Authors: Mercedes Gallego
Diego reía para sus adentros al pensar en la cara que pondría el policía que custodiaba el calabozo si veía aparecer al vidente vestido de Mago Merlín.
Con la seguridad rebosando por todos sus poros, sabiendo que su señoría no le dejaría en la estacada, Mefisto acompañó al inspector Valverde, rogándole que no le pusiera las esposas.
—Lo siento, «eminencia», para eso tendría que haber venido con policías armados. Se las pondré «flojitas» para que no le hagan daño —Diego disfrutaba humillando al falso vidente.
Candela había estacionado el coche en el mismo punto de la plaza en el que habían encontrado los tres cadáveres, sin embargo, cuando Diego apareció con Mefisto esposado, no supo si la cara de estupor del vidente se debía al lugar o a las esposas.
Mefisto permaneció en silencio hasta que aparcaron en la puerta lateral de la Jefatura; Diego lo condujo hasta una sala de interrogatorios mientras Candela se ocupaba de aparcar el coche en los espacios reservados. Antes de conducirlo a la sala de interrogatorios, le permitió utilizar el teléfono para llamar a su abogado.
Mefisto levantó el auricular, pero no fue a su abogado a quien llamó, sino al marido de la clienta a la que habían robado, en la puerta de su consulta.
Acto seguido entraron en la sala de interrogatorios.
Mefisto ocupó una silla frente a Diego, que no pensaba comenzar el interrogatorio hasta que Candela no estuviese presente, porque a pesar de haber leído todos los informes del caso, estaba seguro de que la inspectora conocía los detalles del día a día que no era posible reflejar en el encorsetado lenguaje oficial. El inspector Valverde pasaba hojas del expediente del caso que había depositado sobre la mesa. La puerta se abrió y Candela ocupó una silla junto al inspector. Mefisto hacía esfuerzos para mantener el silencio. La inspectora no le dio tiempo para tomar la iniciativa.
—Ya ve usted que mi compañero de trabajo no me ha quitado el puesto —dijo con sorna recordando su última visita.
—Usted ríase, que dentro de muy poco no le quedarán ganas de hacerlo.
—¿Esto es una amenaza o una premonición?, porque con usted nunca se sabe. Pero no intente despistarme y responda a las preguntas que tenemos que hacerle. La primera de todas sobre Cayetana Romero: ¿cuándo empezó a trabajar para usted? Y lo que es más importante: ¿cuándo dejó de hacerlo?
—¿Y para eso me han traído aquí? Yo no sé nada de asuntos domésticos, es mi secretario quien que se ocupa de este cometido. Será mejor que se lo pregunten a él.
Candela miró a Diego que, como ella, pensó que no sería mala idea interrogar al empleado.
—Pues ahora que lo dice —intervino Diego—, mientras vamos a buscarlo usted se queda esperando en la suite del fondo.
Lo condujeron al calabozo y ellos volvieron a por el secretario.
El juez merodeaba por su despacho en los. Doblaba turnos, se ofrecía para las guardias, agilizaba los juicios y se comportaba como un becario que tuviera que ganarse la plaza en vez de cómo un veterano a punto de la jubilación. Sus compañeros lo habían notado y se reían de él diciéndole que el día que se jubilase perderían un buen chollo.
¿Qué podía hacer él? Ese iluminado de pacotilla estaba acabando con sus nervios; apenas dormía desde el día que recibió su visita. ¡Cómo podía haber sido tan ignorante su mujer! Ir a contar sus problemas a un charlatán, a un delincuente…
Tres semanas. Hacía tres semanas él todavía soñaba con un retiro dorado en su casita de Alicante. Vendería el piso de Barcelona y se iría a vivir allí de las rentas con Leonor, pero ahora ya no lo deseaba. Lo único que deseaba fervientemente era que su mujer muriese de un síncope. Pensar que él había creído que la extraña receta que le había permitido funcionar como un chiquillo algunos días procedía de un charlatán… A saber qué era la mierda que se había tomado.
Recostando la cabeza en el sillón evocó el primer día que había hablado con el funesto personaje que hacía pocos minutos se había tomado la libertad de pedirle un abogado para dentro de media hora. El muy imbécil debía pensar que él guardaba abogados en los cajones. Había conseguido tranquilizarlo diciéndole que no se preocupase, que las acusaciones irían a su mesa y él sabría muy bien qué hacer con ellas.
La llamada de una nueva incidencia como juez de guardia le hizo dar un bote en el sillón; temía que de nuevo fuese el vidente. Afortunadamente no lo era, sólo había que levantar un cadáver. ¡Qué tontería lo de levantar un cadáver! Ni que los jueces fuesen Jesucristo, que con la frase de «levántate y anda» pudieran devolver la vida. Ellos lo único que hacían era firmar para que el desgraciado de turno iniciase su último viaje, o tal vez el penúltimo, porque todos tenían una parada antes de la última: unos, el depósito esperando la autopsia, y otros a las salas donde los afligidos velaban junto a unos despojos que antes eran un familiar.
