La torre de la golondrina (5 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La torre de la golondrina
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»Hoy día, juzgando con la perspectiva de los años, pienso que si me hubiera humillado y hubiera mostrado arrepentimiento, seguro que el asunto se hubiera arreglado y el emperador se hubiera limitado a que yo cayera en desgracia sin echar mano de medios demasiado drásticos. Seguro de mis razones, que consideraba eternas, superiores a cualquier poder o política, me sentía atacado, y además atacado injustamente. Tiránicamente. Así que entablé contacto activo con los disidentes que combatían al tirano en secreto. Antes de que me pudiera dar cuenta me habían metido en la trena junto con los disidentes y algunos de ellos, en cuanto que les enseñaron la herramienta, me señalaron como el ideólogo principal del movimiento.

»E1 emperador hizo uso de su derecho de gracia, pero fui condenado al destierro bajo amenaza de pena de muerte inmediata en caso de regreso a las tierras imperiales.

«Entonces me enojé con el mundo entero, con los reinos, imperios y universidades, con los disidentes, funcionarios, juristas. Con los colegas y amigos que, al toque de una varita mágica, dejaron de serlo. Con mi segunda esposa que, de forma parecida a la primera, entendió que los problemas del marido son motivo suficiente de divorcio. Con mis hijos, que me abandonaron. Me convertí en ermitaño. Aquí, en Ebbing, en los pantanos de Pereplut. Tomé la sede en herencia de un eremita que me fue dado conocer en cierta ocasión. La mala suerte quiso que Nilfgaard se anexionara Ebbing y sin comérmelo ni bebérmelo me encontré de nuevo en el imperio. No tengo ya ni fuerzas ni ganas de vagabundear más, por eso tengo que esconderme. Las decisiones imperiales no prescriben, ni siquiera cuando el emperador que las realizara haya muerto hace mucho y el emperador actual no tenga motivos para tener buenos recuerdos de aquél ni para compartir sus opiniones. La sentencia de muerte sigue en vigor. Tal es la ley y la costumbre en Nilfgaard. Las condenas de traición de estado no prescriben ni son afectadas por las amnistías que cada emperador anuncia tras su coronación. Después de subir al trono el nuevo emperador amnistía a todos aquéllos a los que su antecesor había condenado... excepto a quienes son culpables de traición de estado. No tiene importancia quién gobierne en Nilfgaard: si se llega a saber que estoy vivo y violando mi condena de destierro al vivir en territorio imperial, mi cabeza caerá en el cadalso.

»Así que, como ves, Ciri, estamos en una situación totalmente idéntica.

—¿Qué es la ética? Lo sabía, pero se me ha olvidado.

—La ciencia de la moralidad. De las reglas del comportamiento habitual, noble, benévolo y honrado. De las alturas del bien a las que eleva el alma la moralidad y la rectitud humana. Y de los abismos del mal a los que hace caer la maldad y la inmoralidad...

—¡Las alturas del bien! —bufó—. ¡Rectitud! ¡Moralidad! No me hagas reír, porque se me abre la cicatriz de la jeta. Tuviste suerte de que no te persiguieran, de que no enviaran tras de ti a los cazadores de recompensas como ese... Bonhart. Verías lo que son los abismos del mal. ¿Ética? Esa ética tuya no vale una mierda, Vysogota de Corvo. ¡No son los malvados ni los inmorales los que se hunden en el abismo, no! ¡Oh, no! Son los malos, pero decididos, quienes arrojan al fondo a los que son decentes, honrados y nobles, pero torpes, vacilantes y llenos de escrúpulos.

—Gracias por tus enseñanzas —ironizó—. Créeme, aunque vivas un siglo, nunca es demasiado tarde para aprender algo. Cierto, siempre es provechoso escuchar a personas maduras, de mundo y con experiencia.

