Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
Gunthar confiaba que esta reunión uniría a los humanos y a los elfos en una gran lucha en la que se conseguiría expulsar a los dragones de Ansalon. Pero sus esperanzas se vieron frustradas antes de que la reunión comenzara.
Tras examinar el comunicado de los ejércitos en Palanthas, Gunthar salió de su tienda dispuesto a hacer una última ronda por la Explanada de la Piedra Blanca, para cerciorarse de que todo estuviera en orden. Pero de pronto su criado, Wills, llegó corriendo hasta él.
—Señor, debéis regresar inmediatamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Gunthar, pero al viejo criado le faltaba el aliento, por lo que no pudo responderle.
Lanzando un suspiro, Gunthar regresó a su tienda, donde encontró al comandante Michael, ataviado con cota de mallas y paseando nerviosamente de un lado a otro.
—¿Qué sucede? —preguntó Gunthar, con el corazón encogido al ver la preocupada expresión del joven comandante.
Michael agarró a Gunthar del brazo.
—Señor, hemos recibido noticias de que los elfos piensan exigir la devolución del Orbe de los Dragones. Si no se lo devolvemos, ¡están dispuestos a declararnos la guerra para recuperarlo!
—¿Qué...? ¡La guerra! ¡Contra nosotros! ¡Eso es ridículo! No pueden... ¿Estás seguro? ¿Es fiable esa información?
—Sí, me temo que totalmente, comandante Gunthar —afirmó el personaje que acompañaba al comandante Michael.
—Señor, os presento a Elistan, clérigo de Paladine —dijo Michael—. Os pido perdón por no habéroslo presentado antes, pero desde que Elistan me comunicó las nuevas, tengo, la mente completamente alterada.
—He oído hablar mucho de vos, señor —aseguró el comandante Gunthar extendiendo una mano.
Los ojos del caballero examinaron a Elistan con curiosidad. Gunthar no sabía qué había esperado encontrar en alguien que decía ser clérigo de Paladine —tal vez a un esteta de vista cansada, pálido y enjuto debido a las horas dedicadas al estudio. Gunthar no estaba preparado para encontrarse con aquel hombre alto y fuerte, que bien pudiera haber batallado al lado de sus mejores guerreros. De ... su cuello pendía el antiguo símbolo de Paladine, un medallón de platino en el que había grabado un dragón.
Gunthar repasó mentalmente todo lo que le había oído decir a Sturm referente a Elistan, incluyendo la intención del clérigo de intentar convencer a los elfos para que se unieran a los humanos. Elistan sonrió fatigosamente, como si conociera todos los pensamientos que atravesaban la mente de Gunthar.
—Sí, he fallado —admitió Elistan—. Todo lo que pude hacer fue persuadirlos para que asistieran a la reunión del Consejo, y me temo que únicamente hayan venido para daros un ultimátum: devolverles el orbe o luchar para retenerlo.
Gunthar se hundió en una silla, haciendo un débil gesto con la mano para que Michael y Elistan tomaran asiento. Sobre la mesa, ante él, había varios mapas de Ansalon, en los que unas sombras oscuras mostraban el insidioso avance de los ejércitos de los dragones. La mirada de Gunthar descansó sobre los mapas, pero el caballero, de pronto, los arrojó todos al suelo.
—¡Tal vez sería mejor que abandonáramos ahora mismo! —gritó indignado—. Que les enviáramos un mensaje a los Señores de los Dragones: «No os molestéis en venir a destrozarnos. Nos las estamos arreglando bastante bien nosotros mismos...»
Irritado, dejó sobre la mesa el informe que había recibido aquella misma mañana.
—¡Mirad! Esto ha llegado de Palanthas. Los ciudadanos han insistido en que los caballeros abandonen la ciudad. Los palanthianos han decidido negociar con los Señores de los Dragones, y la presencia de aquéllos «amenaza gravemente su postura». Se niegan a prestamos ninguna ayuda. ¡Por tanto todo un ejército de mil palanthianos está ocioso!
