Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
Elistan había llegado al pie de la tarima de piedra donde le esperaba el gobernador, vestido con la pesada túnica y las gruesas cadenas de oro que los enanos adoran. Elistan se arrodilló al pie de la tarima; un gesto político, ya que de otra forma el clérigo hubiera estado cara a cara con el enano, a pesar de que la tarima se elevara algo más de tres pies de altura sobre el suelo. Los enanos lo vitorearon por ello. Tanis notó a los humanos más apagados y vio que algunos murmuraban entre sí, enojados al ver a Elistan postrado ante el enano.
—Aceptad este regalo de los nuestros... —las palabras de Elistan se perdieron en un nuevo vitor de los enanos.
—¡Regalo! —espetó Sturm—. La palabra «rescate» sería más adecuada.
—A cambio del cual—prosiguió Elistan cuando pudo ser oído—, agradecemos a los enanos su generosa oferta de permitimos refugiarnos en su reino.
—Por el derecho a quedar sellados en una tumba... —murmuró Sturm.
—¡Y suplicamos el apoyo de los enanos si sobreviniera una guerra! —gritó Elistan.
Los vítores resonaron por toda la sala, subiendo de tono cuando Homfel se inclinó para recibir el mazo. Los enanos patearon el suelo y silbaron.
Tanis comenzó a sentir náuseas. Miró a su alrededor. No los echarían de menos. Homfel iba a hablar; así como cada uno de los otros seis gobernadores, por no mencionar a los miembros del Consejo de Sumos Buscadores. El semielfo tocó a Sturm en el brazo, haciéndole un gesto para que lo siguiera. Ambos salieron en silencio de la sala, teniendo que agacharse al pasar bajo un estrecho arco. A pesar de seguir en el interior de la montaña, por lo menos estaban lejos del ruido.
—¿Estás bien? —preguntó Sturm, advirtiendo la palidez de Tanis bajo su barba. El semielfo aspiraba largas bocanadas de aire fresco que se filtraba a través de algunas grietas de la montaña.
—Ahora sí. Ha sido el calor ...y el ruido.
—Pronto saldremos de aquí. Siempre que el Consejo de Sumos Buscadores apruebe que partamos hacia Tarsis.
—Oh, no hay duda alguna de lo que votarán —dijo Tanis encogiéndose de hombros—. Ahora que ha traído a la gente a un lugar seguro, Elistan controla claramente la situación. Ninguno de los Sumos Buscadores osará llevarle la contraria, por lo menos cara a cara. No, amigo mío, tal vez antes de un mes estemos navegando en uno de los barcos de alas blancas de Tarsis, la Bella.
—Sin el Mazo de Kharas —añadió Sturm con amargura y en voz baja, como recordando una leyenda, dijo: «Los dioses nunca abandonaron a los mortales y concedieron a un escogido, el Ser del Brazo de Plata, el poder de forjar una nueva Dragonlance como la del caballero Huma y muchas más, capaces de derrotar a los Dragones. Y el Mazo de Kharas se devolverá al reino de los enanos...»
—Y ha sido devuelto —exclamó Tanis haciendo un esfuerzo por contener su creciente enfado.
—¡Ha sido devuelto y va a quedarse aquí! —Sturm escupió las palabras—. Podríamos haberlo llevado a Solamnia para forjar nuestras propias lanzas
dragonlance...
—¡Y así tú te convertirás en un nuevo Huma, cabalgando hacia la gloria con una
dragonlance
en tus manos! Mientras tanto dejarías morir a ochocientas personas...
—¡No, no las dejaría morir! —gritó Sturm con ira—. La primera posibilidad de que disponemos para poseer las lanzas
dragonlance
y...
De pronto dejaron de discutir, al advertir repentinamente una silueta deslizándose entre las oscuras sombras que los rodeaban.
—Shirak
—susurró una voz y comenzó a resplandecer la brillante luz de una bola de cristal, incrustada en la dorada garra de un dragón y labrada sobre un sencillo bastón de madera. La luz iluminó la túnica roja de un mago.
El joven mago caminó hacia ellos, apoyándose sobre su bastón y tosiendo levemente. La luz del bastón iluminaba un rostro esquelético, cuyos finos huesos estaban recubiertos por una reluciente y tirante piel metálica de color dorado. Sus ojos resplandecían también con un tono dorado.
—Raistlin —dijo Tanis con voz tensa—, ¿querías algo?
A Raistlin no parecieron preocuparle en absoluto las enojadas miradas que ambos hombres le dirigieron, aparentemente acostumbrado al hecho de que muy pocos se sentían cómodos en su presencia ni deseaban que estuviera a su alrededor.
Se detuvo ante ellos y alargando una mano frágil dijo:
—Akular-alan suh Tagolann Jistrathar.
—y ante los atónitos Tanis y Sturm se perfiló la tenue imagen de un arma.