—Ríete, ríete —agitó ella la cabeza—. Mientras puedas. Porque ahora es mi turno. Ahora te entretendré con un relato. Te contaré qué es lo que me pasó. Y cuando termine, veremos si sigues teniendo ganas de bromear.

Si aquel día después de caer la noche alguien se hubiera deslizado furtivamente hasta aquella cabaña perdida entre los cenagales, con su hundido tejado de bálago, si alguien hubiera mirado a través de las rendijas de los postigos, habría visto en su interior escasamente iluminado a un viejecillo de barba blanca escuchando con atención el relato de una muchacha de cabellos cenicientos que estaba sentada en un tronco junto a la chimenea. Habría visto que la muchacha hablaba despacio, como si le fuera difícil encontrar las palabras, que se frotaba nerviosa la mejilla deformada por una cicatriz horrible, que sembraba con largos momentos de silencio la narración de sus vicisitudes. Una historia sobre las enseñanzas recibidas que resultaron ser todas falsas y engañosas. Sobre las promesas que se le hicieran y que no habían sido mantenidas. Una historia acerca de un destino en el que se le había hecho creer y que la había traicionado vilmente y despojado de su herencia. Acerca de cómo cada vez, cuando ya comenzaba a creer, caían sobre ella las ofensas, el dolor, la injusticia y la humillación. Acerca de cómo aquéllos en los que confiaba y a los que amaba la habían traicionado, no habían acudido en su ayuda cuando sufría, cuando la amenazaban la vergüenza, el tormento y la muerte. Una historia sobre los ideales a que le habían recomendado mantenerse fiel y que la habían fallado, traicionado y abandonado precisamente cuando los necesitaba, demostrando cuan poco valor tenían. Acerca de cómo había por fin encontrado ayuda y amistad —y amor— entre quienes en apariencia no cabía buscar ni ayuda ni amistad. Por no mencionar el amor.

Pero nadie pudo haber visto aquello ni mucho menos haberlo oído. La choza del hundido tejado de bálago cubierto de musgo estaba bien escondida entre la niebla, en unos cenagales donde nadie se atrevía a adentrarse.

Capítulo segundo

Al llegar a la edad de madurez, la joven muchacha comienza a intentar penetrar en campos de la vida que antes le estaban vedados, lo cual, en los cuentos de hadas, se simboliza mediante la entrada en una torre enigmática y la búsqueda en ella de una habitación oculta. La muchacha sube hasta la cima de la torre, caminando por una escalera retorcida: las escaleras en los sueños son símbolos de vivencias eróticas. La habitación prohibida, un pequeño cuarto cerrado con llave, simboliza la vagina. El acto de girar la llave en la cerradura es un símbolo del acto sexual.

Bruno Bettelheim, The Uses of Enchantment: the Meaning and Importance of Fairy Tales

 

El viento del oeste arrastró la tormenta nocturna.

Un cielo de color negro violáceo se resquebrajó a lo largo de una línea de relámpagos que estallaron con el estampido de un agudo trueno. Una lluvia repentina golpeó el polvo del camino con gotas tan densas como el aceite, resonó en las tejas, deshizo la suciedad en las hojas de las ventanas. Pero un fuerte viento expulsó con rapidez el chubasco, ahuyentó la tormenta allá lejos, al otro lado de un horizonte que ardía a causa de los relámpagos.

Y entonces los perros comenzaron a ladrar furiosamente. Redoblaron los cascos de los caballos, rechinaron las armas. Una algarabía y unos silbidos salvajes les pusieron los cabellos de punta a los aldeanos, les llenó de pánico, les hizo cerrar a cal y canto puertas y ventanas. Los dedos sudorosos se apretaron sobre los mangos de las hachas, sobre las astas de los biernos. Se apretaban con fuerza. Pero con impotencia.

Terror, el terror está cruzando la aldea. ¿Perseguidos o perseguidores? ¿Enloquecidos y violentos a causa de la rabia o a causa del miedo? ¿Pasarán de largo sin detener los caballos? ¿O se iluminará la noche dentro de unos instantes con el fuego de los tejados ardiendo?

