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Authors: Ana María Matute

La torre vigía (11 page)

BOOK: La torre vigía
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Entre los soldados con los que solía yo jugar, o beber, o charlar, había uno que, antes de entrar al servicio de Mohl, combatió en las filas del Conde. Según sus palabras, le conocía bien. Y describía a Lazsko con vivas tintas, asegurando que ignoraba incluso la lengua con que pretendía hacerse entender por sus semejantes. Según le oí, mejor se entendía a Lazsko cuando gruñía que cuando llegaba a formular alguna de las pocas palabras que conocía o que lograban abrirse paso entre sus voraces labios. Al parecer, Lazsko sonreía siempre con expresión tal que, en un principio, tomábase por bondadosa y aun angelical hasta que despertaba las sospechas de si tal sonrisa, en lugar de un afable natural, encubría la más enconada imbecilidad. Vivía retirado en su sombría fortaleza, más allá de las dunas, hacia el este. Corría el rumor y la creencia de que su origen provenía de los pueblos esteparios. Así lo hacían sospechar sus trenzados cabellos, quemados por el sol y el viento, su extraordinaria manera de galopar y casi vivir sobre el caballo —alguien afirmaba que dormía sobre él—, y la manifiesta crueldad de su naturaleza. Este origen —fuera o no cierto— le valía el despego de los demás señores y en especial el de Mohl (que odiaba ferozmente a aquella raza errante y a caballo). Pero Lazsko negaba con gran ira semejante procedencia y hacía grandes alardes de piedad, y aun devoción, hacia la religión cristiana, sus ritos y costumbres —o lo que él tenía por tales—. Sólo se le conocía un verdadero afecto: su ahijado. Según oí a los hombres de mi señor, este jovencito, casi un niño, era tan delirantemente amado por el Conde, que a fuerza de halagos y arrumacos habíale convertido en una suerte de alimaña, de ademanes dulces, tan caprichoso como una doncella y tan feroz como su tío. Pues, con evidente placer, le secundaba en cuantas tropelías imaginaba éste. Y aun, por su cuenta, llevaba a cabo las que le venía en gana.

Entre los muchos atropellos que llevaban ambos a cabo, uno de los más persistentes consistía en un contumaz y obsesivo deseo que les impelía a apoderarse de ciertas tierras pertenecientes al dominio de Mohl. Aunque, según pude atrapar por éste o aquel solapado comentario, tal vez no faltaba razón al supuesto estepario, pues corría el rumor de que, con anterioridad, Mohl se las había arrebatado a él. Por esta razón, las escaramuzas en ocasiones revistieron un carácter sangriento.

