Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
Elistan estaba paseando por la costa de Sancrist, esperando el barco que debería llevarle de vuelta a Ergoth del Sur. El joven caballero, Douglas, caminaba a su lado. Los dos estaban enzarzados en una conversación en la que el clérigo le explicaba al absorto y atento compañero las sendas de los antiguos dioses.
De pronto alzó la mirada y divisó al anciano mago que había conocido en la reunión del Consejo. Durante días había intentado hablar con él, pero Fizban siempre lo evitaba. Por tanto le sorprendió mucho verle ahora caminando por la costa en dirección a ellos. Andaba con la cabeza baja, murmurando para sí. Por un instante pensó que pasaría por su lado sin siquiera verles, pero, de pronto, el viejo hechicero alzó la cabeza.
—¡Ah, hola! ¿No nos han presentado antes? —preguntó parpadeando.
Elistan se quedó sin habla durante un momento. El rostro del clérigo se tornó de una palidez mortecina. Finalmente pudo responder:
—Por supuesto, señor. Y a pesar de que nuestra amistad es muy reciente, siento cómo si os conociera desde hace mucho, mucho tiempo.
—¿De veras? —El anciano frunció el ceño con suspicacia—. No estarás aludiendo a mi edad ¿no?
—No, desde luego que no —Elistan sonrió.
El rostro del anciano recuperó su expresión habitual.
—Bien, que tengas buen viaje. Adiós.
Apoyándose en su viejo y torcido bastón, el anciano siguió su camino. De pronto se detuvo y se volvió.
—¡Ah!, por cierto, mi nombre es Fizban.
—Lo recordaré —dijo Elistan saludando con la cabeza— Fizban.
Contento, el viejo mago asintió y continuó su camino por la orilla, mientras Elistan, repentinamente silencioso y pensativo, reanudó su paseo con un suspiro.
Aunque ya quedaban lejos en el transcurso de los acontecimientos, valía la pena remontarse hasta los confusos y excitantes momentos que siguieron a la rotura del Orbe de los, Dragones y a la aparición de la nueva Dragonlance, para observar los sentimientos de un personaje al que todos habían olvidado: el gnomo Gnosh y su Misión en la Vida, que yacía esparcida sobre la hierba, rota en mil pedazos. El único que le hizo caso fue Fizban. El viejo mago se había levantado del suelo y se había dirigido hacia el abatido gnomo, quien contemplaba con aire afligido los fragmentos del Orbe.
—Bueno, bueno, muchacho —dijo Fizban—, ¡aquí no se acaba todo!
—¿No? —preguntó Gnosh, consternado.
—¡No, desde luego que no! Tienes que mirar las cosas desde la perspectiva correcta. ¡Ahora tienes la oportunidad de estudiar ese objeto a partir de cada una de sus partes!
Los ojos de Gnosh se iluminaron.
—Tienes razón, y, de hecho, podría ser una pista.
—Sí, sí —se apresuró a interrumpirle Fizban, pero Gnosh se abalanzó hacia adelante hablando cada vez más deprisa.
—Podríamos etiquetar los trozos, y despuesdibujarundiagramadedondeseencontrabacadapedazoenelmomentonqueloencontramoslocual...
—Claro, claro —murmuró Fizban.
—Apartaos a un lado, apartaos a un lado —había gritado Gnosh con aire de preocupación mientras alejaba a la gente—. Mirad donde pisáis. Ahora vamos a estudiar el Orbe partiendo de sus pedazos, y en pocas semanas podré presentar un informe...
Gnosh y Fizban acordonaron el área y se pusieron a trabajar. Durante los dos días siguientes, Fizban permaneció en la zona de la Piedra Blanca partida, dibujando supuestos diagramas, marcando la situación exacta de cada fragmento antes de recogerlo. Uno de los dibujos de Fizban acabó accidentalmente en la bolsa del kender. Más adelante, Tas descubrió que en realidad se trataba de un juego conocido como «cruces y ceros», que el mago había estado jugando contra sí mismo y, aparentemente, había perdido.
