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Authors: Mercedes Gallego

La trampa (27 page)

BOOK: La trampa
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—Me parece que se pueden atar cabos. A lo mejor es su mujer la clienta que conocí. A la que le robaron el bolso, ¿recuerdas?

—¿La mujer del juez que instruye el sumario de Miriam?

—No te lo puedo decir con seguridad si es de este juez o de otro, pero me da la impresión que es el mismo. Vamos a llamar nosotros a su casa y preguntamos por Leonor.

—¿Leonor? ¿Quién es? No sé de qué me hablas.

—Claro, entonces no estabas en el caso. Te cuento:

Puso al corriente a Diego del incidente que protagonizó en la puerta de Mefisto con la mujer a la que le habían robado el bolso. El inspector permaneció unos minutos pensativo.

—No sé, Candela. Pero esto no quiere decir nada. ¿No pensarás que un juez va a ordenar matar a una persona por…?

—¿Por qué? Eso es lo primero que tenemos que averiguar. De momento vamos a ver si la mujer es la misma, luego pensamos algo.

El juez respondió al teléfono, pero antes de que su mujer pudiera ponerse, Candela ya había colgado.

Capítulo 12

No buscó un abogado para el vidente, él mismo solucionaría el problema para siempre. Lo primero que tenía que hacer era ir a ver al comisario.

Un policía uniformado anunció la visita, que no sorprendió a Salgado, después de que Candela le hubiera informado que la llamada de Mefisto no iba dirigida a su abogado sino al magistrado. Se puso de pie para recibirlo y señaló con un gesto la silla al otro lado de la mesa.

—Verá usted, comisario. Es un asunto muy delicado de índole privado y le agradecería la máxima discreción. Tiene usted que ayudarme.

«A ver por dónde me sale», pensó Salgado.

—Usted dirá —respondió el comisario sin afirmar o negar la discreción solicitada por el juez.

—Bueno, no sé cómo empezar. El caso es que desde hace unos años… Ya tengo sesenta y cuatro, ¿comprende? —el juez guardó silencio buscando las palabras para seguir y, después de titubear, decidió hablar claro—. Vaya, que no se me levantaba.

Salgado lo miró atónito intentando comprender que tenía que ver su impotencia con los temas oficiales. El juez continuó hablando.

—Mi mujer, ya sabe usted cómo son las mujeres. ¿Es usted casado?

—Ya no —se limitó a responder el comisario.

—Bueno, pero ya sabe a lo que me refiero. En cuanto uno, por edad o lo que sea, no «cumple», dejan de tomarte en serio, ya me entiende. Aunque si he de serle sincero, sí que me volví un poco irascible. Además, pasaba el día en el juzgado. No le digo más que me ofrecí voluntario para las guardias… Bueno, el caso es que Leonor, Leonor es mi mujer, como le decía, se fue a ver a un vidente para pedirle un remedio. Ya se puede usted imaginar el resto.

—Será mejor que me lo cuente usted —respondió el comisario.

—Pues eso, que el individuo, seguramente consiguió sonsacarle que era la mujer de un juez y el fulano me hizo chantaje. Amenazó con divulgarlo en el juzgado. Se trata de Mefisto, como ya se habrá imaginado usted.

Salgado respiraba hondo para contener la ira antes de responder al juez.

—¿En el juzgado? ¿Mefisto conoce gente allí?

—Por lo visto sí, pero no me ha dicho a quién. Debe ser algún funcionario, mejor dicho, funcionaria, porque a ver qué hombre como Dios manda va a ir a un tipo así; sí, seguro que es alguna funcionaria que va al brujo, me juego lo que usted quiera que pudo ser la que se lo recomendó. El caso es que le dio a Leonor unos polvos medicinales que dicho sea de paso, funcionaron. Yo no supe de dónde los sacaba, ella me dijo que de un médico, pero el día del Pilar el fulano se presentó en el juzgado diciéndome que la policía le estaba acosando con el asunto de unos muertos que habían aparecido cerca de dónde él vive. Me juró y perjuró que no tenía nada que ver, que él no los había matado, pero que tiene miedo de que ustedes le cuelguen los asesinatos.

—Así que orquestó usted todo el tinglado en el que se vio envuelto el inspector Romeu para…

—¡Ni se le ocurra pensar eso! Hasta ahí podíamos llegar. Yo me encontré con el asunto porque estaba de guardia y lo aproveché. Me crea usted o no, yo no tengo nada que ver con ese desagradable asesinato. Lo que ocurre es que el vidente me había descrito a los policías que iban tras él: un melenudo con barba y una chica con aspecto de extranjera. Ella no sé quién es, pero el melenudo no podía ser otro que el inspector Romeu. Mi único delito ha sido aprovechar la oportunidad que se me brindaba. Usted es el jefe de la Brigada, por lo tanto, el responsable de cerrar un caso cuando lo crea oportuno. Lo único que le pido es que dé carpetazo. Al fin y al cabo, son tres desgraciados y en el Barrio Chino, tampoco es que la ciudad lo vaya a sentir mucho si quedan sin resolver.

