Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
Los miembros del Consejo se pusieron en pie, se desperezaron y dejaron la sala para dirigirse a la taberna o a sus casas.
Olvidaron que nunca le habían preguntado a Tanis si accedería a guiar al grupo hacia Tarsis. Sencillamente supusieron que lo haría.
Tanis, intercambiando una mirada ceñuda con Sturm, salió de la caverna. Era su noche de guardia. A pesar de que los enanos podían considerarse a salvo en su montaña, Tanis y Sturm insistieron en que debía realizarse una guardia en la Puerta Sur. Habían llegado a temer demasiado a los Señores de los Dragones para poder dormir tranquilamente... incluso bajo tierra.
Tanis se apoyó en el muro exterior de la Puerta Sur con rostro serio y pensativo. Ante él se extendía una pradera cubierta de suave nieve en polvo. La noche era tranquila y callada. Tras él se erguía la inmensa mole de las montañas Kharolis. La Puerta Sur era; en realidad, un gigantesco tapón en la ladera de la montaña. Era una de las zonas de defensa de los enanos que había mantenido incomunicado al mundo durante trescientos años tras el Cataclismo y las guerras de los enanos.
Con una base de sesenta pies de anchura y casi el doble de altura, el portal se manipulaba a través de un inmenso mecanismo que lo impulsaba hacia adentro o hacia afuera de la montaña. El centro tenía más de cuarenta pies de grosor, por lo que la puerta era considerada la más indestructible de todas las conocidas en Krynn, a excepción de otra igual que había en el norte. Una vez cerradas no podían distinguirse de las laderas de la montaña, tal había sido el artesanal trabajo de los antiguos enanos constructores.
No obstante, desde la llegada de los humanos a la Puerta Sur, en la abertura se habían colocado antorchas que facilitaban a hombres, mujeres y niños el acceso al exterior, necesidad humana que para los Enanos de las Montañas suponía una inexplicable debilidad.
Mientras Tanis estaba ahí, contemplando los bosques que había tras la pradera y sin encontrar ninguna paz en su callada belleza, se le unieron Sturm, Elistan y Laurana. Evidentemente los tres habían estado hablando de él, lo cual creó un tenso silencio.
—¡Qué solemne estás! —le dijo Laurana a Tanis dulcemente, acercándose a él y posando una mano sobre su brazo —. Opinas que Raistlin tiene razón, ¿verdad, Thanthal...Tanis? —Laurana enrojeció. Todavía le resultaba difícil pronunciar su nombre humano, a pesar de que le conocía lo suficiente para comprender que su nombre de elfo únicamente le producía dolor.
Tanis bajó la mirada hacia la pequeña y esbelta mano posada sobre su brazo y la cubrió con la suya. Sólo unos pocos meses antes el roce de esa mano lo hubiera irritado, llenado de confusión y culpa, ya que su amor se debatía entre una mujer humana y, como él se decía a sí mismo, un enamoramiento de infancia hacia la doncella elfa. Pero ahora el contacto con la mano de Laurana lo llenaba de paz y calor, además de hacer bullir su sangre. Antes de responder a su pregunta, consideró brevemente esos nuevos y perturbadores sentimientos.
—Hace tiempo que creo que el consejo de Raistlin es sensato —dijo, a pesar de saber que eso los preocuparía. No se equivocaba, el rostro de Sturm se ensombreció y Elistan frunció el ceño—. Creo que esta vez tiene razón. Hemos ganado una batalla, pero estamos muy lejos de haber ganado la guerra. Sabemos que hay guerra en el norte, en Solamnia. Pienso que es fácil deducir que las fuerzas de la Oscuridad no están luchando tan sólo para conquistar Abanasinia.
—¡Pero eso son sólo especulaciones! —argumentó Elistan—. No dejes que el misterio que rodea al joven mago nuble tu pensamiento. Puede que tenga razón, ¡pero no es motivo para abandonar la esperanza, para seguir intentándolo! Tarsis es una gran ciudad portuaria, por lo menos eso es lo que nos han dicho. Allá encontraremos a aquellos que puedan decimos si la guerra se ha extendido por el mundo. Si así es, seguro que todavía quedan refugios donde podamos encontrar la paz.