Debo señalar que el viento nunca estaba ausente en semejantes circunstancias y ocasiones. Por lo general la disputa comenzaba de esta manera: Lazsko enviaba un hombre, distinguido por su insensatez o su desdicha, con el encargo de propinar puntapiés a unas hileras de tinajas que, hincadas en tierra aquí y allá, marcaban someramente las fronteras que Mohl tenía a bien considerar propias. una vez derribados y aporreados tan arbitrarios lindes, comenzaba la larga cadena de rencillas y resentimientos donde crecía el odio. Mohl no toleraba tal ofensa, mientras Lazsko sustentaba convicciones asaz diferentes sobre el lugar o emplazamiento de tales límites. Trataba de desbaratarlos y a su manera recuperar aquel o este pedacito de tierra con que, si no resarcirse de lo que consideraba (y tal vez era) usurpado, darse, al menos, a sí mismo una pequeña satisfacción por la que brindar con sus gentes, en las frecuentes borracheras de su torreón. Mohl no le daba ocasión a gozar demasiado tiempo de tales delicias. El desdichado o insensato que dio de puntapiés a éste o aquel recipiente fronterizo, lo daba también a su propia cabeza. Las apostadas gentes que mantenía Mohl en constante vigilancia, brotaban de todas partes: de las dunas, de los árboles e incluso —parecía— del suelo. Como energúmenos —así debían parecerle, al menos, al osado o cándido pateador de lindes— se lanzaban tras él, hasta apresarlo y colgarlo del árbol más propicio. La visión de su cuerpo bamboleante excitaba los ánimos al otro lado y, a su vez, gentes de Lazsko caían sobre los chamizos o los villorrios esparcidos en tierras de Mohl. Incendiaban, mataban y robaban. Cometían todo cuanto desafuero pasaba por sus mentes, o se ofrecía sin dificultades mayores a su rencor y rapiña. Iniciábase entonces entre ambos bandos una lucha dispersa y entrecortada, pero sañuda. Mas según dijo aquel soldado, la verdadera razón, el sueño dorado que propagaba Lazsko durante sus enconadas borracheras —únicas ocasiones en que, al parecer, lograba hacerse con un puñado de palabras, más o menos razonablemente dispuestas— era llegar a enfrentarse algún día en duelo cuerpo a cuerpo con el propio Barón. Éste, empero, hasta el presente jamás le dio ocasión para desahogar anhelos tan largamente acariciados. Dirimía Mohl estas cuestiones, enviando a mis hermanos frente a un puñado de gente armada. Y en verdad que éstos eran quienes más rápida y eficazmente solucionaban tales incidencias y los que más pronto regresaban, ondeando una ensangrentada y escuálida paz, que, dadas las circunstancias, conseguían lo más duradera posible.

Mezcladas a estas cosas, fui percibiendo en las charlas de aquellos hombres una suerte de entendimiento, hecho de alusiones y sobreentendidos, con que aludían frecuentemente a alguna cosa, suceso o persona para mí ininteligible. Y que, no obstante, flotaba en el aire todo de aquel castillo. Según pude ir entendiendo, su causa era del dominio de todos aunque permanecía silenciada. Una oscura burla, al tiempo temerosa y osada, serpenteaba a través de estas charlas y alusiones. Y yo percibía su naturaleza, tan evidente y tan enigmática a un tiempo. A la par que una confusa y nada razonada inquietud, sentía invencible necesidad de conocer lo que se me ocultaba tras la sutil niebla que envolvía sus comentarios. De mi señor se trataba, sin duda alguna, pero se me hacía muy extraño y contradictorio descubrir un aleteo de burla —por temerosa y aun siniestra que la presintiera— tocante a un hombre como él. Pues a fuer de temido y respetado por su valor y temple era a todas luces admirado por aquellos hombres. Tal misterio me instaba a menudear las visitas a la guardia, las partidas de dados y las libaciones en su compañía. Aunque cada día me atraían menos los juegos de azar y la cerveza agria y áspera que ellos ingerían no ofrecía particular encanto a mi paladar.

Un día de frío muy intenso y cielo tan oscuro que siendo aún la primera tarde, parecía de noche, mi señor salió a caballo sin compañía alguna. Comenté con los soldados la extrañeza que estas solitarias salidas me causaban, pues había notado que solían producirse en días semejantes. Tuve ocasión entonces de escuchar un curioso comentario, seguido de una sonrisa que, más que tal, semejaba un relámpago de terror:

—Va en busca de carne fresca... ¿no hueles el viento?

Quedé muy impresionado ante aquellas palabras y me dije, estremecido, que tal vez más de un ogro habitaba entre aquellas paredes.

Al amanecer del día siguiente el viento pareció detenerse, como acechante. Un gran silencio se adueñó de cada rincón y de cada hombre. Desperté junto a mis compañeros, sobresaltado por el clamor que venía de lo alto. Por sobre la muralla, desde la torre vigía, llegaba el ulular del cuerno que avisaba el avance de gentes armadas y probablemente enemigas, en la brumosa lejanía de la pradera.

