La tumba de Huma (39 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La tumba de Huma
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El público aplaudió a las monedas danzarinas de Raistlin, rieron cuando un cerdo ilusorio danzó sobre la barra, y casi se caen de sus asientos de terror cuando un gigantesco dragón entró por la ventana. El mago, tras saludar, se retiró a descansar. Entonces le llegó el turno a Tika.

La audiencia, en particular los draconianos, vitorearon la danza de Tika, golpeando las mesas con sus jarras de cerveza.

Después apareció Goldmoon, vestida con un túnica azul pálido. Sus cabellos de oro y plata caían sobre sus hombros, reluciendo como el agua bajo la luz de la luna. La gente se calló al instante. Sin decir nada, la mujer bárbara tomó asiento en una silla situada sobre la tarima que William había construido. Era tan bella que los asistentes no profirieron ni un sólo murmullo. Todos esperaron con atención.

Riverwind se sentó sobre el suelo, a sus pies. Llevándose a los labios una flauta labrada a mano, el bárbaro comenzó a tocar y, unos segundos después, la voz de Goldmoon se fundió con el sonido de la flauta. La canción era sencilla, la melodía dulce y armoniosa, aunque persistente. Pero lo que llamó la atención de Tanis fue la letra, la cual le hizo intercambiar una mirada de preocupación con Caramon. Raistlin, que estaba sentado a su lado, agarró a Tanis por el brazo.

—¡Me lo temía! ¡Otro tumulto!

—Tal vez no —susurró Tanis —. Mira la audiencia.

Las mujeres habían recostado la cabeza sobre el hombro de sus maridos. Los draconianos parecían hechizados —como animales salvajes encandilados por la música. Únicamente los goblins arrastraban cansinamente los pies, aparentemente aburridos, pero tan temerosos de los draconianos que no osaban protestar.

La canción de Goldmoon hablaba de los antiguos dioses. Relataba cómo éstos habían enviado el Cataclismo para castigar al Sumo Sacerdote de Istar y a las gentes de Krynn por su orgullo. Hablaba de los terrores de esa noche y de las que la habían seguido. Les recordaba cómo la gente, creyéndose abandonada, había comenzado a rezar a los falsosdioses. Después cantaba un mensaje de esperanza: los dioses no los habían abandonado. Los verdaderos estaban allí, esperando únicamente a que alguien los escuchara.

Cuando su canción terminó, y el lastimero sonido de la flauta murió, la mayoría de los asistentes sacudieron la cabeza, como si acabaran de despertar de un bello sueño. Si se les preguntaba de qué había tratado la canción, no sabían qué responder. Los draconianos se encogieron de hombros y pidieron más cerveza. Los goblins gritaron, pidiendo que Tika volviera a danzar de nuevo. Pero aquí y allá, Tanis descubrió varios rostros que aún reflejaban la maravillosa sensación que la canción les había producido. Por lo que no le sorprendió nada ver a una joven mujer de piel oscura acercarse tímidamente a Goldmoon.

—Os pido disculpas por molestaros, señora —dijo la mujer—, pero vuestra canción me ha impresionado profundamente. Quisiera saber más cosas de los antiguos dioses.

Goldmoon sonrió.

—Ven a verme mañana y te enseñaré lo que sé.

Y así, lentamente, la palabra de los antiguos dioses comenzó a difundirse. Cuando los compañeros se marcharon de Port Balifor, la mujer de piel oscura, un hombre de voz suave, y varias personas más, llevaban ya el medallón azul de Mishakal, diosa de la Curación. En secreto, fueron llevando esperanza al ensombrecido y alterado mundo de Krynn.

Al finalizar el mes, los compañeros pudieron comprar un carromato, caballos para tirar de él, caballos para montar, y provisiones. Lo que sobró lo reservaron para la compra del pasaje de barco hacia Sancrist. Planearon ganar más dinero actuando en las pequeñas comunidades granjeras existentes entre Port Balifor y Flotsam.

Cuando el Hechicero Rojo dejó Port Balifor, muchos de sus entusiastas seguidores salieron a despedir el carromato. A pesar de llevar los trajes empaquetados, provisiones para dos meses, y un barril de cerveza, que les había regalado William, la carreta era lo suficientemente grande para que Raistlin durmiera y viajara en ella. Además, contenía las tiendas multicolores en las que dormirían los compañeros.

Tanis miró a su alrededor, sacudiendo la cabeza y observando la insólita imagen que ofrecía el grupo. Parecía que —en medio de todas las cosas que les habían sucedido— esto fuera lo más extraño. Contempló a Raistlin, sentado al lado de su hermano, que conducía la carreta. La túnica roja de lentejuelas del mago relucía como el fuego bajo el brillante sol de invierno. Raistlin, un tanto encorvado para defenderse del viento, miraba al frente, envuelto en una ola de misterio que hacía las delicias de la gente. Caramon, vestido con un traje de piel de oso, obsequiado también por William, había cubierto su cabeza con la cabeza del oso, por lo cual parecía que fuera ese animal el que guiara el carromato. Los niños vitoreaban, mientras él les gruñía con una mueca de ferocidad.

