Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
—Has actuado sabiamente, Wills, como siempre. ¿Dónde están?
—Los dejé en vuestra sala de armas, Señor. Pensé que allí podrían hacer pocos disparates.
—Me cambiaré de ropa y los veré inmediatamente después. ¿Los has atendido debidamente?
—Sí, Señor. Les he ofrecido vino caliente, un poco de pan, y carne. Aunque no me extrañaría que el kender se hubiera quedado con los platos...
Gunthar y Wills se quedaron tras la puerta de la sala de armas durante un instante, intentando escuchar la conversación de los visitantes.
—¡Deja eso en su sitio! —ordenó una voz en tono severo.
—¡No lo haré! ¡Es mío! ¡Mira, estaba en mi bolsillo!
—¡Bah! ¡Vi cómo lo ponías ahí hace menos de cinco minutos!
—Bien, pues te equivocas —protestó la otra voz en tono herido—. ¡Es mío! Mira, lleva mi nombre grabado...
—Para Gunthar, mi adorado esposo, en el día de nuestro aniversario leyó la primera voz.
En la habitación se hizo un momento de silencio. Wills palideció. Entonces se volvió a oír la voz aguda, esta vez en un tono más sumiso.
—Supongo que se debe haber caído en el interior de mi bolsa, Fizban. ¡Eso es! ¿Ves?, mi bolsa estaba bajo esta mesa. ¡A esto se le llama suerte! Si hubiera caído al suelo se hubiera roto...
El comandante Gunthar abrió la puerta y entró con expresión severa.
—Buenos días, señores —les dijo. Wills entró trotando tras él, y sus ojos dieron un rápido repaso a la sala.
Los dos forasteros se giraron rápidamente, el anciano sostenía una jarra de vidrio en las manos. Wills avanzó hacia él y se la arrebató de las manos. Lanzando una indignada mirada al kender, el viejo criado colocó la jarra sobre una mesa alta para que aquél no pudiera alcanzarla.
—¿Necesitáis algo más, señor? —preguntó Wills, mirando intencionadamente al kender—. ¿Queréis que me quede para vigilar las cosas?
Gunthar abrió la boca para responder, pero el anciano hizo un gesto negligente con la mano.
—Sí, muchas gracias, buen hombre. Trae un poco más de cerveza. ¡Ah, y no vuelvas a traer otra vez ese putrefacto brebaje del barril de los criados! —miró a Wills con expresión severa —. Trae la del barril que está en aquel rincón oscuro de las escaleras de la bodega. Tú ya sabes cuál... ése que está todo cubierto de telarañas.
Wills estaba estupefacto ante tales palabras.
—Bueno, ¿a qué esperas? ¡No te quedes ahí, mirándome como un pasmarote! ¿Es un poco retrasado, no? —le preguntó a Gunthar.
—N ...no —balbuceó Gunthar—. Todo va bien, Wills. Creo que yo también tomaré una jarra... de... del barril que hay junto a las escaleras. ¿Cómo podíais saberlo? —le preguntó con suspicacia al anciano.
—Porque es mago —respondió el kender encogiéndose de hombros y tomando asiento a pesar de que no se le hubiera invitado a hacerlo.
—¿Un mago? —el anciano miró a su alrededor.—¿Dónde?
Tas le susurró unas palabras.
—¿De verdad? ¿Yo? ¡No me lo puedo creer! ¡Qué impresionante! Pero, ahora que lo dices, parece que sí recuerdo un encantamiento... Bola de fuego. ¿Cómo era?
El anciano comenzó a murmurar unas extrañas palabras. ¡El kender, alarmado, saltó de su asiento y lo agarró por la túnica.
—¡No, amigo! —dijo obligándolo a sentarse en una silla—. ¡Ahora no!
—Ya me lo imagino. De todas formas es un encantamiento maravilloso.!
—Estoy seguro —murmuró Gunthar, absolutamente desconcertado. Luego sacudió la cabeza, recuperando su seriedad—. Ahora, explicadme. ¿Quiénes sois? ¿Por qué estáis aquí? Will ha dicho algo sobre un Orbe de los Dragones.