Los recuerdos volvían a borbotones. Aquella mañana del doce de octubre él estaba tranquilo; la noche anterior había sido memorable. A lo mejor sí eran el mejunje que le suministraba Leonor, pero ahora lo veía claro. No. No era ningún producto el que permitía a su flácido miembro recuperar el vigor, sino la creencia de que podía hacerlo. La vieja sugestión, la fe que mueve montañas, esa fue la causa de su vigor, porque desde aquel aciago doce de octubre, día de la patrona de España, para más inri, por muchas pócimas que tomase no conseguía nada. ¿Pero cómo pudo haberle hecho esto la Patrona? A él, que había dedicado su vida a su patria condenando a miserables que perturbaban la tranquilidad.
Ese día estaba de guardia; las cosas discurrían con cierta tranquilidad hasta que el de la centralita de los juzgados le pasó una llamada de un individuo que insistía en hablar con él de un asunto muy personal que el juez le había encargado. El error fue de la centralita, por pasarle la llamada… Pensaba el juez con los ojos fijos en el humo de un cigarrillo que se volvía ceniza entre sus dedos.
Le dijo que bueno, que estaba de guardia y que viniese a verlo. Maldita la hora…
El individuo no le había dado su nombre, sólo le dijo que se llamaba Mefisto y que era vidente, pero eso no tenía importancia. Lo peor fue lo demás…
No recordaba el día exacto, pero sí lo que sintió, porque volvió a sentirlo muchas veces. Se acostaron temprano para hacerlo, como todos los viernes. Hacía ya muchos años que lo hacían los viernes. Ni él ni Leonor lo habían decidido, sin proponérselo se había creado la costumbre y ambos la aceptaron sin decir nada. Nunca hablaban de estas cosas, no eran temas para una mujer, mucho menos con la suya.
Aquel viernes fue diferente. Leonor se esmeró lo que pudo, como siempre, sus caricias no sirvieron para nada. Ni siquiera él, tocándose con ritmo frenético lo conseguía. Nada. No podía creerlo, no hacía ni un mes que sólo al sentir la mano de su mujer su cuerpo respondía agradecido a las caricias y Leonor disfrutaba su recompensa. Como había hecho desde que se casaron hacía ahora treinta y dos años; si los hijos no habían venido sería por ella, el Señor debió de castigarla por algo haciéndola estéril.
Pero ese día no. Le dolía la mano por mantener el mismo y rítmico movimiento sin conseguir nada más que irritar su miembro que se negaba a despertar.
Malhumorado se dio media vuelta y se dispuso a dormir. Leonor hizo lo mismo que otras veces: subirse el camisón hasta debajo del pecho, sentarse sobre el bidet, lavarse, ponerse las bragas y regresar a la cama donde, como siempre, su marido, ya dormía. No le hizo reproches, pero él la miró de reojo y creyó ver una sonrisa hilarante dibujada en su boca.
Aquel sábado no la llevó a comer fuera; se inventó una excusa y se marchó. Nunca había ido con una puta, pero era la única forma de comprobar si su cuerpo todavía respondía antes de volver a hacer el ridículo con su mujer. Lo único que consiguió fue hacer también el ridículo con una prostituta, aunque a ésta no le importó lo más mínimo porque el juez pagó lo convenido.
Pero a él sí que le importó. Aquella noche no pudo más y habló con Leonor, para quien la experiencia no había supuesto ningún trauma, ni siquiera le había importado, y así se lo dijo. «Podemos disfrutar de muchas maneras, querido». Estaría bueno, él no estaba dispuesto a cambiar su forma de disfrutar. «Leonor ha leído muchos panfletos de esas feministas enloquecidas que quieren ser como los hombres», —pensaba el juez con desesperación.
—¡Me cago en la leche! —Se había quemado los dedos porque el cigarrillo se había consumido.
¿Cuánto tiempo hacía? Casi dos años, sí, porque le faltaba poco para cumplir los sesenta y dos. «Son cosas de la edad, de la próstata», le había dicho el médico de cabecera. Vete al urólogo a que te mire…
¡Ni pensarlo! iba él a acudir a una consulta en la que le meterían un dedo por el ano. ¡Qué asco! Como un vulgar maricón. Seguro que los médicos que se prestaban a hacerlo lo eran, porque a ver, ¿qué médico normal iba a estudiar una especialidad en la que tuviera que meterle el dedo por el culo a sus pacientes?
Hasta que, unos meses antes, a Leonor se le había ocurrido la idea de visitar ella sola a un médico, por su cuenta y sin pedirle permiso. Si él lo hubiese sabido nunca lo habría permitido —le dijo cuando tuvo el remedio milagroso—, «no es por mí, querido, es por ti, para que no estés preocupado, que desde que pasó 'eso' has cambiado».
Pero ¿cómo no iba a cambiar? Desde aquel día funesto que le ocurrió «aquello», miraba con ansia los pechos y el culo de todas las funcionarias que pasaban por su despacho a ver si se le ponía dura, pero nada. Ni siquiera con las jovencitas que en verano llevaban camisetas sin mangas con los pezones marcándose a través de ella.