Silencio, silencio, niños...

Mamá, ¿es que son demonios? ¿Es la Persecución Salvaje? ¿Monstruos del infierno? ¡Mamá, mamá!

Silencio, silencio, niños. No son demonios, no son diablos... Peor.

Son seres humanos.

Los perros aullaban. Soplaba la ventisca. Los caballos relinchaban, los cascos se estrellaban contra el suelo.

Una partida de locos cabalgaba a través de la aldea y de la noche.

Hotsporn llegó a la cima, detuvo el caballo y le dio la vuelta. Era precavido y cauteloso, no le gustaba el riesgo, sobre todo porque la atención no costaba nada. No se apresuró a bajar al río, a la estación de postas. Primero prefería mirar bien.

Delante de la estación no había caballos ni tiros de animales, no había más que un furgón que llevaba un par de muías enjaezadas. En la lona había un letrero que Hotsporn no podía leer desde tan lejos. Pero no olía a peligro. Hotsporn era capaz de oler el peligro. Era un profesional.

Bajó hasta la orilla llena de matorrales y mimbres muy crecidos, metió con decisión el caballo en el río, lo atravesó al galope entre las salpicaduras de agua que golpeaban por debajo de la silla. Los patos que se revolcaban en el lodo huyeron lanzando sonoros cuac-cuacs.

Hotsporn azuzó al caballo, atravesó la cerca y entró en el patio de la estación. Ahora ya podía leer el letrero de la lona del furgón. Decía: «Maestro Almavera, Tatuajes Artísticos». Cada palabra del letrero estaba pintada de un color distinto y comenzaba por una letra exageradamente grande y muy adornada. Pero en la caja del carro, por encima de la rueda derecha delantera, se veía una pequeña flecha rota, pintada de púrpura.

—¡Abajo del caballo! —escuchó a su espalda—. ¡A tierra, y presto! ¡Las manos lejos de la empuñadura!

Se acercaron y lo rodearon sin un ruido, Asse por la derecha, vestido con una chaqueta negra con hilos de plata, Falka por la izquierda, llevando puesto un juboncillo verde de ante y una boina con una pluma. Hotsporn se bajó la capucha y el pañuelo que le cubría el rostro.

—¡Ja! —Asse bajó la espada—. Sois vos, Hotsporn. ¡Sos reconocería, pero me confundió este caballo moro!

—Vaya una yegua bonita —dijo Falka con admiración, al tiempo que se retiraba la boina sobre la oreja—. Negra y brillante como el carbón, ni un pelo claro. ¡Y cuidado que es gallarda! ¡Eh, lindeza!

—Cierto, y la encontré por menos de cien florines. —Hotsporn sonrió con desmaña—. ¿Dónde está Giselher? ¿Dentro?

Asse se lo confirmó con un ademán de cabeza. Falka, que miraba a la yegua como hechizada, le dio palmadas en el cuello.

—¡Cuando corría por el agua —elevó hacia Hotsporn sus enormes ojos verdes— era igualita que una verdadera kelpa! ¡Si hubiera salido del mar en vez de del río no hubiera creído que no era una kelpa de verdad!

—¿Y habéis visto alguna vez, señorita Falka, una verdadera kelpa?

—En dibujos. —La muchacha se apesadumbró de pronto—. Para qué hablar más de esto. Pasad adentro. Giselher está esperando.

Delante de una ventana que daba algo de luz había una mesa. Sobre la mesa estaba semitendida Mistle, apoyada en los codos, desnuda de cintura para abajo, sin nada más que unas medias negras. Entre sus piernas descaradamente abiertas había un individuo encogido, hombre delgado y de cabellos largos vestido con una levita gris. No podía ser otro que el maestro Almavera, artista del tatuaje, puesto que estaba ocupado precisamente en grabar en el muslo de Mistle una imagen de colores.