—Escucha a Elistan, Tanis —dijo Laurana en voz baja—. Es sabio. Cuando los nuestros dejaron Qualinesti no huyeron ciegamente. Viajaron hasta un pacífico refugio. Mi padre tenía un plan, aunque no osó revelarlo...
Laurana dejó de hablar, alarmada al ver el efecto que causaban sus palabras. Tanis se apartó bruscamente de ella y volvió su mirada a Elistan, con los ojos llenos de rabia.
—Raistlin dice que la esperanza es una negación de la realidad —declaró Tanis fríamente. Pero al ver la expresión de preocupación de Elistan y su triste mirada, el semielfo sonrió con fatiga—. Discúlpame, Elistan. Estoy cansado, eso es todo. Perdóname. Tu sugerencia es buena. Viajaremos a Tarsis con esperanza, ya que no se nos ocurre mejor solución...
Elistan asintió y se volvió, disponiéndose a marcharse.
—¿Vienes, Laurana? Sé que estás cansada, querida, pero hay mucho trabajo que hacer antes de poder entregar el mando al Consejo en mi ausencia.
—Estaré contigo dentro de un instante, Elistan —dijo Laurana enrojeciendo—. Qui... quiero hablar un momento con Tanis.
Elistan, tras dirigirles a ambos una mirada de comprensión, desapareció en la oscuridad del portal con Sturm. Tanis comenzó a apagar las antorchas, preparándose para cerrar la inmensa puerta. Laurana se quedó cerca de la entrada, con la expresión cada vez más fría al hacerse obvio que Tanis la ignoraba.
—¿Qué te ocurre? —dijo finalmente la elfa—. ¡Es como si te pusieses de parte de ese mago de alma oscura en contra de Elistan, uno de los humanos más sabios y mejores que nunca haya conocido!
—No juzgues a Raistlin, Laurana. Las cosas no son tan blancas o tan negras como vosotros los elfos creéis. El mago ha salvado nuestras vidas en más de una ocasión. He llegado a confiar en su forma de pensar, la cual, admito, me parece más fácil de aceptar que esa fe ciega.
—¡Vosotros
los elfos! —gritó Laurana—. ¡Cuán típicamente humano suena esto! ¡Hay más de elfo en ti de lo que eres capaz de admitir, Thantalas! Solías decir que no te habías dejado la barba para ocultar tus orígenes, y yo te creí. Pero ahora no estoy tan segura ¡he vivido lo suficiente entre humanos para saber lo que piensan de los elfos! Pero estoy orgullosa de mi herencia. ¡Tú no! Tú te avergüenzas de ella. ¿Por qué? ¡Es por esa mujer humana de la que estás enamorado! ¿Cuál es su nombre, Kitiara?
—¡Ya basta, Laurana! —exclamó Tanis. Dejando una antorcha sobre el suelo, se acercó a la doncella elfa—. Si quieres discutir relaciones, ¿qué me dices de ti y de Elistan? Puede que sea un clérigo de Paladine, pero es un hombre... ¡hecho que puedes, sin duda, testificar! Sólo te oigo decir —dijo imitando su voz—. «Elistan es tan sabio», «pregúntale a Elistan, él sabrá qué hacer», «escucha a Elistan, Tanis...»
—¿Cómo te atreves a acusarme de tus propios errores? Quiero a Elistan. Lo venero.Es el hombre más sabio que he conocido, y el más amable. Se está sacrificando... dedica toda su vida a servir a los demás. Pero sólo hay un hombre al que amo, el único hombre al que he amado nunca, a pesar de que estoy empezando a preguntarme si tal vez no haya cometido un error. Tú me dijiste en aquel terrorífico lugar, el Sla-Mori, que me estaba comportando como una chiquilla y que lo que tenía que hacer era crecer. Pues bien, he crecido, Tanis Semielfo. En estos amargos meses pasados he visto muerte y sufrimiento. ¡He pasado más miedo del que nunca creí que pudiera pasar! He aprendido a luchar y he llevado a mis enemigos a la muerte. Todo ello me ha herido profundamente, insensibilizándome hasta tal punto que ya no puedo sentir dolor. Pero lo realmente doloroso es verte con otros ojos...
