Alguien estaba allí arriba, esperándoles.
Las almas no sólo podían sentir añoranza. También podían sentir el terror más absoluto. Eso fue lo que atenazó a Julia cuando reconoció al ser oscuro que bloqueaba la salida. Era el mismo que invadió su pesadilla para reclamar su alma; el mismo que la había observado entre las sombras, cuando bajó sola a aquel lugar.
Ahora ya sabía de quién se trataba.
—¡Ella es mía! —exclamó con furia.
Pero Azrael, con la misma intensidad, le contestó:
—Regresa a tu cubil infecto. Has vuelto a ser derrotado.
Julia no lo entendía. Si su destino era el sufrimiento eterno, ¿por qué Azrael no la entregaba? ¿Por qué intentaba defenderla? Un tímido rayo de esperanza le devolvió algo de su aplomo.
Ahora, una puerta más estaba abierta. La de la izquierda. De allí emergía un humo gélido y maligno. La puerta central era la única que seguía cerrada. Azrael extendió un brazo hacia ella y algo cambió. El número que tenía grabado —el número de Julia— empezó a ir hacia atrás. Primero lentamente y luego cada vez más deprisa.
Un alarido atroz hizo a Julia desviar la mirada de la puerta. Fue el preludio de un combate que se había librado ya un sinfín de ocasiones. En una de ellas, Azrael había ganado aquel lugar para las almas perdidas. Si esta vez caía derrotado, la de Julia y todas las demás que lo poblaban estarían condenadas, lo merecieran o no.
El número de la puerta menguaba ahora a una velocidad vertiginosa. La tierra volvió a estremecerse cuando los dos ángeles se embistieron el uno al otro. Julia se encogió junto a la puerta. El poder de aquellos dos seres era inimaginable. Cualquiera de ellos sería capaz de destruirla con un simple gesto de la mano. Podrían destruir un planeta entero, mientras la luz blanca de uno chocaba contra la luz negra del otro.
Los números cambiaban tan rápidamente que se habían convertido en poco menos que un borrón. A Julia se le escapó un gritó horrorizado cuando Azrael cayó de rodillas tras la última embestida de su oponente. Vio a éste dirigirle una mirada maléfica, que la hizo estremecerse de pánico. No cesó ni cuando el ángel luminoso logró incorporarse.
Julia golpeó la puerta con los puños, aterrada. Ese era su camino. Sólo a través de ella podía salvarse. Pero seguía cerrada. —¡ÁBRETE, MALDITA SEA! ¡ÁBRETE!
La trepidante cuenta atrás se paró al llegar al 1. Todo pareció entonces detenerse durante un breve instante. El universo entero, expectante, aguardando la resolución.
Se oyó el ruido de alguna clase de mecanismo y Julia comprendió que había llegado el momento.
—¡Vete! —la apremió Azrael, que soportaba a duras penas el ataque furioso de su viejo, eterno enemigo—. ¡Tienes otra oportunidad!
Julia empujó la puerta y la atravesó sin mirar siquiera lo que había detrás. Tenía los ojos cerrados.
J
ulia se encontraba en el paseo frente al jardín de su casa. Volvía a tener diecinueve años y no recordaba nada del tiempo que había pasado en la clínica, ni tampoco sus pesadillas. A su lado estaba la persona a la que más amaba en el mundo.
—No voy a ir con él, papá.
Por el final de la calle venía el coche que estaban esperando. Su conductor también los vio e hizo sonar el claxon.
—Por supuesto que irás con Arnold —dijo su padre, con gesto severo.
La simple mención de ese nombre hizo a Julia sentir un estremecimiento de repulsión. Arnold, el mejor amigo de su padre, se había ofrecido a darle trabajo en su pequeño negocio de alimentación. Julia lo necesitaba para costearse en parte sus recién iniciados estudios universitarios. La empresa en la que trabajaba su padre acababa de obligarle a la prejubilación con una disminución de salario que hacía tambalearse el presupuesto familiar. Recortaron en lo posible todos sus gastos, pero no era suficiente.
—¡No! —insistió Julia.