—¿Cuáles son los planes del comandante Derek, señor? —preguntó Michael.
—Él, los caballeros y un millar de hombres de a pie, refugiados de las tierras ocupadas de Throty, están fortificando la torre del Sumo Sacerdote, al sur de Palanthas. Esa torre salvaguarda el único paso que existe para cruzar las montañas Vingaard. Así protegeremos Palanthas durante un tiempo, aunque si los ejércitos de los dragones logran atravesarlo... ¡Maldita sea! —susurró golpeando la mesa con el puño—. ¡Podríamos disponer de dos mil hombres para bloquear ese paso! ¡Esos locos! ¡Y ahora esto! —dijo haciendo un gesto en dirección al campamento de los elfos.
Gunthar suspiró, dejando caer la cabeza sobre las manos.
—Bien, y vos ¿qué aconsejáis, clérigo?
Elistan se quedó callado durante unos instantes antes de responder.
—En los Discos de Mishakal está escrito que el mal, por su propia naturaleza, siempre se vuelve contra sí mismo. Por tanto, se derrota a sí mismo. No sé lo que puede ocurrir en esta reunión del Consejo, mis dioses lo han mantenido en secreto. Pudiera ser que ni ellos mismos lo sepan; que el futuro del mundo descanse sobre una balanza, y que lo que aquí se decida sea lo que lo determine. Lo que sí sé es esto: No entréis en esa reunión con la derrota en vuestro corazón, ya que ésa sería la primera victoria del mal.
Tras decir esto, Elistan se puso en pie y salió en silencio de la tienda.
Cuando el clérigo se hubo retirado, Gunthar se quedó sentado en silencio. En realidad, parecía que el mundo entero estuviera en silencio. Durante la noche el viento había dejado de soplar. Las nubes tormentosas eran bajas y pesadas, y amortiguaban los sonidos de tal forma que hasta las trompetas, que anunciaban el amanecer, habían sonado bajas y desentonadas aquella mañana.
Gunthar alzó la cabeza y se restregó los ojos.
—¿Qué opinas?
—¿De qué? ¿De los elfos?
—No. De ese clérigo.
—Desde luego no es como había esperado —contestó Michael—. Responde más a las historias que hemos oído sobre los clérigos de la Antigüedad, los que guiaron a los caballeros durante la época anterior al Cataclismo. No se parece en nada a esos charlatanes que tenemos ahora. Elistan es un hombre que estaría a tu lado en el campo de batalla, invocando la bendición de Paladine con una mano, mientras que con la otra empuñaría su espada. Nadie había visto el medallón que lleva desde que los dioses nos abandonaron. Pero, ¿es un clérigo verdadero? —Michael se encogió de hombros—. Preciso más que un medallón para convencerme.
—Estoy de acuerdo contigo —Gunthar se puso en pie y comenzó a caminar en dirección a la entrada de la tienda—. Bueno, es casi la hora. Quédate aquí, Michael, por si acaso llega algún otro comunicado. Es extraño, amigo mío... Nuestra gente siempre ha confiado en los dioses, somos gente de fe y, sin embargo, siempre hemos desconfiado de la magia. En cambio ahora buscamos la magia para poder confiar, y cuando se nos presenta una oportunidad de renovar nuestra fe, nos la cuestionamos.
El comandante Michael no respondió. Gunthar sacudió la cabeza y, todavía pensativo, salió en dirección a la explanada de la Piedra Blanca.
Tal como Gunthar había dicho, los solámnicos siempre habían sido fieles seguidores de los dioses. Tiempo atrás, antes del Cataclismo, la explanada de la Piedra Blanca había sido uno de los lugares sagrados de adoración. El fenómeno de la roca blanca había atraído la atención de los curiosos. El propio Sumo Sacerdote de Istar había bendecido la inmensa piedra que se alzaba en medio de un claro perpetuamente verde, declarándola piedra sagrada y prohibiendo a todo el mundo que la tocara.