Mientras tanto Gnosh gateaba felizmente sobre la hierba, pegando trozos de pergamino numerados sobre pedazos de cristal todavía más pequeños que aquéllos. Finalmente él y Fizban recogieron en una cesta 2.687 fragmentos y se los llevaron al monte Noimporta.
A Tas se le planteó la opción de quedarse con Fizban o ir a Palanthas con Laurana y Flint. La elección era fácil. El kender sabía que dos personas tan inocentes como la elfa y el enano no conseguirían sobrevivir sin él. No obstante, le resultó duro tener que dejar asu viejo amigo. Dos días antes de que su barco se hiciera a la mar, realizó su última visita a los gnomos y a Fizban.
Tras un estimulante paseo en catapulta, el kender encontró a Gnosh en la sala de Observación. Los pedazos rotos del Orbe de los Dragones —etiquetados y numerados—, estaban esparcidos sobre dos mesas.
—Absolutamente fascinante por que hemos analizado el cristal es de un extraño material quenosepareceaninguno delosquehayamosvistojamasgrandescubrimientoestesiglo...
—¿O sea que has realizado tu Misión en la Vida? —Lo interrumpió Tas—. El alma de tu padre...
—Descansandoconfortablemente —Gnosh sonrió y luego volvió a su trabajo —. Estoy tancontentodequehayasvenidoy si alguna vez te encuentraspor aqui cercavenavisitarnosdenuevo...
—Lo haré —dijo Tas sonriendo.
Tas encontró a Fizban dos niveles más abajo. Fue otro paseo fascinante; el kender gritó simplemente el nombre del nivel al que se dirigía y luego saltó en el vacío. Las redes ondearon y revolotearon, sonaron timbres, gongs y silbidos. Consiguieron agarrar a Tas en el primer nivel, justo cuando el área comenzaba a ser inundada por las esponjas.
Fizban se encontraba en Desarrollo de Armas, rodeado de un montón de gnomos que lo observaban con admiración.
—¡Ah, muchacho! —Dijo mirando vagamente a Tasslehoff—. Has llegado justo a tiempo para presenciar las pruebas de nuestra nueva arma. Va a revolucionar el arte militar. Convertirá a la Dragonlance en algo obsoleto.
—¿De veras? —preguntó Tas excitado.
—¡Es un hecho! A ver, ahora ponte aquí... —dijo haciéndole una señal a un gnomo, quien se apresuró a hacer lo que el anciano había dicho, situándose en medio de la desordenada habitación.
Fizban agarró algo que al atónito kender le pareció similar a una ballesta. En efecto, lo era, pero en lugar de una flecha, una inmensa red pendía del extremo de un garfio. Fizban, gruñendo y murmurando, ordenó a los gnomos que se situaran tras él y despejaran la habitación.
—Ahora tú eres el enemigo —le dijo Fizban al gnomo que se había situado en el centro. El gnomo asumió inmediatamente una expresión fiera y hostil. Los otros gnomos asintieron satisfechos.
Fizban apuntó y disparó. La red salió despedida en el aire, se enganchó con el garfio que había en el extremo de la ballesta, retrocedió como una vela abatida y cayó sobre el mago.
—¡Maldito garfio! —murmuró Fizban.
Entre Tas y los gnomos consiguieron librarle de la red.
—Me temo que esto es una despedida —dijo Tas extendiendo su pequeña mano.
—¿Una despedida? ¿Es que voy a algún lugar? ¡Nadie me lo ha dicho! Además no he empacado...
—Yo
me voy a algún lugar —dijo Tas pacientemente con Laurana. Vamos a llevar las lanzas a... oh, se supone que no debo decírselo a nadie —añadió avergonzado.
—No te preocupes. Punto en boca —dijo Fizban en un sonoro susurro que se oyó claramente en toda la habitación—. Te encantará Palanthas. Es una ciudad preciosa. Dale recuerdos a Sturm. ¡Ah! Tasslehoff... —el viejo mago le miró con astucia ¡hiciste lo correcto, muchacho!