Ya casi habían salido de la ciudad, cuando un comandante draconiano los detuvo. Tanis, con el corazón en un puño, avanzó hacia adelante llevándose la mano a la espada. Pero el comandante sólo quería asegurarse de que pasarían por Bloodwatch, donde había un campamento de draconianos, porque había mencionado el espectáculo a uno de sus amigos y las tropas estaban deseando verles. Tanis, jurando internamente no poner un pie en ese lugar, prometió al comandante que sin duda alguna pasarían por allí.

Finalmente llegaron a las puertas de la ciudad. Descendiendo de sus monturas, se despidieron de su amigo William. Este abrazó a cada uno de ellos, comenzando por Tika y terminando por Tika. Se disponía a abrazar a Raistlin, pero los ojos del mago se abrieron de forma tan alarmante cuando se acercó a él, que el posadero retrocedió precipitadamente.

Los compañeros volvieron a montar sus caballos. Raistlin y Caramon regresaron a la carreta. La muchedumbre gritó y los apremió para que regresaran durante las celebraciones de primavera. Los guardias abrieron las puertas, deseándoles un viaje tranquilo y los compañeros se alejaron. Las puertas se cerraron tras ellos.

El viento era frío. Las nubes grises que poblaban el cielo comenzaron a arrojar nieve. El camino, que les habían asegurado que era bastante transitado, se extendía ante ellos vacío y desierto. Raistlin comenzó a temblar y a toser. Poco después, comunicó que seguiría el viaje en el interior del carromato. Los demás se pusieron las capuchas y se envolvieron todavía más en sus capas de pieles.

Caramon, que guiaba a los caballos por el enlodado camino, parecía desacostumbradamente pensativo.

—Sabes, Tanis —dijo con solemnidad—, casi no puedo expresar lo contento que me siento de que ninguno de nuestros amigos haya visto nuestras actuaciones. ¿Puedes imaginarte lo que hubiera dicho Flint? Ese enano gruñón nunca me hubiera permitido olvidar una cosa así. ¿Y qué me dices de Sturm? —el inmenso guerrero sacudió la cabeza, recordando a los ausentes. «Sí», suspiró Tanis. «Puedo imaginarme a Sturm. Querido amigo, nunca comprendí lo importante que eras para mí... tu valentía, tu noble espíritu. ¿Estás vivo, amigo mío? ¿Volveremos a encontrarnos, o nos hemos separado para siempre, como predijo Raistlin?.

El grupo siguió avanzando. El día se hizo más oscuro, la tormenta arreció. Riverwind disminuyó el paso para situarse junto a Goldmoon. Tika ató su caballo a la carreta y se subió al pescante junto a Caramon. Raistlin dormía en el interior.

Tanis montaba solo, con la cabeza baja, con el pensamiento en algún lugar lejano.

2

El juicio de los Caballeros de Solamnia.

—Y... finalmente —dijo Derek en un tono de voz bajo y comedido—, acuso a Sturm Brightblade de cobardía ante el enemigo.

Un creciente murmullo recorrió la asamblea de caballeros reunidos en el castillo del comandante Gunthar. Tres de ellos, sentados frente a una inmensa mesa de roble que presidía la asamblea, se acercaron para conferenciar en voz baja.

Mucho tiempo atrás, un juicio a un Caballero de Solamnia hubiera sido presidido tal como prescribía la Medida por el Gran Maestre, el Sumo Sacerdote y el Juez Supremo. Pero ahora no había Gran Maestre. Desde el Cataclismo tampoco había habido ningún Sumo Sacerdote y, aunque el Juez Supremo —el comandante Alfred Marke— estuviera presente, el poder que le otorgaba su posición era bastante insignificante. A quienquiera que se convirtiera en el nuevo Gran Maestre, le sería fácil reemplazarlo.

A pesar de estas vacantes en la jefatura de la Orden, los asuntos de los caballeros debían seguir adelante. El comandante Gunthar Uth Wistan, aunque no fuera lo suficientemente influyente para reclamar el codiciado cargo de Gran Maestre, tenía el suficiente poder como para ejercerlo. Por tanto estaba dispuesto a juzgar a Sturm Brigtblade. El comandante Alfred se sentaba a su derecha, y a su izquierda se hallaba el joven comandante Michael Joeffrey, que hacía las veces de Sumo Sacerdote.

Frente a ellos, en la gran sala del castillo Uth Wistan, había otros veinte Caballeros de Solamnia, provenientes de varios lugares de Sancrist, que habían sido convocados rápidamente para ejercer como testigos del juicio —tal como prescribía la Medida. Estos eran los que murmuraban y sacudían la cabeza, mientras sus jefes conferenciaban.

Derek se levantó del asiento, que estaba frente a la mesa de roble alrededor de la que se sentaban los dirigentes del juicio, y saludó al Comandante Gunthar. Su declaración había llegado a su fin. Ahora sólo restaba la « Respuesta del Caballero» y el propio juicio. Derek se dirigió a su lugar entre los demás caballeros, riendo y charlando con ellos.