Apenas se había extinguido la llamada de alerta, sentí que una invisible espada me rasgaba de la cabeza a los pies, partiéndome en dos mitades. Y a mis pies se recortó una dura sombra, muy negra, junto a la lívida blancura del amanecer. Sin saber cómo —o sin poderlo recordar ahora— me hallé fuera de la sala donde dormían los jóvenes escuderos, y en el centro del patio de armas. Oía las voces y las pisadas de los soldados que corrían a sus puestos; las campanas de las villas, que llamaban a las gentes; el crujir de las ruedas de los carros, y los gritos de los campesinos, que acudían a refugiarse tras las murallas del castillo. Todo esto, empero, se deslizaba sobre mí como una lluvia leve, carente de importancia. Empuñaba la espada, así el escudo con fuerza y busqué, ansioso, una conocida silueta.

Al fin lo vi, erguido sobre la nieve, muy alto y casi negro entre sus pieles. Corrí hacia él, y cometí la más grave osadía de mi vida pues, como en sueños, me oí decir:

—¡Déjame combatir a tu lado, señor...!

No tenía conciencia de cómo ni por qué me hallaba ante él, con la espada y el escudo tan fuertemente asidos, temblando de ira, una ira que no lograba encauzar, ni tan sólo reconocer. Sabía que mi actitud podía acarrearme la expulsión del castillo, o aún algo peor. Pues mi mente no se mostraba confusa, en ese sentido. Sin embargo, allí permanecía, firme y aun agresivo, mirando el rostro de quien jamás había vuelto hacia mí sus ojos. La barba castaña y corta, las mandíbulas agudas de mi señor parecían talladas en algún mineral muy antiguo y súbitamente reconocido por mí. Entre sus párpados erraba la opaca sombra que tantas veces me inquietara: allí donde, en lugar de mirada, parecía abrirse una sima sin fondo.

—Vete —respondió, sin ira ni paciencia. Su voz formaba parte de aquel remoto y reconocido mineral de que estaba hecho.

Pero insistí, presa de una fría exasperación:

—¡Déjame combatir a tu lado!

No sé cuánto tiempo estuve así, aguardando que ocurriera algo. Sólo recuerdo una distancia inmensa, cubierta por la nieve, en cuyo confín se alzaba la estatua viva del Barón Mohl.

Al fin le oí:

—Los escuderos que no han sido armados caballeros, no pueden combatir. No obstante, monta tu caballo y sígueme: nadie sino tú portará mis armas y mi escudo.

Sólo cuando salté sobre Krim-Caballo y avancé a su lado, hacia la muralla, advertí la gran temeridad que acababa de realizar, y sentí sobre mí el odio de innumerables ojos: los escuderos habituales de Mohl, me harían pagar cara tal acción. Sentía cómo el odio extendía su sombra sobre la nieve, lenta y mansamente, tal y como invade la luz del día el firmamento nocturno y borra de él toda estrella. Así, cubrió y arrebató cuanto alcanzaban mis ojos. Mezclóse en mi ánimo una tersa e inmensa soledad y una distancia sin posible fin crecía en torno al Barón y mi persona. Hasta que tan gran asombro y lucidez fue hollado (en verdad pisoteado) por el galope de los caballos que montaban mis hermanos.

El mayor se acercó a mi señor, con las primeras noticias:

—El Conde Lazsko envía dos emisarios, en son de paz. Él aguarda con gente armada en la pradera, mas no tiene ánimo de lucha. Sólo reclama, y repite sin cesar, un nombre.

Clavó luego sus ojos en mí, con tal aborrecimiento, que sentí mi cuerpo y espíritu desplomarse de un golpe.

De nuevo un terror nacido de mis propios huesos (o así me lo parecía) me obligó a apretar las mandíbulas hasta el dolor, para no sentir el convulso entrechocar de mis dientes. Y hundí las rodillas en los flancos de mi montura. Con gran esfuerzo, mantuve aún el cuerpo erguido, pero como si éste no fuera mío. Y así pude contemplarme caído en una zanja, derrotado por una oscura voluntad más alta y más feroz.