—¿Lo hice? —dijo Tas animado—. Me alegro. Me preguntaba... sobre aquello que dijiste... el camino oscuro. ¿Fue éste...?
El rostro de Fizban se ensombreció mientras agarraba a Tasslehoff firmemente por el hombro.
—Me temo que sí. Pero tienes el coraje para caminar por él.
—Eso espero. Bueno, adiós. Regresaré tan pronto como termine la guerra.
—Oh, probablemente ya no estaré aquí —dijo Fizban sacudiendo la cabeza tan violentamente que su sombrero se cayó—. Tan pronto como la nueva arma esté perfeccionada, partiré en dirección a... ¿Dónde se suponía que debía ir? Me parece que no lo recuerdo. Pero no te preocupes, nos encontraremos de nuevo. ¡Esta vez, por lo menos, no me dejas enterrado bajo un montón de plumas de gallina! —exclamó agachándose a recoger el sombrero.
Tas lo recogió antes y se lo tendió.
—Adiós —dijo el kender con voz entrecortada.
—¡Adiós, adiós! —Fizban lo despidió alegremente con la mano. Un segundo después, lanzándoles a los gnomos una mirada, volvió a acercarse a Tas—. Hum... me parece que he olvidado algo. ¿Cuál era mi nombre?
El Perechon.
Recuerdos de antaño.
Los compañeros, «como las otras heces de la humanidad» —eran palabras de Raistlin—, fueron a la deriva sobre las mareas del conflicto y arribaron a Flotsam. Esta sombría población se erguía a orillas del mar Sangriento de Istar como una nave naufragada y arrojada contra las rocas. Habitada por la escoria de todas las razas de Krynn, Flotsam estaba, por añadidura, infestada de draconianos, goblins y mercenarios de toda índole que los Señores de los Dragones atraían mediante la promesa de cuantiosas soldadas y botines de guerra.
Esperaban encontrar en su puerto una nave que los llevara por la parte septentrional de Ansalon hasta Sancrist o hasta cualquier otro lugar, aunque suponían que la travesía resultaría muy peligrosa.
Su punto de destino había sido en los últimos días objeto de numerosas discusiones, sobre todo desde que Raistlin se recobrara de su enfermedad. Los compañeros habían espiado con ansiedad sus manejos del Orbe de los Dragones, sin prestar demasiada atención a su estado de salud. ¿Qué había ocurrido cuando utilizó la esfera? ¿Qué perjuicio podía causarles?
—No debéis sentir miedo —les recomendó el mago en su sibilante voz—. No soy necio y débil como el rey elfo. Yo he controlado al Orbe, no a la inversa.
—¿Cuáles son sus propiedades? ¿Para qué podemos servirnos de él? —preguntó Tanis, alarmado ante la gélida expresión que se dibujaba en el rostro metálico de Raistlin.
—He tenido que aplicar toda mi fuerza para dominarlo —explicó el hechicero con los ojos alzados hacia el techo pero necesito estudiarlo más a fondo antes de aprender a utilizar sus poderes.
—¿Estudiarlo? —repitió el semielfo—. ¿Estudiar el Orbe?
—No exactamente —aclaró Raistlin, después de lanzarle una fugaz mirada y posar de nuevo su vista en las alturas —. Lo que debo estudiar son los libros escritos por los antiguos sabios que crearon este objeto. Tenemos que ir a Palanthas, a la biblioteca donde reside un tal Astinus.
Tanis guardó unos segundos de silencio. Oía el matraqueo de los pulmones del hechicero en la lucha que libraban para respirar.
«¿Por qué se aferrará así a la vida?», pensó el semielfo sin acertar a comprenderlo.