—Lamento decirle, señoría, que no pienso ceder ante ningún chantaje. Haga usted lo que estime conveniente con el caso del inspector Romeu, pero no cuente conmigo para nada.

Salgado, poniéndose de pie dio por zanjada la reunión.

El juez miraba con desesperación al comisario intentando quemar el último cartucho.

—¿Y si le ofrezco la posibilidad de conocer a las personas que llamó Mefisto cuando se ordenó la intervención de su teléfono?

—¿Quiere usted decir que existen?

—Bueno, puede obtenerlas si emito la orden desde el día que usted la solicitó. Siempre podemos decir que no se envió a tiempo a la Brigada de Información. Deje en paz al vidente y yo le ayudo a resolver el caso.

—Por lo que veo, está usted muy seguro de que Mefisto no tiene nada que ver en esas muertes.

—Sí que lo estoy. Usted lea las grabaciones y luego opine, pero quite a su gente de encima del vidente —en tono suplicante continuó—. Se lo ruego, comisario. Me quedan unos meses para jubilarme y no quiero pasar a la historia con un sambenito de impotente. No lo soportaría.

Salgado valoraba la situación; si desoía las súplicas del juez y éste se llevaba por delante al inspector, él le seguiría de inmediato. El juez no tenía nada que perder, estaba desesperado y sería capaz de decir que había sido la policía la que le había pedido ayuda y él no había hecho más que brindársela, pero que luego se había arrepentido. Ya se había llenado de mierda, unos días más no la harían crecer. Claro que él también pondría sus condiciones.

—Hagamos un trato: yo dejo en paz a su vidente y usted deja en paz a mi Brigada. Para empezar, ¿por qué pidió al jefe superior que los inspectores Morell y García llevasen el caso?

—Porque todos conocemos a la pareja. En los años que llevo en la judicatura, he actuado muchas veces y he conocido pocos funcionarios más vagos que ellos. Sabía que no harían nada y de esta forma, yo podía ofrecerle a usted algo cuando acudiera a pedirle ayuda. Si deja pasar los días, cerraremos el caso del inspector Romeu por falta de pruebas, admitiré su declaración sobre el robo del arma al policía, y asunto concluido.

—¿Y por qué no hacemos otra cosa? Retiro del caso a los dos inspectores que lo llevan y pongo gente de mi confianza. No me seduce la idea de cerrar un caso de la manera que usted propone. Siempre quedará una duda sobre la honorabilidad del inspector y él no estará de acuerdo. Puedo asegurarle que la inocencia del funcionario está fuera de toda dura. Por supuesto, me entrega usted las escuchas omitidas. Si como dice el brujo no tiene nada que ver en las muertes, no se preocupe, quedará al margen. Eso sí, como se demuestre que es culpable de algo, no le prometo nada.

—Está bien, comisario. Me tiene usted en sus manos. Es curioso, parecía que yo le tenía a usted y en un momento se ha dado la vuelta todo. No sé si he hecho bien en venir a verle en vez de actuar por mi cuenta para resolver este desagradable asunto —el juez se arrepentía de haber visitado al comisario, pensando que hubiera sido mejor seguir su primer impulso.

Cuando terminó la reunión, ambos quedaron sumidos en un mar de dudas. El juez, que había considerado la posibilidad de ofrecer dinero y una nueva identidad al vidente para que iniciase una vida nueva fuera de España, se arrepintió de haber acudido al comisario. Claro que para llevar a cabo sus planes debía vender la casita de la costa, en la que pensaba pasar su jubilación. Tal vez hubiera valido la pena en vez de ponerse en manos de un individuo como el comisario que se las daba de honrado. ¿Honrado un policía? Sería el primero que se encontraba… pero ya era tarde para retroceder, ahora había que esperar acontecimientos.

Por su parte Salgado se arrepentía de su decisión de haberle hecho caso al juez cuando decidió tapar la situación vivida por Manel. ¿Cómo había podido caer en algo así? Al menos ahora, recuperadas las riendas del caso, era el momento de trabajar firme para desenmascarar a quien le había tendido una trampa al inspector. Levantó el teléfono y llamó a Candela que estaba en la sala de interrogatorios con el secretario del vidente. Vázquez contestó al teléfono.

—Tomás. Ven a mi despacho y tráete a Candela y a Diego contigo.

—Están interrogando al brujo y a su secretario, ¿es urgente?

—Muy urgente. Y que pongan en libertad a esos dos. Ya os explicaré.

—¿A Diego también quieres verlo?

—Sí. Lo necesito con Candela para el caso del bar en el que está implicado Manel.

El malestar que había experimentado Candela cuando Salgado ordenó la libertad de los dos detenidos, se tornó en satisfacción cuando conoció los motivos y la decisión de su jefe de retomar el control de la Brigada quitando de en medio a los dos inspectores que llevaban el caso, asignándoselo a ella y a su nuevo compañero, Diego.