Incluso después del Cataclismo, cuando la fe en los antiguos dioses había fenecido, la explanada continuó siendo un lugar sagrado. Seguramente esto era así porque el Cataclismo ni siquiera lo había afectado. La leyenda sostenía que cuando la montaña ígnea había caído del cielo, la tierra que rodeaba la Piedra Blanca se había resquebrajado y partido, pero ésta se había mantenido intacta.
La imagen de la gigantesca roca era tan impresionante, que nadie había osado nunca acercarse a ella o tocarla, ni siquiera ahora. Nadie sabía tampoco cuál era el extraño poder que poseía. Lo único que sabían era que la atmósfera que rodeaba a la Piedra Blanca era siempre cálida y primaveral. No importaba lo crudo que fuera el invierno, la hierba de la explanada de la Piedra Blanca estaba siempre verde.
Aunque su corazón estuviera agitado, al pisar aquel lugar y respirar el aire cálido y fragante, Gunthar se relajó. Por un instante, volvió a sentir el amistoso apretón de manos de Elistan, que le había infundido un sentimiento de paz interna.
Echando un rápido vistazo a su alrededor, comprobó que todo estaba dispuesto. Sobre la hierba se habían colocado unas inmensas sillas de madera con el respaldo labrado. Al lado izquierdo de la Piedra Blanca se habían situado cinco, para los miembros votantes del Consejo, y al lado derecho, se habían colocado tres para los miembros consultivos. Frente a la Piedra Blanca y los asientos destinados a los miembros del Consejo, había unos bancos para los testigos que debían asistir al acto, tal como requería la Medida.
Algunos de los testigos ya habían comenzado a llegar. Muchos de los elfos que viajaban con el Orador y con el representante de los Silvanesti estaban ocupando sus puestos. Las dos razas de elfos enemistadas se sentaron la una al lado de la otra, separados de los humanos, los cuales también habían empezado a instalarse. Todo el mundo guardaba silencio, algunos en memoria del día de la Carestía; otros, como los gnomos, que no celebraban esa fecha, impresionados por la ceremonia. Los asientos de la primera fila estaban reservados para los invitados de honor, o para aquéllos con licencia para hablar ante el Consejo.
Gunthar vio llegar al circunspecto hijo del Orador, Porthios, con una comitiva de guerreros elfos. El caballero se preguntó dónde estaría Elistan. Pretendía rogarle que hablara. Aunque cabía la posibilidad de que fuera un charlatán, sus palabras le habían impresionado y esperaba que las repitiera.
Mientras esperaba en vano a Elistan, vio entrar también a tres extraños personajes que tomaron asiento en primera fila: se trataba del anciano mago con su arrugado y amorfo sombrero, su amigo el kender, y un gnomo que había llegado con ellos del monte Noimporta. Los tres habían regresado de su viaje la noche anterior.
Gunthar dirigió, de nuevo, su atención hacia la Piedra Blanca. Los miembros consultivos del Consejo estaban entrando. Sólo había dos, Quinath en nombre de los Silvanesti, y el Orador de los Soles en el de los Qualinesti. Gunthar miró al Orador con curiosidad, ya que sabía que era uno de los únicos seres de Krynn capaz de rememorar los horrores del Cataclismo.
El Orador había envejecido mucho. Tenía los cabellos grises y el rostro demacrado. No obstante, cuando tomó asiento y volvió su mirada a los testigos, Gunthar se fijó en que los ojos del elfo eran todavía luminosos y brillantes. Gunthar consideraba a Quinath, que estaba sentado al lado del Orador, tan arrogante y orgulloso como Porthios, pero falto de la inteligencia que poseía este último.
