer. Inclina la cabeza ante la Madre.

—¿Quitarle a la diosa el collar de Brisingamen? —repitió Sigrdrifa, y en su voz había más de incredulidad que de enfado santurrón—. No, Yennefer. Esto es simplemente imposible. No se trata de que ni siquiera me atreviera... Incluso aunque lo quisiera. Brisingamen no se puede quitar. El collar no tiene cierre. Está fundido con la estatua.

Yennefer estuvo callada largo rato, midiendo a la sacerdotisa con una mirada serena.

—Si lo hubiera sabido —dijo con voz fría— me hubiera ido de inmediato con el yarl de vuelta a Ard Skellig. No, no. El tiempo que he pasado charlando contigo al menos no lo considero perdido. Pero tengo poco tiempo. Muy poco, de verdad. Reconozco que me has sorprendido un poco con tu amabilidad y cordialidad...

—Soy amable contigo —le interrumpió sin emociones Sigrdrifa—. También apoyo tus planes, con todo mi corazón. Conocí a Ciri, me gustaba aquella niña, me inquieta su suerte. Te admiro por lo decidida que te aprestas a ir a salvar a esa muchacha. Concederé todos tus deseos. Pero no Brisingamen, Yennefer. No Brisingamen. No pidas eso.

—Sigrdrifa, para aprestarme a ir a salvar a Ciri tengo que saber urgentemente algo. Conseguir algunas informaciones. Sin ellas no podré hacerlo. Ese conocimiento y esas informaciones sólo las puedo conseguir mediante la telecomunicación. Para poder comunicarme a esta distancia necesito construir con ayuda de la magia un artefacto mágico, un megascopio.

—¿Un aparato del tipo de vuestra famosa bola de cristal?

—Bastante más complicado. La bola sólo permite la comunicación con otra bola correlacionada. Hasta el banco de enanos local tiene una bola, para comunicarse con la de la central. El megascopio tiene mayores potenciales... Pero, ¿para qué teorizar? Sin el brillante no voy a poder hacer nada de esto. En fin, me despido...

—No te apresures tanto.

Sigrdrifa se levantó, atravesó la nave, deteniéndose junto al altar y la estatua de Modron Freya.

—La diosa —dijo— también es patrona de las sabedoras. De las adivinas. Y de las telépatas. Eso es lo que simbolizan sus animales sagrados: el gato, que oye y ve lo oculto, y el halcón, que ve desde lo alto. Esto es lo que simboliza la joya de la diosa: Brisingamen, el collar de la adivinación. ¿Para qué construir un aparato que oye y ve, Yennefer? ¿No es más sencillo volverse a la diosa por ayuda?

Yennefer contuvo en el último segundo una maldición. Al fin y al cabo se trataba de un lugar de culto.

—Se acerca la hora de la oración de la víspera —siguió Sigrdrifa—. Me dedicaré a la meditación junto con otras sacerdotisas. Voy a pedir a la diosa que ayude a Ciri. A Ciri, que estuvo aquí más de una vez, en este santuario, que más de una vez contempló Brisingamen en el cuello de la Gran Madre. Sacrifica todavía una o dos horas de tu precioso tiempo, Yennefer. Quédate aquí con nosotras, para la hora de la oración. Apóyame cuando esté rezando. Con tu pensamiento y tú presencia.

—Sigrdrifa.

—Por favor. Hazlo por mí. Y por Ciri.

La joya Brisingamen. En el cuello de la diosa.

Ahogó un bostezo. Si por lo menos hubiera algún canto, pensó, algunas entonaciones, algunos ritos... algún folklore místico... sería menos aburrido, el sueño no la mortificaría tanto. Pero ellas simplemente están ahí de rodillas, con la cabeza baja. Sin movimiento, sin sonido.

Pero también es verdad que cuando quieren saben utilizar la Fuerza, a veces tan bien como nosotras, las hechiceras. Sigue siendo un enigma cómo lo hacen. Nada de preparaciones, nada de ciencia, nada de estudios... Sólo oración y meditación. ¿Divinación? ¿Una forma de autohipnosis? Eso es lo que afirmaba Tissaia de Vries... Absorben energía inconscientemente, en el trance alcanzan la capacidad de transformarla de forma análoga a nuestros hechizos. Transforman la energía y piensan que se trata de un don y una merced de la divinidad. La fe les da fuerza.

¿Por qué a nosotros, hechiceros, nunca nos es posible hacer algo así?

¿Lo probamos? ¿Utilizamos la atmósfera y el aura de este lugar? Podría intentar entran en trance yo misma... Aunque fuera mirando a ese diamante... Brisingamen... Pensar intensamente en lo bien que cumpliría su papel en mi megascopio...