Una sola persona de la sala estaba callada: Sturm Brightblade. Había permanecido inmóvil a lo largo de todas las acusaciones de Derek Crownguard. Había escuchado los cargos de insubordinación, desobediencia a las órdenes, y de pretender hacerse pasar por un caballero ya investido, sin que se le escapara ni un sólo murmullo. Su rostro no reflejaba expresión alguna.

El comandante Gunthar miró a Sturm, tal como lo había estado contemplando durante todo el juicio. El rostro de Sturm aparecía pálido e inmóvil, y su postura era tan rígida, que Gunthar comenzó a preguntarse si aquel hombre había estado vivo alguna vez. Sólo lo había visto vacilar en una ocasión. Ante la acusación de cobardía, un estremecimiento había recorrido todo su cuerpo. La expresión de su rostro, Gunthar tan sólo recordaba haber visto otra semejante en una ocasión, en un hombre que acababa de ser atravesado por una espada. Pero Sturm había recuperado rápidamente su compostura.

Gunthar se hallaba tan interesado en contemplar a Brightblade, que casi perdió el hilo de la conversación que mantenían los dos caballeros que estaban sentados junto a él. Oyó sólo el final de la frase del comandante Alfred.

—...no autorizar la «Respuesta del Caballero».

—¿Por qué no? —preguntó secamente el comandante Gunthar—. De acuerdo con la Medida tiene todo el derecho.

—Nunca hemos tenido un caso parecido —declaró llanamente el comandante Alfred, Caballero de la Espada—. El otras ocasiones, cuando alguien ha sido traído frente al Consejo de la Orden para dilucidar sobre su investidura, había testigos, muchos testigos. Se le otorgaban la oportunidad de explicar los motivos de sus acciones. Nadie se cuestionaba si había realizado o no esas acciones. Pero la única defensa de Brightblade...

—Sería decirnos que Derek miente —finalizó el comandante Michael Jeoffrey, Caballero de la Corona—. Yeso es impensable. ¡Que su palabra prevalezca sobre la de un Caballero de la Rosa!

—De todas formas ese joven debe tener su oportunidad —dijo Gunthar mirando ceñudamente a los otros dos—. Ésa es la ley, de acuerdo con la Medida. ¿Alguno de vosotros la cuestiona?

—No...

—No, desde luego que no. Pero...

—Muy bien —Gunthar se atusó el bigote e, inclinándose hacia adelante, golpeó ligeramente la mesa de madera con la empuñadura de la espada —la espada de Sturm que estaba sobre ella. Los otros dos caballeros intercambiaron miradas a sus espaldas, uno de ellos arqueó las cejas y el otro se encogió ligeramente de hombros. Gunthar se dio cuenta de esto, igual que percibía las tramas e intrigas encubiertas que proliferaban últimamente entre los caballeros. Pero decidió ignorarlo.

Al no ser lo suficientemente poderoso para reclamar el cargo vacante de Gran Maestre, y pese a ser el más fuerte y enérgico de los caballeros que usualmente asistían al Consejo, Gunthar se había visto obligado a ignorar mucho de lo que en otros tiempos hubiera reprimido sin titubear. No le extrañó la deslealtad de Alfred Markenin —había estado mucho tiempo en el mismo campamento que Derek—, pero le sorprendió la de Michael, a quien había considerado leal a él. Aparentemente, Derek también había conseguido convencerlo.

Gunthar contempló a Derek Crownguard. Derek era el único con el suficiente dinero y respaldo capaz de rivalizar con él por el cargo de Gran Maestre. En la confianza de ganar votos adicionales, Derek se había ofrecido voluntario para realizar la peligrosa búsqueda de los legendarios Orbes de los Dragones. Gunthar sólo había podido acceder aello. Si se hubiera negado, hubiese dado la impresión de que temía el creciente poder del comandante Derek. Desde luego si se seguía estrictamente la Medida, Derek era indiscutiblemente el más cualificado. Pero Gunthar —que hacía ya mucho tiempo que lo conocía—, hubiera evitado su marcha, si la decisión hubiera estado en sus manos, y no porque temiera al caballero, sino porque no confiaba en él. Era jactancioso, estaba hambriento de poder y además Gunthar estaba seguro de que —llegado el caso la única lealtad de Derek sería hacia sí mismo.

Y ahora resultaba que su victorioso regreso con uno de los Orbes de los Dragones hacía de él el vencedor. Su retorno había atraído a muchos caballeros hacia su campamento, incluso a los que pertenecía a la facción de Gunthar. Los únicos que aún se oponían a él eran los más jóvenes de la Orden más baja de Caballería, los Caballeros de la Corona.

Éstos compartían la interpretación rígida y estricta de la Medida, la cual representaba más que la propia vida para el resto de los caballeros. Habían intentado que aquello cambiara, por lo que habían sido severamente reprendidos por el comandante Derek Crownguard, llegando algunos de ellos casi a perder su título de caballeros. Eran los que seguían fielmente al comandante Gunthar. Desafortunadamente eran poco numerosos y, la mayoría de ellos, tenían más lealtad que dinero. No obstante, los jóvenes caballeros habían adoptado la causa de Sturm como la suya propia.

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