¿Había valido la pena? No. A pesar de todo, no.
Cierto que el primer día que apareció con aquellos polvos mágicos metidos en una bolsita que debía tomar disueltos en leche porque era mejor para el estómago, la cosa había cambiado; al principio se rebeló, pero al final optó por tomarlos. ¡Dios! Qué noche. ¡Dos veces! Pudo hacerlo dos veces, y como si tuviera veinte años. También era cierto que la primera se corrió sin apenas darle tiempo a entrar, pero enseguida se recuperó sin tener que tocarse ni nada, parecía que su miembro tuviera vida propia. La segunda sí disfrutó. Hasta le pareció ver que Leonor se ponía roja y se movía un poco, como si a ella también le gustase.
Volvió a sentirse hombre. Volvió a sentirse importante. Cuando ella regresó del baño aquella noche, él no estaba durmiendo, sino fumando un cigarrillo henchido de placer mirándola con arrobo. Fue allá por febrero, sí, más o menos, ahora no lo recordaba. Siete meses de placer, pero no sólo sexual. De placer de volver a sentirse normal, un hombre completo.
Pero desde el doce de octubre ni la «medicina» pudo devolverle su hombría, desde que aquel desgraciado había entrado en su despacho exigiéndole favores a cambio de no divulgar su problema.
Cuando se marchó, le entraron ganas de matar a su mujer, toda la culpa había sido suya. La muy viciosa… Cuando lo pensó mejor rectificó. No. A ella estas cosas le dan igual, lo ha hecho porque yo estaba amargado. ¿Y qué le digo? ¿Que el fulano ha venido y me hace chantaje?
Decidió callar. Esto tenía que solucionarlo él con otros métodos. Lo mejor sería quitar al vidente de la circulación, ya encontraría la forma. No podía perder la calma, ahora no. Su impotencia ya no era el problema, ahora tenía cosas más importantes que resolver.
Pero la Virgen no lo había abandonado. La suerte estaba de su parte; el asunto del inspector ponía al comisario a sus pies. Total, tampoco era tanto pedirle que dejase en paz al vidente. ¿A quién podía importar que tres muertos de poca monta quedasen sin resolver? Dos jubilados y una fregona no podían terminar con su vida. El comisario lo entendería, eso sí, no tenía más remedio que contarle «su problema», confiando en su discreción. Seguro que lo comprendía, al fin y al cabo, era un hombre.
La culpa era de la estúpida de su mujer —continuaba reflexionando el juez—. ¿A quién se le ocurre ir a un vidente? Claro que durante unos meses el remedio algunas veces había dado resultado, eso era lo malo, que tendría que renunciar a él. Si aquel día no funcionó fue por los nervios que tenía, pero no podía ser sugestión. Algo habría en aquel dichoso producto. Todavía le quedaba una dosis en el frasco, tal vez si lo mandaba analizar conseguía conocer la fórmula y podía prescindir del brujo, que ahora estaba detenido esperando ser interrogado. No quería ni pensar que se le ocurriese decir algo a los inspectores, seguro que si lo hacía podían relacionarle con el muerto que le habían colocado al inspector Romeu y no sería justo. Él no tenía nada que ver con el asunto del policía, se lo había puesto allí el destino para poder cambiar favores con el comisario.
El secretario de Mefisto no se extrañó cuando el inspector irrumpió de nuevo en el gabinete del vidente. Sin pestañear extendió las manos para que le pusieran las esposas y se dejó conducir al coche con una sonrisa cínica. El camino hasta la jefatura discurrió también en silencio. Diego intercambió una mirada cómplice con Candela para que no preguntase nada, ambos eran partidarios de empezar la «conversación» en la sala de interrogatorios que intimidaba por su aspecto poco acogedor; mejor todavía si pasaba un par de horas en el calabozo.
Eso hicieron. En uno de ellos se hallaba Mefisto, que después de haber llamado al juez, exhibía una sonrisa relajada convencido de que su paso por la jefatura se convertiría en anecdótico. Miró a su secretario con displicencia cuando pasó ante él. Sin embargo, el cinismo de Fernando Ruíz, su secretario, se había esfumado, y el miedo comenzaba a asomar por su mirada. A los inspectores no les pasó desapercibida la actitud de ambos.
—Muy tranquilo está el gurú, deberíamos comprobar a quién ha llamado —comentó Diego.
—Supongo que a casa de su abogado, entre pitos y flautas se ha hecho la hora de comer —respondió Candela—. De todas formas, vamos a comprobar el número.
Para llamar al exterior desde las dependencias policiales era necesario marcar primero el cero para obtener línea, lo que permitía un registro de las llamadas. No tardaron en hacer conjeturas.
—Tenemos que hablar con el comisario inmediatamente —dijo Candela—. El número es de la casa del juez que instruye el sumario por la muerte de la amiga de Manel.
—¿De qué conocerá este individuo a un juez de instrucción? —respondió Diego.