—Eres una desagradecida. Sabes que necesitamos el dinero. Que lo necesitas para tus estudios. Cuando vuelvas, te quedarás castigada en tu habitación. No me importa que ya te creas una mujer. Todavía te comportas como una niña.
Arnold había detenido el coche en la acera, frente a ellos, y oyó lo que el padre de Julia acababa de decir. Sin bajarse, le dijo a través de la ventanilla abierta:
—No seas tan duro, Joseph. Es sólo una jovencita.
El padre de Julia no se dio cuenta, pero ella captó al instante la mirada lasciva que aquel hombre le dirigió. Era un cerdo. No sabía cómo pudo engañarla. Habían comenzado a verse a escondidas seis meses atrás. Todo empezó como un juego, al menos para ella. Arnold era muy atento y la hacía sentirse toda una mujer. Julia adoraba a su padre, pero pensaba que siempre la vería como una niña. Y ya no lo era.
Habían pasado dos meses desde la última vez que se vieron. Arnold fue a recogerla a la universidad. Ella había dicho a sus padres que iba a ir esa tarde a estudiar a casa de una amiga, así que podrían pasarla juntos. Él siempre se mostraba muy respetuoso. Lo más lejos que habían llegado era a darse un beso rápido en los labios, una sola vez, en la oscuridad de una sala de cine. Normalmente la llevaba a cenar o a algún espectáculo, siempre en otro pueblo, donde nadie los conociera.
Pero esa tarde, Arnold tenía un plan diferente. Condujo hasta su casa con el pretexto de haberse olvidado la cartera. Al llegar, pidió a Julia que lo acompañara adentro un instante. Ella no sospechó nada extraño. Pero, nada más entrar, se dio cuenta de que había cometido un error. Arnold cerró la puerta con llave y se la guardó en un bolsillo de los pantalones.
Julia no pudo hacer nada para evitar que la violara. Luchó cuanto pudo, pero él era demasiado fuerte. Cuando terminó, le dijo que nadie la creería si lo contaba. Y que, si lo hacía, todos pensarían que era una zorra. Incluido su padre. Eso fue lo que la hizo desistir de denunciarle. Que su padre pudiera pensar de ella que era una zorra.
Pero no iba a poder evitar que averiguara la verdad… Estaba embarazada de dos meses. Ya no habría modo de ocultar lo sucedido, porque no tenía intención de abortar. El hijo que llevaba en su vientre no tenía la culpa de que Arnold fuera un desalmado. Él era inocente.
Arnold se había enterado de algún modo. Por eso se inventó lo del trabajo. La llamó por teléfono un par de días antes y le dijo que lo sabía. Ésa era otra de las razones por las que ella no quería quedarse otra vez a solas con él. Temía que intentara hacerle algo de nuevo. Quizá incluso obligarla a abortar.
—No voy a ir con él, papá —dijo por tercera vez.
—Perdónanos un momento, Arnold.
Éste sonrió y dijo «claro», pero Julia vio en sus ojos una furia contenida. Su padre se alejó con ella a cierta distancia.
—¿Por qué no quieres ir? Se trata de tu futuro en la universidad y no es un mal empleo. Tendrás tiempo para todo. No te entiendo, hija. Antes os llevabais tan bien… Te pasabas el día hablando de él. Tu madre incluso llegó a decirme que… Bueno, tonterías —sacudió la mano, desechando la idea.
Arnold y él se conocían desde críos. Para Joseph era como un auténtico hermano.
—¿Qué llegó a decirte mamá? Cuéntamelo, por favor.
—Me dijo que tú y él… —contestó a regañadientes—. Que a veces le parecía que tú y él os traías algo entre manos. ¡Bah! Tonterías.
Julia tomó aire. Su gesto era extremadamente grave cuando dijo:
—Él me violó.
La cara de su padre, por el contrarío, se transformó en una máscara de incredulidad (
ni siquiera él me creyó).
—Eso no puede… —tragó saliva con esfuerzo—: no puede ser verdad. ¿Qué ha pasado entre vosotros para que digas algo tan horrible de Arnold? —Ahora su rostro estaba encendido por la ira—: ¿Eres consciente de lo que significa lo que estás diciendo?