—Soy... —el mago se interrumpió, parpadeando.
—Fizban —dijo el kender con un suspiro, y poniéndose en pie, alargó educadamente su pequeña mano hacia Gunthar—. Yo soy Tasslehoff Burrfott —y se sentó de nuevo.
—Sí, sí —Gunthar le estrechó la mano, asintiendo distraído—. ¿Queríais decirme algo sobre un Orbe de los Dragones?
—¡Ah, sí, el Orbe! —la expresión ausente de Fizban desapareció. Miró a Gunthar con ojos agudos y penetrantes —. ¿Dónde está? Hemos hecho un largo camino para encontrarlo.
—Me temo que no podría decíroslo —respondió Gunthar fríamente—. Además, si tal objeto hubiera estado aquí alguna vez...
—Oh, ha estado aquí —dijo Fizban—. Lo trajo uno de los Caballeros de la Rosa, un tal Derek Crownguard. Y Sturm Brightblade lo acompañaba.
—Son amigos míos —explicó Tasslehoff, al ver que Gunthar apretaba las mandíbulas—. De hecho yo colaboré en la consecución del Orbe —añadió con modestia—. Nos lo llevamos de un palacio de cristal y estaba custodiado por un maligno hechicero. Es la historia más maravillosa... ¿Queréis oírla, señor?
—No —dijo Gunthar mirándolos atónito—. Y si me creyera esa historia... espera... Sturm mencionó a un kender. ¿Quiénes eran los otros del grupo?
—Flint, el enano, Theros, el herrero, Gilthanas y Laurana...
—¡Coincide! —exclamó Gunthar, pero luego frunció el ceño—. Pero nunca mencionó a un mago...
—Ah, eso es porque estoy muerto —declaró Fizban poniendo los pies sobre la mesa.
Los ojos de Gunthar se abrieron de par en par, pero antes de que pudiera responder, entró Wills. Mirando fijamente a Tasslehoff, el criado colocó las jarras sobre la mesa que estaba frente a su señor.
—Aquí están las
tres jarras.
Y si le añadimos la que está sobre aquella otra mesa, eso hace
cuatro
jarras. ¡Y será mejor que sigan habiendo
cuatro
cuando regrese!
Wills salió de la habitación, cerrando la puerta de un portazo.
—Yo me ocuparé de vigilarlas —prometió Tas solemnemente—. ¿Tenéis algún problema de robos de jarras? —le preguntó a Gunthar.
—Yo... no... ¿muerto? —Gunthar sintió que estaba perdiendo el control de la situación.
—Es una larga historia —dijo Fizban, vaciando su jarra de cerveza de un solo trago—.Ah, excelente. Bien, ¿dónde estaba?
—Muerto —dijo Tas acudiendo en su ayuda.
—Ah, sí, una larga historia. Demasiado larga para relatarla ahora. Debemos conseguir el Orbe. ¿Dónde está?
Gunthar se puso en pie enojado, con la intención de echar a ese extraño anciano y al kender fuera de la habitación y fuera del castillo. Iba a llamar a sus guardias para que los expulsaran, pero en lugar de ello, se sintió atrapado por la intensa mirada del anciano.
Los Caballeros de Solamnia siempre habían temido la magia. Aunque no tomaron parte en la destrucción de las torres de la Alta Hechicería —aquello hubiera ido en contra de la Medida—, no les había importado que los magos fueran expulsados de Palanthas.
—¿Por qué lo queréis saber? —a Gunthar le falló la voz y sintió que un frío temor recorría sus venas ante el extraño poder de aquel hombre. Lentamente, de mala gana, Gunthar volvió a tomar asiento.
Los ojos de Fizban relampaguearon.
—Me reservo los motivos —dijo en voz baja—. Es suficiente que sepas que
yo
he venido en busca del Orbe. ¡Fue creado por los magos hace muchos, muchos años! Yo lo sé bien.Sé muchas cosas sobre él.