Era una lanza de unos doce pies de altura. La punta estaba hecha de plata pura, afilada y reluciente, y el asta labrada en madera bruñida. El extremo inferior era de acero y estaba diseñado para poder ser clavado en el suelo.
—¡Es preciosa! —exclamó Tanis admirado—. ¿Qué es?
—Una Dragonlance —replicó Raistlin.
Sosteniendo la lanza en su mano, el mago avanzó entre Sturm y el semielfo, quienes se hicieron a un lado para dejarle pasar, como si no quisieran ser tocados por él. Sus ojos estaban fijos en la lanza. En ese instante Raistlin se volvió y se la tendió a Sturm.
—Aquí tienes tu Dragonlance, Caballero. Sin ayuda del Mazo ni del Ser del Brazo de Plata. ¿Cabalgarás con ella hacia la gloria, recordando que, para Huma, con la gloria: llegó la muerte?
Los ojos de Sturm relampaguearon. Al alargar el brazo para asir la Dragonlance, contuvo la respiración, sobrecogido. Ante su asombro, ¡su mano la atravesó! Al querer tocarla, la Dragonlance se evaporó.
—¡Otro de tus trucos! —le espetó al mago. Girando sobre sus talones, se alejó de allí intentando sofocar su ira.
—Si pretendías gastarle una broma —dijo Tanis pausadamente—, no ha tenido ninguna gracia.
—¿Una broma? Deberías conocerme mejor, Tanis.
Sus extraños ojos dorados siguieron al caballero mientras éste se encaminaba hacia la espesa negrura de la ciudad de los enanos bajo la montaña. El mago rió con aquella extraña risa que Tanis había escuchado tan sólo una vez. Después, haciendo una sardónica reverencia ante el semielfo, Raistlin desapareció, perdiéndose en la penumbra tras el caballero.
Los barcos de alas blancas.
Esperanza más allá de las Praderas de Arena.
Tanis, el semielfo, estaba presente en la reunión del Consejo de Supremos Buscadores y escuchaba con el ceño fruncido. Aunque oficialmente la falsa religión de los Buscadores ya había desaparecido, se seguía denominando de esta forma al grupo que ostentaba la jefatura política de los ochocientos refugiados de Pax Tharkas.
—No es que no agradezcamos a los enanos que nos permitan vivir en su reino.—declaró Hederick agitando su mano, chamuscada en la chimenea de «El Último Hogar»—. Todos les quedamos muy reconocidos, de eso estoy seguro. Así como también estamos agradecidos a aquellos cuyo heroísmo al recobrar el Mazo de Kharas hizo posible que viniésemos aquí —Hederick se inclinó ante Tanis, quien le devolvió el saludo asintiendo ligeramente con la cabeza—. ¡Pero nosotros no somos enanos!
Esta enfática declaración provocó murmullos de aprobación, lo que enardeció considerablemente a Hederick.
—¡Nosotros los humanos no hemos sido hechos para vivir bajo tierra!
Hubo más gritos de aprobación y algunos aplausos.
—Somos granjeros. —¡No podemos hacer crecer alimentos en el interior de una montaña! Queremos tierras como las que nos vimos obligados a dejar atrás. ¡Y yo digo que aquellos que nos obligaron a abandonar nuestro hogar deberían proveemos de uno nuevo!
—¿Se refiere a los Señores de los Dragones? —le susurró Sturm sarcásticamente a Tanis —. Estoy seguro de que estarían encantados...
—¡Esos locos deberían dar gracias por estar vivos! —murmuró Tanis —. ¡Míralos, volviéndose contra Elistan como si fuese culpa suya!
El clérigo de Paladine se puso en pie para responder a Hederick.
—Precisamente porque necesitamos nuevos hogares —dijo Elistan con una profunda voz, que resonó en toda la caverna—, propongo que enviemos una delegación al sur, a la ciudad de Tarsis, la Bella.
Tanis había oído el plan de Elistan con anterioridad por lo que su mente se dedicó a recordar el mes que había transcurrido desde que él y sus compañeros regresaran de la Tumba Derkin con el mazo sagrado.
Los diferentes territorios de enanos, reunidos ahora bajo el gobierno de Hornfel, se encontraban entonces preparándose para combatir el mal proveniente del norte. Su temor no era muy grande, ya que su reino en la montaña parecía inexpugnable. Habían mantenido la promesa que le habían hecho a Tanis a cambio del Mazo: los refugiados de Pax Tharkas podrían instalarse en la Puerta Sur de la montaña, el extremo más meridional del reino de Thorbardin.
Elistan guió a los refugiados a Thorbardin. Éstos intentaron reconstruir sus vidas, pero la situación no era totalmente satisfactoria.
Sin duda alguna estaban a salvo y seguros, pero los refugiados, granjeros en su mayoría, no eran felices viviendo bajo tierra en las inmensas cavernas de los enanos. En primavera podrían plantar sus cosechas en la ladera de la montaña, pero aquella tierra rocosa no produciría alimento alguno. Querían vivir bajo el sol, al aire libre. No querían depender de los enanos.