Por lo que respecta a Porthios, Gunthar pensó que probablemente el hijo mayor del Orador de los Soles llegara a gustarle. Porthios tenía todas las cualidades que los caballeros admiraban, excepto una, su carácter impulsivo.
Tuvo que interrumpir sus cavilaciones, ya que había llegado la hora de que entraran los miembros votantes del Consejo, y él mismo debía tomar asiento. Primero llegó Mir Kansohn, de Ergoth del Norte, un fornido hombre de piel oscura, con cabellos de color acero y brazos de gigante. Le siguió Serdin MarThasal, en representación de los exiliados de Sancrist, y finalmente el Comandante Gunthar, Caballero de Solamnia.
Una vez sentado, Gunthar volvió a echar un vistazo a su alrededor. La inmensa Piedra Blanca relucía tras él proyectando su particular reflejo, ya que esa mañana no brillaba el sol. Al otro lado de la Piedra Blanca estaban sentados el Orador y Quinath. Frente al Consejo estaban los testigos. El kender se había sentado dócilmente y balanceaba sus cortas piernecillas que, debido a la altura del banco, no le llegaban al suelo. El gnomo revolvía algo que parecía ser un montón de papeles; Gunthar se estremeció y deseó haber tenido más tiempo para disponer de un informe más exhaustivo. El anciano mago bostezaba y se rascaba la cabeza, mirando a su alrededor con aire ausente.
A una señal de Gunthar entraron dos caballeros que llevaban una base dorada y un arcón de madera. Mientras los asistentes contemplaban la llegada del Orbe de los Dragones, se hizo un silencio mortal.
Los caballeros se detuvieron frente a la Piedra Blanca. Una vez allí, uno de ellos colocó sobre el suelo la base dorada. El otro depositó el arcón, lo abrió, y sacó cuidadosamente el Orbe, que volvía a tener su tamaño original, más de dos pies de diámetro.
Se oyó un sonoro murmullo. El Orador de los Soles se agitó en su asiento, frunciendo el ceño. Su hijo Porthios se volvió para decirle algo a un elfo que estaba cerca suyo. Gunthar reparó en que todos los elfos iban armados. Por lo que él sabía del protocolo elfo, aquello no era muy buena señal.
No obstante no tenía otra opción que proceder. Llamando al orden a los asistentes, el comandante Gunthar Uth Wistan anunció:
—Declaro abierto el Consejo de la Piedra Blanca.
Dos minutos después, Tasslehoff tuvo la certeza de que las cosas se estaban complicando demasiado. El Orador de los Soles se había puesto en pie incluso antes de que el comandante Gunthar hubiera iniciado su discurso de bienvenida.
—Mis palabras serán breves —declaró el elfo con voz acerada—. Poco después de que el Orbe de los Dragones desapareciera de nuestro campamento, los Silvanesti, los Qualinesti y los Kalanesti nos reunimos en un consejo. Era la primera vez, desde las guerras de Kinslayer, que miembros de las tres comunidades nos encontrábamos juntos —tras hacer una pausa para enfatizar estas últimas palabras, prosiguió. —Hemos decidido dejar a un lado nuestras diferencias debido a nuestro perfecto acuerdo sobre la pertenencia de dicho objeto al territorio de los elfos; no debe estar en manos de los humanos ni de ninguna otra raza de Krynn. Por tanto, hemos venido ante el Consejo de la Piedra Blanca para solicitar que el Orbe nos sea entregado. En agradecimiento, garantizamos que será llevado a nuestras tierras y mantenido a salvo hasta el momento, si llegara, en que sea requerido para algún fin.
El Orador se sentó y sus ojos recorrieron la audiencia. Los otros miembros del Consejo, sentados al lado de Gunthar, sacudieron sus cabezas con expresión preocupada. El representante de los habitantes de Ergoth del Norte le susurró unas palabras al comandante Gunthar en un tono de voz irritado, cerrando el puño para enfatizar sus palabras.