Gunthar titubeó. Después de todo había varios caballeros vigilando el enigmático objeto, y si ese anciano realmente sabía algo sobre él, ¿qué mal podía haber en decirle dónde estaba? Además, realmente, no se veía capaz de tomar una decisión sobre el asunto.
Fizban agarró de nuevo su jarra vacía de cerveza y se la llevó a los labios. Un segundo después miró el interior con pesar mientras Gunthar respondía:
—El Orbe de los Dragones está con los gnomos.
Fizban dejó caer la jarra de golpe. Esta se rompió en mil pedazos que cayeron sobre el suelo de madera.
—Vaya, ¿qué te había dicho? —dijo Tasslehoff con tristeza, contemplando los pedazos de cristal.
Los gnomos no podían recordar haber vivido en otro lugar que no fuera el monte Noimporta, y ya que a los únicos que les importaba era a ellos, su opinión era la quecontaba. Sin duda alguna ya residían ahí cuando los primeros caballeros habían llegado a Sancrist provenientes del reino de Solamnia, recientemente creado, para construir sus fortalezas en el extremo más occidental de sus fronteras.
Debido a su alto grado de desconfianza hacia los forasteros, los gnomos se sobresaltaron al ver acercarse a sus costas un barco atestado de hombres altos, de expresión severa y con aspecto de guerreros. Decididos a mantener en secreto lo que ellos consideraban una montaña paradisíaca, se lanzaron a la acción. Al ser la raza de mente más tecnológica de todas las que habitaban en Krynn —destacaban por haber inventado el motor de vapor y un resorte espiral—, primero, los gnomos pensaron ocultarse en las grutas que horadaban la montaña, pero, luego, tuvieron una idea mejor: ¡Esconder la propia montaña!
Después de que los mayores genios de la mecánica trabajaran incansablemente durante varios meses, los gnomos estuvieron preparados. ¿Qué plan tenían? ¡Iban a hacer desaparecer la montaña!
Fue en ese crítico momento, cuando uno de los miembros de la Hermandad Filosófica gnómica preguntó si no sería probable que los caballeros hubieran advertido ya la existencia de la montaña, que era la más alta de la isla. Su repentina desaparición, ¿acaso no provocaría una cierta extrañeza en los humanos?
Esta cuestión sumió a los gnomos en la duda. Se pasaban el día discutiéndolo, y al poco tiempo los gnomos filósofos se encontraron divididos en dos bandos: aquellos que creían que si un árbol de un bosque caía y nadie lo oía, no por ello dejaba de hacer ruido al caer, y aquellos que creían que no lo hacía. ¿Qué tenía que ver aquello con la cuestión original? Eso fue algo que no se plantearon hasta el séptimo día, aunque entonces fue rápidamente sometido a juicio por el comité.
Mientras tanto, los ingenieros mecánicos —algo ofendidos decidieron llevar a cabo el proyecto.
Y así llegó el día que siempre se recordaría en los Anales de Sancrist, el día bautizado con el nombre de «Día del Humo Amarillo».
Ese día, un antepasado del comandante Gunthar se levantó preguntándose si su hijo habría vuelto a caerse del tejado del gallinero. Aquello había ocurrido sólo unos días antes, cuando el muchacho se hallaba persiguiendo un gallo.
—Esta vez te ocupas tú de llevarlo al estanque —le dijo el hombre medio dormido a su mujer, agitándose en la cama y cubriéndose la cabeza con las sábanas.
—No puedo —dijo ella entre bostezos—. ¡De la chimenea está saliendo un humo apestoso!
En ese momento ambos se despejaron totalmente, al comprender que el humo que llenaba la casa no provenía de la chimenea y que aquel olor nauseabundo no emanaba del gallinero.