—Nunca he dicho que sea perfecto, Laurana —dijo Tanis pausadamente.
Solinari y Lunitari habían aparecido, ninguna de las dos estaba llena aún, pero brillaban lo suficiente para que Tanis pudiese ver lágrimas en los luminosos ojos de Laurana. Alargó las manos para tomarla en sus brazos, pero ella dio un paso atrás.
—Nunca lo has dicho —dijo ella desdeñosamente— ¡Pero en verdad disfrutas sabiendo que así lo creemos!
Ignorando sus brazos tendidos, tomó una antorcha de la pared y caminó hacia la oscuridad de la gruta, hacia el interior de la montaña de Thorbardin. Tanis la contempló mientras se alejaba admirando el ligero brillo de sus cabellos color miel, y su airoso caminar, tan airoso como los esbeltos álamos de su hogar elfo en Qualinesti.
Mientras veía cómo desaparecía de su vista, estuvo mesándose la espesa barba pelirroja que ningún elfo de Krynn podía dejarse crecer. Reflexionó sobre la última frase de Laurana y, extrañamente, comenzó a pensar en Kitiara. Evocó imágenes de su rizada cabellera negra, de su sonrisa curva, de su ardiente e impetuoso carácter y de su cuerpo fuerte y sensual, el cuerpo de una experimentada espadachina. Pero ante su asombro descubrió que la imagen se disolvía, atravesada por la serena y clara mirada de un par de ojos elfos ligeramente sesgados.
Se oyó un estruendo en la montaña. El eje que hacía mover la inmensa puerta de piedra comenzó a girar, haciendo que ésta se fuese cerrando. Tanis decidió no entrar. «Sellados en una tumba». Al recordar las palabras de Sturm, sonrió, pero sintió una punzada en el alma. Durante unos segundos permaneció mirando hacia la puerta, notando cómo su peso iba interponiéndose entre él y Laurana. La puerta se cerró con un sordo estampido. La faz de la montaña aparecía vacía, desierta, inabordable.
Tanis suspiró, envolviéndose en su túnica comenzó a caminar en dirección al bosque. Era mejor dormir sobre la nieve que bajo tierra. Además debía comenzar a acostumbrarse, las Praderas de Arena que debían atravesar para llegar a Tarsis estarían probablemente cubiertas de nieve, a pesar de que el invierno acabase de comenzar.
Mientras pensaba en el viaje, elevó la mirada al cielo. Estaba bellísimo, plagado de relucientes estrellas. Pero dos negros agujeros desfiguraban aquella belleza. Las constelaciones desaparecidas de Raistlin.
Había brechas en el cielo y también en su interior.
Tras su discusión con Laurana, a Tanis casi le alegró iniciar el viaje. Cada uno de los compañeros había decidido ir. Tanis sabía que ninguno de ellos se sentía totalmente en casa entre los refugiados.
Los preparativos para el viaje le daban mucho en qué pensar. Podía decirse a sí mismo que no le importaba que Laurana lo evitase. Y, al principio, el mismo viaje resultó agradable. Parecía que estuviesen en los primeros días de otoño, en lugar de a principios de invierno. El sol brillaba caldeando el aire y Raistlin era el único que llevaba túnica deabrigo.
Mientras los compañeros caminaban por la parte norte de las praderas la conversación era alegre y ligera, cuajada de bromas, chanzas, y recuerdos de las risas compartidas en Solace en tiempos mejores. Nadie habló de los sucesos malignos y oscuros vividos recientemente. Era como si al vislumbrar un futuro más brillante, desearan que esos hechos no hubieran ocurrido jamás.