El inspector Diego Valverde era un hombre curtido al que nada cogía por sorpresa. Comprendió la postura del comisario cuando, para defender a un policía a sus órdenes, había comprometido su actuación ante un juez.

Mefisto por su parte, abandonó ufano la Jefatura creyendo que, mientras tuviese al juez sometido a sus deseos, no tendría que preocuparse por nada.

La tarde empezaba a declinar cuando un policía nacional procedente del juzgado, entregó al comisario Salgado un sobre en el que figuraba la orden de intervención telefónica con la fecha solicitada, desde el dieciocho y no el veintidós de octubre. Después de leer las transcripciones que la Brigada de Información le entregó sin objeciones, miró el reloj. Los inspectores ya se habían marchado. Guardó las transcripciones de las escuchas en un cajón bajo llave y abandonó la Brigada por primera vez en muchos días con un aire triunfante.

La proximidad de la fiesta de Todos los Santos, no era el momento ideal para comenzar una investigación; la mayoría de los inspectores desaparecían a medio día del miércoles porque la festividad caía en jueves y se despedían hasta el lunes.

Candela y Diego decidieron comenzar la jornada tarde porque la mayor parte del trabajo deberían realizarlo de noche. Diego estaba exultante. Por primera vez un comisario confiaba en él para un asunto delicado. Por unas o por otras, tal vez porque durante un tiempo había abusado de los carajillos, o quizás porque se pasó con el pluriempleo cuando sus hijos eran pequeños, o por su aspecto desastrado… No lo sabía, el caso era que durante mucho tiempo había pateado las calles del Chino solucionando peleas, borracheras, tirones y broncas. Era su momento, tarde, pero al fin llegaba. No defraudaría la confianza de su nuevo jefe. Apenas llevaba un año en el grupo y hasta ese día no había participado en ninguna investigación importante y ésta lo era. Probablemente nunca volvería a tener la ocasión de demostrar que él era un buen policía. Seguro que si lo resolvía, conseguiría una felicitación y su hija se sentiría orgullosa de él.

Cuando llegó a la Brigada, Candela ya estaba en la sala de inspectores.

—¿Qué te parece esto?

Candela mostró al inspector las transcripciones del teléfono de Mefisto que Vázquez le había entregado hacía unos minutos.

—¿Qué es esto?

—Las conversaciones que faltaban. No te lo pierdas; resulta que el prestamista está metido en el ajo. Lo malo es que tenemos que andar con pies de plomo con gurú.

—De momento —sentenció Diego.

—Sí, de momento —repitió Candela—. Hasta que hayamos aclarado qué pasó en el bar donde actuaba Manel.

—¿Has pensado algo?

—Te esperaba para decidir, pero sí. Algo he barruntado. ¿Y tú?

—Vamos a tomar un café y lo decidimos.

Manel también se había levantado tarde. No podía hacer nada mientras no hablase con Candela.

El día anterior, Julia le acompañó a comprar ropa. Lo peor era tener que vestir con traje y corbata, pero tuvo mucha suerte al contar con la ayuda de Julia. Deambulaba por la casa sin saber qué hacer. En compañía de Julia aprovechando que no había ido a trabajar, consiguió olvidarse de su problema; con ella de compras el tiempo había pasado sin sentir. Habían comido juntos; la tarde discurrió conversando y viendo una película en el televisor.

Ahora era distinto; la realidad le había caído encima como un mazo. Por unas horas se había olvidado de su vida, de su verdadera vida, mimetizándose con la nueva apariencia, pero en ese momento la soledad le devolvía el presente con toda la incertidumbre que encerraba. Fumaba sin parar incapaz de concentrarse en la lectura del periódico que hacía menos de una hora había comprado. Julia se había ido al bufete.

A pesar del giro que habían dado los acontecimientos, Candela no estaba segura de que la intervención de los teléfonos hubiera cesado. Ignoraba si la orden procedía del juez Moreno de la Canasta o por el contrario la había ordenado Madrid. Estaba segura de que todo lo referente al caso de Manel era de dominio público en la capital, aunque oficialmente no se hubiera dicho nada. Si quería hablar con Manel, no tenía más remedio que seguir el juego que habían iniciado. Llamó a Julia más por las posibles escuchas que por necesidad.

—¿Ha llegado ya tu amigo de Salamanca?

Julia captó en el acto la intención de la llamada.

—Sí. Pobre, lo tengo en casa muerto de asco. ¿Por qué no lo llamas, si tienes tiempo? Yo hoy no puedo dedicarme a él, estoy hasta arriba de trabajo.

—Por eso te llamo. Veras, nos vamos a Castelldefels a pasar el fin de semana, vamos, el puente, porque el viernes tengo fiesta. He pensado que si te apetece os podéis apuntar tu amigo y tú.

—¿A Castelldefels? Pues vaya, no es que me entusiasme, la verdad, pero a él seguro que sí. Llámalo, si él quiere ir, pues vamos. ¡Qué se le va a hacer! Todo sea por la hospitalidad.

—Oye, por cierto, ¿cómo se llama? No sé si me lo has dicho, pero no me acuerdo.

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