Los dos corrieron al exterior de la casa, donde encontraron a los demás residentes de la nueva colonia de los caballeros, que tosían y se atragantaban ya que el olor era cada vez más fuerte. No obstante no podían ver nada. La tierra estaba cubierta de un denso humo amarillento que despedía un olor como de huevos que han sido empollados al sol durante tres días.
A las pocas horas, todos los habitantes estaban completamente mareados por el hedor. Tras recoger algunas mantas y ropas se dirigieron hacia las playas. Respiraron agradecidos la fresca brisa salada, y se preguntaron si alguna vez podrían regresar a sus hogares.
Mientras discutían sobre ello y observaban ansiosamente la nube amarilla que se cernía sobre el horizonte, los colonos se sorprendieron considerablemente al contemplar lo que parecía un ejército de pequeñas criaturas que surgían del humo y caían desmayados a sus pies. Los geniales inventos de los gnomos también les proporcionaban graves quebraderos de cabeza.
Las amables gentes de Solamnia se dispusieron inmediatamente a ayudar a los pobres gnomos, y así se encontraron las dos razas que habitaban Sancrist.
La relación entre los gnomos y los caballeros resultó ser amistosa. Los solámnicos tenían una gran consideración por cuatro cosas: el honor personal, el Código, la Medida, y la tecnología. Se quedaron profundamente impresionados por las herramientas que los gnomos habían inventado en esa época, que incluían la polea, el astil, la tuerca, y la rueda.
Fue asimismo durante este primer encuentro cuando se le otorgó su nombre al Monte Noimporta.
Los caballeros pronto descubrieron que, aunque los gnomos parecían estar emparentados con los enanos —ya que también eran de estatura muy baja—, cualquier similitud terminaba ahí. Los gnomos eran criaturas flacas, de piel oscura y cabellos blancos, muy nerviosos y de bastante mal genio. Hablaban tan deprisa que los caballeros, al principio, pensaron que utilizaban otro idioma. Después se dieron cuenta de que empleaban el Común a un ritmo exageradamente rápido. El motivo se hizo obvio cuando un anciano cometió el error de preguntarle a los gnomos el nombre de su montaña.
Traducido, sonó más o menos así: Una Gran, Inmensa, Alta Montaña Hecha de Varios Estratos de Roca de Los Cuales Hemos Identificado Granito, Obsidiana, Cuarzo, Además de Trazos de Otras Rocas En Las Que Aún Estamos Trabajando, Que Tiene Su Propio Sistema Interno de Calor, El Cual Estamos Estudiando Para Poder Copiarlo Algún Día, Que Calienta La Roca a Temperaturas Que La Convierten Tanto Al Estado Líquido Como Gaseoso Que Ocasionalmente Sale a La Superficie y Desciende Por La Ladera de La Gran, Inmensa, Alta Montaña...
—No importa —respondió el anciano, agotado.
¡No importa! Los gnomos quedaron impresionados. Pensar que algo tan gigantesco y maravilloso podía ser reducido por esos humanos a algo tan simple, era demasiado fantástico para poder creerlo y por tanto, a partir de ese día la montaña fue llamada monte Noimporta, para el alivio de la Hermandad gnómica de Cartógrafos.
Después de esto los caballeros de Sancrist y los gnomos vivieron en armonía; aquellos consultaban a los gnomos cualquier cuestión de naturaleza técnica que necesitara ser resuelta y estos les proporcionaban sus innumerables nuevos inventos.
Cuando llegó el Orbe de los Dragones, los caballeros precisaron saber como funcionaba. Lo dejaron bajo la custodia de los gnomos, y enviaron a dos de sus hombres para que lo vigilaran. La idea de que aquella esfera de cristal pudiera ser mágico se les pasó por la cabeza.
Los gnomos
—Ahora recuerda. Ningún gnomo vivo o muerto ha acabado una frase en su vida. La única forma de llegar a algo es interrumpirlos. No temas ser grosero. Ellos cuentan con ello.
El anciano mago se vio interrumpido, a su vez, por la aparición de un gnomo vestido con una larga túnica marrón, quien se acercó a ellos y los saludó respetuosamente.