—Acércate, Hotsporn —pidió Giselher, al tiempo que movía un taburete de una mesa más alejada en la que estaba sentado junto con Chispas, Kayleigh y Reef. Los dos últimos, como Asse, también estaban vestidos con una piel de ternera negra que llevaba cosidas hebillas, tachuelas, cadenas v otros imaginativos adornos de plata. Algún artesano tenía que estar ganando con ello buenas sumas, pensó. Los Ratas, cuando les entraba la gana de adornarse, pagaban a los sastres, zapateros y talabarteros como un verdadero rey. Claro está que tampoco les importaba arrancarle sin más a la persona asaltada la ropa o la bisutería que les había caído en gracia.

—Por lo que veo, encontraste nuestro mensaje en las ruinas de la estación vieja —dijo Giselher arrastrando las palabras—. Ja, qué digo, si no no estarías aquí. Mas he de reconocer que has viajado con rapidez.

—Porque la yegua es muy bonita —se entrometió Falka—. ¡Y me apuesto a que también es fogosa!

—Encontré vuestro mensaje. —Hotsporn no apartó la vista de Giselher—. ¿Y qué hay del mío? ¿Llegó hasta ti?

—Llegó... —El jefe de los Ratas trastabilló—. Pero... bueno, por decirlo con pocas palabras... no había entonces mucho tiempo. Y luego nos cogimos una buena curda y hubimos de reposar un tanto. Y luego nos vino a mano otro camino...

Mocosos de mierda, pensó Hotsporn.

—Por decirlo con pocas palabras: no has cumplido el encargo.

—Pues no. Lo siento, Hotsporn. No fue posible... ¡mas la próxima vez, ya, ya! ¡Indefectiblemente!

—¡Indefectiblemente! —confirmó Kayleigh con énfasis, aunque nadie le había pedido que confirmara nada.

Malditos mocosos irresponsables. Se emborracharon. Y luego les vino a mano otro camino. Seguro que el del sastre, a por trapos raros.

—¿Quieres beber algo?

—Gracias, pero no.

—¿Quizá quieras probar esto? —Giselher señaló un cofrecito de laca muy adornado que estaba entre los vasos y las damajuanas. Hotsporn supo entonces por qué en los ojos de los Ratas ardía un brillo tan extraño, por qué sus movimientos eran tan nerviosos y rápidos.

—Polvo de primera —le aseguró Giselher—. ¿No quieres tomar un pellizco?

—Gracias, pero no. —Hotsporn miró significativamente las manchas de sangre y las huellas en el aserrín que desaparecían en la habitación y que mostraban con claridad adonde había sido arrastrado el cadáver. Giselher se dio cuenta de la mirada.

—Un palurdo se quiso hacer el héroe —bufó—. Hasta que la Chispas le tuvo que dar un escarmiento.

Chispas se rió guturalmente. Enseguida se veía que estaba muy excitada por el narcótico.

—Lo escarmenté de tal modo que hasta se atoró con la sangre —se jactó—. Y al punto los otros se quedaron tranquilitos. ¡A eso se le llama terror!

Iba, como de costumbre, llena de joyas, hasta llevaba un pendiente de diamante en una aleta de la nariz. No iba vestida de cuero sino con un juboncillo de color cereza, con un diseño brocado que era ya tan famoso como para ser el último grito de la moda entre la mocedad dorada de Thurn. De la misma forma que el pañuelo de seda con el que se cubría la cabeza Giselher. Hotsporn incluso había oído hablar de muchachas que se cortaban el cabello «a la Mistle».

—Esto se llama terror —repitió Hotsporn, pensativo, todavía con la mirada dirigida hacia los rastros sangrientos del suelo—. ¿Y el jefe de estación? ¿Y su mujer? ¿Su hijo?

—No, no. —Giselher frunció el ceño—. ¿Piensas acaso que nos hemos cargado a todos? De eso nada. Los metimos pa un rato en la cámara. Ahora, como ves, la estación es nuestra.

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