Aquella mañana había nevado, pero los espesos copos se habían convertido en una fina lluvia. Tanis escuchaba su tamborileo sobre la madera del carromato. Quizá era a causa del encapotado día pero, al observar a Raistlin, Tanis sintió un escalofrío que recorrió su cuerpo hasta congelarle el corazón.
—¿A eso te referías al hablar de antiguos hechizos? —indagó por fin.
—Naturalmente. ¿A qué sino? —Raistlin hizo una pausa para toser, y añadió—: ¿Cuándo hablé yo de tales encantamientos?
—Cuando te encontramos por vez primera —le recordó el semielfo, examinándolo con suma atención. Advirtió un hondo frunce en su ceño y captó la tensión que dimanaba de su quebrada voz.
—¿Qué dije entonces?
—Apenas nada. Hiciste una vaga alusión a unos viejos hechizos cuyo secreto pronto poseerías.
—¿Eso fue todo?
Tanis no respondió de inmediato, y los ojos
como
relojes de arena del mago le traspasaron con una inquietante frialdad que le produjo un estremecimiento. Viendo que asentía. Raistlin desvió el rostro.
—Voy a dormir un rato —declaró—. Palanthas, no lo olvides.
Tanis se vio obligado a admitir que deseaba viajar a Sancrist por motivos egoístas. Esperaba contra toda lógica que Laurana, Sturm y los otros se hubieran dirigido a esa ciudad. Además, era allí donde había prometido llevar el Orbe pero ahora tenía que sopesar la insistencia de Raistlin en visitar la biblioteca de Astinus a fin de descubrir los enigmas que encerraba.
Se hallaba sumida su mente en tales disquisiciones cuando llegaron a Flotsam. Al fin, decidió que lo mejor sería comprar pasajes en una nave que zarpase con rumbo norte y desembarcar según las posibilidades que se presentaran.
Pero al llegar a este puerto tuvieron una gran desilusión. Había más draconianos en la ciudad que los que habían visto en todo su viaje desde Balifor septentrional. Las calles eran un hervidero de patrullas armadas, que demostraban un especial interés por los extraños. Como los compañeros habían tenido la feliz idea de vender su carromato antes de atravesar las puertas pudieron mezclarse con el gentío, si bien cinco minutos después de entrar en la urbe vieron cómo unos draconianos arrestaban a un hombre por «hacer preguntas».
Les alarmó tan triste espectáculo, de modo que se albergaron en la primera posada que encontraron: una casucha destartalada de la periferia.
—¿Cómo nos las vamos a arreglar para ir hasta el puerto, y sobre todo para adquirir pasajes? —inquirió Caramon en cuanto se hubieron instalado en sus poco acogedoras alcobas ¿Qué sucede aquí?
—El posadero dice que hay un Señor del Dragón en la ciudad. Al parecer las tropas buscan a unos espías o algo parecido —aclaró Tanis con desasosiego.
—Quizá intentan rastrearnos a nosotros —apuntó el guerrero, intercambiando miradas con los otros.
—¡Eso es ridículo! —se apresuró a rebatirle Tanis —. Somos víctimas de una obsesión. Nadie puede saber que estamos en Flotsam, ni sospechar qué ocultamos.
—Me pregunto si... —esbozó Riverwind, a la vez que miraba receloso a Raistlin.
El mago cruzó sus ojos con los del bárbaro, pero no se dignó contestar.
—Beberé agua caliente —indicó a Caramon.
—Sólo se me ocurre una solución —propuso Tanis mientras el guerrero obedecía las instrucciones de su hermano—. Caramon y yo saldremos esta noche y atacaremos a dos oficiales del ejército de los dragones para robarles los uniformes. No pienso en los draconianos —añadió al ver la mueca de disgusto del hombretón—, sino en los mercenarios de raza humana. Así podremos movernos por Flotsam con entera libertad.
Tras un corto conciliábulo, todos reconocieron que era el único plan que podía funcionar. Los compañeros cenaron sin apetito, prefiriendo hacerlo en sus habitaciones antes que arriesgarse a bajar al comedor.