Aquel día comenzó mi verdadera historia. Muchas veces, después, intenté reconstruir el frío de la mañana, la luz de la nieve, la silueta de las almenas en el silencio de un espacio blanco, sin viento ni confines. Pero nada más consigo retener en mi memoria.

No hubo combate alguno. Tal como dijo mi hermano, el Conde Lazsko reclamaba —en verdad mendigaba— únicamente un nombre. Un nombre que nadie conocía (o nadie quería reconocer). Desde la pradera, lanzaba Lazsko su grito, tan terco como inútil: jinete espectral, cargaba su furia desolada contra las murallas del castillo de Mohl; y el eco lo devolvía, convertido en huella, misterioso guerrero a cuyo desafío nadie respondía.

Aun mucho tiempo después de que Mohl, a través de mis hermanos, le diese su palabra de que nadie en sus tierras conocía a aquél a quien con tanto ahínco suplicaba, Lazsko permaneció allí clavado en la ventisca que, a poco, sacudió el cielo y la tierra. Patético y temible a la vez, Lazsko aguardaba la sombra de unas pisadas, de una voz acaso, en el huracanado invierno de la planicie.

Así perdió la única ocasión que, hasta el momento, se le ofreciera de realizar su viejo y acariciado sueño: combatir en duelo, cuerpo a cuerpo, con su aborrecido y admirado Mohl. Pero este sueño, parecía ser ya de todo punto indiferente, o ajeno, a él. Y aún se oyó largo rato, sobre el río helado por donde desfilaban los soldados, de regreso a las dunas, su voz desgarrada, que mezclaba al viento un nombre, tan hambriento y pavoroso como el aullido mismo de los lobos.

No recuerdo más porque, a poco, me caí del caballo. Y me sumí en una especie de fiebre, rodeada de tinieblas, donde sólo se oía el inconfundible galope de tres jinetes, que muy bien conocía: acercándose y alejándose, sin cesar, en mi delirio.

Al fin, con un júbilo bestial (al que gozosamente respondí), entró en mi noche la ogresa y me arrastró, una vez más, al sangriento —aunque ya muy deseado— torrente de sus dominios.

VI. Los dioses perdidos

Desperté confortado por un gran fuego, en una cámara limpia y abrigada. Los muros aparecían cubiertos de pieles y tapices. Y junto a ellos, distinguí muchos cofres de madera tallada y bellos herrajes. En lugar de las estrechas ranuras acostumbradas, sus ventanas eran tan amplias como jamás viera, cubiertas con vidrios de color verde claro. Estaba tendido en algo blando y muelle, volví la cabeza y con un sobresalto descubrí ciertas pieles negras, veteadas de plata azulada, que me eran harto conocidas. Cerré los ojos y deseé retroceder a un mundo inexistente, donde me alejara en la nada y me sumiera, al fin, en ella. No tenía valor para mirar a mi señor, ni para mantenerme en su presencia. Y comprendí que aquélla era la otra mitad de la cámara a donde solía arrebatarme la ogresa. Por lo tanto, era en la propia cámara del Barón donde me hallaba, por lo que no salía de mi estupor.

Cuando tuve valor para abrir los párpados, descubrí a un extremo de la habitación un lecho muy amplio, cubierto por dosel y cortinas, con bordados de pájaros azules y verdes, muy bellos. Entonces oí una risa apagada, casi un murmullo, e incorporándome alcancé a distinguir, sentados en el suelo, dos muchachos muy jóvenes y una niña casi tan rubia como yo. Jamás había contemplado, ni fuera del castillo, ni en el castillo, ni en parte alguna, seres tan hermosos ni tan extraña aunque lujosamente adornados: con cintas y flores por todas partes de su cuerpo. En rigor, estaban desnudos de otra cosa, lo que explicaba el enorme fuego que allí ardía. Empecé a creerme víctima de una alucinación, o embrujo: tal como había oído relatar, durante las veladas, a algún insensato —así lo juzgué, torpemente— a quien no diera excesivo crédito.

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