Fue Elistan el que rememoró las antiguas leyendas de Tarsis, la Bella, y sus barcos alados. Pero eso era todo lo que eran, leyendas, tal como había señalado Tanis la primera vez que Elistan mencionó la idea. Ningún ser de esta parte de Ansalon había oído nada sobre la ciudad de Tarsis desde el Cataclismo, más de trescientos años atrás. En esa época, los enanos habían cerrado el reino de la Montaña de Thorbardin, interrumpiendo toda comunicación entre el norte y el sur, ya que la única forma de cruzar las montañas Kharolis era atravesando Thorbardin.
Tanis escuchó sombrío el voto unánime del Consejo de Supremos Buscadores aprobando la sugerencia de Elistan. Propusieron enviar a un pequeño grupo a Tarsis con instrucciones de averiguar qué barcos llegaban a puerto, a dónde se dirigían, y cuánto costaría reservar pasaje o, incluso, adquirir una nave.
—¿Y quién va a guiar a ese grupo? —se preguntaba Tanis en silencio, a pesar de conocer perfectamente la respuesta.
Todas las miradas se volvieron hacia él. Pero antes de que Tanis pudiese hablar, Raistlin, que había estado escuchando todo lo que se decía sin hacer comentario alguno, avanzó hacia el Consejo, se detuvo ante ellos y se los quedó mirando con sus relucientes ojos dorados.
—Sois unos necios —dijo con un matiz de desprecio en su voz susurrante—, y estáis viviendo el sueño de un necio. ¿Cuántas veces debo repetirlo? ¿Cuán a menudo debo recordaros el portento de las estrellas? ¿Qué os decís a vosotros mismos cuando miráis al cielo nocturno y veis esos dos negros agujeros en el lugar donde deberían estar las constelaciones?
Los miembros del Consejo se agitaron en sus asientos y varios de ellos intercambiaron largas y expresivas miradas de aburrimiento. Raistlin lo advirtió y continuó en un tono cada vez más desdeñoso.
—Sí, he oído decir a alguno de vosotros que no es más que un fenómeno natural, algo que ocurre, parecido a la caída de hojas de los árboles.
Varios de los miembros del Consejo murmuraron entre ellos, asintiendo. Raistlin los observó en silencio durante un instante, con una mueca de escarnio en los labios. Después habló una vez más.
—Os repito que sois unos necios. La constelación conocida como la Reina de la Oscuridad ha desaparecido del cielo porque la reina está presente aquí, en Krynn. La constelación El Guerrero, que representa al viejo dios Paladine, como nos revelan los Discos de Mishakal, ha regresado también a Krynn para combatirla.
Raistlin hizo una pausa. Elistan, que estaba entre los Buscadores, era un clérigo de Paladine, y muchos se habían convertido a su nueva religión. Podía notar la creciente ira ante lo que algunos consideraban una blasfemia. ¡La idea de que los dioses pudieran involucrarse en los asuntos de los hombres! ¡Escandaloso! Pero a Raistlin nunca le había preocupado ser considerado un blasfemo. Elevó el tono de su voz.
—¡Recordad bien mis palabras! Con la Reina de la Oscuridad han venido sus «hululantes huestes», como se dice en el «Cántico del dragón». ¡Y sus hululantes huestes son dragones! —Raistlin pronunció la última palabra en un tono que, como dijo Flint, «helaba la sangre».
—Eso lo sabemos todos —respondió Hederick con impaciencia. Hacía ya rato que había transcurrido la hora del diario vaso de vino caliente del Teócrata, y la sed le daba, coraje para hablar. No obstante se arrepintió de ello inmediatamente, cuando los ojos en forma de relojes de arena de Raistlin, parecieron atravesarlo como saetas negras. ¿Adónde quieres llegar?
—Esa paz ya no existe en ningún lugar de Krynn. Buscad barcos, viajad donde queráis. Donde quiera que vayáis, cada vez que alcéis la mirada hacia el cielo nocturno, veréis esos dos grandes agujeros negros. ¡Dondequiera que vayáis habrá dragones!
Raistlin comenzó a toser. Su cuerpo se encogía con los espasmos y estuvo a punto de caer, pero su hermano gemelo, Caramon, corrió hacia él y lo sujetó con sus enormes brazos.
Después de que Caramon hubiese guiado al mago fuera de la reunión del Consejo, pareció como si hubiese desaparecido un oscuro nubarrón. Los miembros del Consejo volvieron a agitarse en sus asientos, rieron —un poco temblorosos— y comenzaron a hablar de temas superficiales. Imaginar que había guerra en todo Krynn era cómico porque, aquí en Ansalon, la guerra casi había terminado. El Señor del Dragón, Verminaard, había sido vencido y sus ejércitos de draconianos se habían retirado.