Por las noches, Elistan les explicaba lo que iba aprendiendo acerca de los antiguos dioses en los Discos de Mishakal, que llevaba con él. Aquellas historias inundaban sus almas de paz y reforzaban su fe. Pero Tanis, que había pasado toda su vida buscando algo en qué creer, ahora que lo había encontrado, lo contemplaba con escepticismo. Quería asumir el mensaje de Mishakal, pero algo se lo impedía y, cada vez que miraba a Laurana, sabía lo que era. Hasta que no consiguiera resolver su propia agitación interna, nunca conocería la paz.
El único que no compartía las conversaciones, la alegría, las chanzas y bromas y las charlas alrededor del fuego, era Raistlin. El mago pasaba los días estudiando su libro de encantamientos. Si alguien lo interrumpía, le contestaba con un grito. Después de las cenas, en las que comía poco, se sentaba solo, mirando al cielo, y contemplaba los dos negros agujeros que se reflejaban en sus pupilas con forma de relojes de arena.
Tras varios días de viaje los ánimos comenzaron a flaquear. Gruesas nubes oscurecieron el sol, y empezó a soplar el frío viento del norte. Caía tanta nieve que un día ya no pudieron avanzar más y se vieron obligados a buscar refugio en una gruta hasta que se acabara la tempestad. Por la noche montaron doble guardia, a pesar de que nadie sabía exactamente por qué. Lo único que tenían era la impresión de que el peligro y la amenaza aumentaban. Riverwind contempló inquieto las huellas que habían dejado tras ellos en la nieve. Como dijo Flint, hasta un enano gully ciego podría seguirlas. La sensación de peligro aumentó, una sensación de ser observados y escuchados.
¿Pero quién podía acechar aquí, en las Praderas de Arena, donde nada ni nadie había habitado desde hacía más de trescientos años?
El Señor del Dragón.
Un viaje funesto.
El dragón suspiró, batió sus inmensas alas y alzó su pesado cuerpo de las cálidas y tranquilas aguas de los manantiales. Emergiendo de una ondulante nube de vapor, se impulsó para pisar el frío suelo. El penetrante viento invernal le escocía en sus delicados ollares y le picaba en la garganta. Tragando saliva con dificultad, resistió con firmeza la tentación de regresar a los estanques y comenzó a trepar hacia el alto saliente de roca que se alzaba ante él.
El dragón, irritado, plantaba sus garras sobre las resbaladizas rocas cubiertas de hielo, ya que en aquella atmósfera gélida, los vapores que emanaban de las aguas termales se enfriaban casi instantáneamente. La piedra se resquebrajaba y rompía bajo sus garrudas patas, rebotando y resonando en el valle que se extendía más abajo.
Resbaló una vez, perdiendo momentáneamente el equilibrio. Desplegando sus inmensas alas, consiguió recuperarlo con facilidad, pero el incidente sirvió para acrecentar su malhumor.
El sol naciente iluminaba los picos de las montañas, rozando al dragón y haciendo que sus escamas azules reluciesen doradas, pero contribuyendo poco a caldear su sangre. La bestia se estremeció de nuevo, plantando las patas sobre el pavimento. El invierno no estaba hecho para los dragones azules, ni tampoco el tener que viajar por ese insondable país. Con este pensamiento en la mente, y después de una amarga e interminable noche pensando lo mismo, Skie miró a su alrededor en busca de su Señor.
Lo encontró de pie sobre un saliente de roca. Era una imponente figura ataviada con un casco astado y una armadura de escamas azules. El Gran Señor, con la capa azotada por el aire helado, contemplaba con profundo interés la inmensa y llana pradera que yacía más abajo.
—Venid, Señor, volved a vuestra tienda, «y permitidme regresar a los cálidos manantiales», añadió Skie mentalmente—. Este viento penetra hasta los huesos. ¿De todas formas, que hacéis aquí afuera?