Brisingamen... Brilla como la estrella de la mañana, allá, en la oscuridad, entre la bocanadas del incienso y las velas humeantes...

—Yennefer.

Alzó la cabeza.

El santuario estaba oscuro. Olía intensamente a humo.

—¿Me he dormido? Perdona...

—No hay nada que perdonar. Ven conmigo.

En el exterior el cielo nocturno ardía con luces temblorosas, que se transformaban como en un calidoscopio. ¿La aurora boreal? Yennefer se restregó los ojos con asombro. ¿Aurora borealis? ¿En agosto?

—¿Qué es lo que estás dispuesta a dar, Yennefer?

—¿Cómo?

—¿Estás dispuesta a darte a ti misma, Yennefer? ¿Tu valiosa magia?

—Sigrdrifa —dijo con rabia—. No intentes conmigo esas inspiradas comedias. Yo tengo noventa y cuatro años. Pero trata esto, por favor, como un secreto de confesión. Me sincero contigo sólo para que comprendas que no me puedes tratar como a una niña.

—No has respondido a mi pregunta.

—Y no pienso. Porque es un misticismo que no acepto. Me dormí en vuestro servicio. Me cansó y me aburrió. Porque no creo en vuestra diosa.

Sigrdrifa se dio la vuelta y Yennefer, contra su voluntad, aspiró profundamente.

—No me es demasiado halagüeña tu falta de fe —dijo una mujer de ojos llenos de oro líquido—. Pero, ¿acaso tu falta de fe cambia algo?

Lo único que Yennefer fue capaz de hacer fue soltar el aire.

—Llegará un día —dijo la mujer de ojos de oro— en el que nadie, absolutamente nadie, incluyendo a los niños, creerá en la hechicería. Te lo digo con estudiada maldad. Como una venganza. Ven.

—No... —Yennefer consiguió por fin romper con su pasiva aspiración y espiración—. ¡No! No voy a ningún sitio. ¡Basta de esto! ¡Es un encantamiento o hipnosis! ¡Una ilusión! ¡Un trance! Tengo creados mecanismos de defensa... ¡Puedo deshacer todo esto con un hechizo, oh, así! Rayos...

La mujer de ojos de oro se acercó. El diamante en su cuello ardía como la estrella de la mañana.

—Vuestro habla poco a poco deja de servir al entendimiento —dijo—. Se convierte en arte por el arte, cuanto más incomprensible, más se considera como más profunda y más inteligente. De verdad, os prefería cuando sólo sabíais hacer «e-e» y «gu-gu». Ven.

—Esto es una ilusión, un trance... ¡No voy a ningún lado!

—No quiero obligarte. Sería una vergüenza. Al fin y al cabo eres una muchacha inteligente y orgullosa, tienes carácter.

Una pradera. Un mar de hierba. Un brezal. Rocas, alzándose entre los brezos como el lomo de una fiera agazapada.

—Tú querías mi joya, Yennefer. No puedo dártela sin asegurarme antes de unos cuantos asuntos. Quiero comprobar qué es lo que se oculta dentro de ti. Por eso te he traído aquí, a este lugar, que desde tiempos inmemoriales es un lugar de Fuerza y Potencia. Tu valiosa magia al parecer está por todos lados. Al parecer basta con alargar la mano. ¿No tienes miedo de absorberla?

Yennefer no pudo extraer ni un sonido de su garganta agarrotada.

—¿Una Fuerza capaz de cambiar el mundo —dijo la mujer a la que no está permitido llamar por su nombre— es según tú, caos, artificio y ciencia? ¿Maldición, bendición y progreso? ¿Y no será por casualidad fe? ¿Amor? ¿Sacrificio?

¿Lo oyes? Es el canto del gallo Kambi. Una ola se estrella contra la orilla, una ola empujada por la proa de
Naglfar.
Resuena el cuerno de Hemdall, que está cara a cara con los enemigos en Bifrost, el arco iris. Se acerca el Frío Blanco, se acerca la tempestad y la tormenta... La tierra tiembla con los violentos movimientos de la Serpiente...

Other books

Lucky's Girl by William Holloway
The Frog Earl by Carola Dunn
Fénix Exultante by John C. Wright
Nanny Returns by Emma McLaughlin
Doctor Olaf van Schuler's Brain by Kirsten Menger-Anderson
Wild Boys - Heath by Melissa Foster
The Things a Brother Knows by Dana Reinhardt
The Ambassador's Wife by Jake Needham