A Julia le ocurrió entonces algo muy extraño. Le asaltó una imagen de sí misma en una circunstancia idéntica. Pero no era un
déjà vu.
En ella, su padre le decía, palabra por palabra, lo que acababa de oír. En su imagen mental rompía a llorar y su padre la abrazaba. A sus diecinueve años, aún era su pequeña. Siempre lo sería.
La visión terminó y Julia volvió al presente. Tenía unas ganas enormes de ponerse a llorar. Pero esa imagen, esa inexplicable sensación de haber vivido ya antes lo mismo… No, no iba a llorar.
Esta vez no,
pensó sin ser consciente de ello.
—¿Por qué iba yo a mentirte, papá?
Él la miró durante largo tiempo. Y luego dirigió la vista hacia Arnold, que le saludó con la mano desde el coche.
—Espérame aquí.
Julia lo vio encaminarse hacia el vehículo aparcado. E intercambiar unas palabras con Arnold que ella no consiguió oír. Segundos después, el vehículo arrancó. Desaparecía a toda prisa por la esquina cuando su padre volvió junto a ella.
—Cuéntamelo todo.
Siete meses más tarde, Julia estaba tumbada en la cama del hospital. Se sentía exhausta como nunca antes en toda su vida. Tampoco antes había sentido un dolor como el que experimentó hacia unos minutos en la sala de partos. Ni nunca había sido más feliz que cuando oyó, por primera vez, el llanto de su hijo recién nacido. Se lo habían llevado para limpiarlo y pronto lo tendría entre sus brazos. Alguien llamó a la puerta, suavemente.
—Puedes entrar, papá.
—¿Cómo sabías que era yo?
Julia se encogió de hombros.
—No lo sé. Supongo que porque siempre estás a mi lado. ¿Y mamá?
—Ahora sube. Ha ido a comprar un refresco y algo de comer.
En ese momento llegó una enfermera con el bebé envuelto en una mantita. Era tan pequeño y frágil… El padre de Julia no lo perdió de vista mientras la enfermera entraba y lo ponía en los amorosos brazos de su hija. En ese momento supo que él y su esposa también lo querrían incondicionalmente, sin importar las circunstancias en que había sido engendrado.
—Es un niño —le anunció Julia, con lágrimas de felicidad en los ojos.
—¿Has pensado ya qué nombre le vas a poner?
Julia sintió de nuevo la extraña sensación que se había apoderado de ella siete meses antes. Pero esta vez fue placentera. En su mente se le apareció el rostro de un hombre de unos treinta y tantos años, con ensortijado pelo rubio oscuro, mandíbula afilada y profundos ojos azules. Lo vio con toda nitidez, aunque estaba segura de que jamás había conocido a nadie con ese rostro.
—¿Estás bien, hija?
—Sí. Estoy muy bien.
—¿Y el nombre? ¿Sabes ya qué nombre le pondrás?
—Sí, papá, ya lo sé. —Se detuvo un instante y luego, sonriendo, añadió—: Voy a llamarle Jack.
«El infierno es repetición».
Stephen King
— FIN —
•
Los miembros del jurado del IX Premio Minotauro, por razones evidentes.
•
José López Lara, por su visión y entusiasmo.
•
Sandra, Guenny y el equipo de Ute Körner Literary Agent (incluida Ute), por soplar en nuestras velas desde diferentes lugares.
•
Clara Tahoces y Javier Sierra, por todo.
•
Rebeca Martín, Alejandro Gómez y José Luis Zurdo, por sus importantes apreciaciones sobre el texto de la novela.
•
El equipo de Ediciones Minotauro, por su profesionalidad y su trabajo.
•
Minerva Segovia, por su buen corazón.
•
Jordi Matamoros, por su cálida amistad.
•
Nicholas Wilcox, por su temple de caballero medieval.
•
Quilo Zapico, Víctor García y el resto de integrantes de WarCry, una de cuyas canciones inspiró una parte de esta novela.
•
Nuestras familias y, en especial, a Ana Meireles.
•
Antonio Rodríguez Galiano, por tener siempre una sonrisa y una palabra amable.