Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
Se situó en el centro del parapeto. Era, apenas, una pequeña figura entre la tierra y el cielo. Los dragones podían planear sobre él o trazar círculos en su derredor, pero no era eso lo que deseaba. Tenían que verlo como una amenaza y tomarse un tiempo antes de arremeter.
Tras envainar el acero, ajustó una flecha a su tenso arco y apuntó al animal que encabezaba la escuadra. Esperó paciente, conteniendo el aliento.
«No puedo echarlo todo a perder. Debo aguardar», se decía.
El dragón se puso a tiro. La flecha de Sturm surcó certera la refulgente atmósfera matutina, para golpear el cuello de su diana. Sin casi lastimarle el proyectil, rebotó contra las azuladas escamas, pero el reptil levantó la cabeza a causa del molesto aguijonazo. La sorpresa y la irritación hicieron que aminorase la marcha, justo lo que su agresor deseaba. Disparó de nuevo, esta vez al dragón que volaba detrás del cabecilla.
La flecha desgarró la membrana de un ala, y el herido lanzó un bramido de rabia. Sturm reanudó su ataque, Si bien en esta ocasión el jinete logró esquivar el dardo. No importaba, el caballero había logrado su propósito: llamar su atención, demostrar que era un reto, obligarlos a embestir. Oyó ecos de pisadas en el patio, sucedidos por el agudo chirriar de los manubrios que izaban los rastrillos.
El Señor del Dragón se puso en pie sobre la silla. Confeccionada como una cuadriga, ésta podía sostener a su jinete en pie sin que corriera el riesgo de caer. El dignatario portaba una lanza, que sujetaba con la mano enguantada. Sturm se deshizo del arco y, desenvainando la espada, se mantuvo firme mientras veía acercarse a la fiera de furibundos ojos ígneos y brillantes colmillos blancos.
En lontananza sonó el clamor de una trompeta, gélida su música como el aire de las nevadas montañas que albergaban su olvidado hogar. Las puras y agudas notas de la llamada le traspasaron el corazón al elevarse majestuosas por encima de la muerte y la desesperanza que lo rodeaban.
Sturm respondió al clarín con un salvaje grito de guerra. Empuñó su acero, dejando que el sol iluminase de nuevo su hoja. El dragón dibujó una pirueta hacia él.
Sonó de nuevo la trompeta, y, de nuevo, contestó el caballero. Alzó la voz cuanto pudo, pero no alcanzó el timbre deseado porque, de pronto, comprendió que había oído antes aquellos acordes. ¡El sueño!
Se detuvo, cerrando en torno a la empuñadura unos dedos que sudaban bajo el guante. El dragón se cernía sobre él, cabalgado por un ser siniestro cuya córnea máscara se teñía de púrpura. La lanza del enemigo, en posición horizontal, parecía presta a ensartarlo.
El miedo atenazó el vientre de Sturm, su piel se heló. Por tercera vez hendió el aire el clamor de la trompeta. Igual que en el sueño; si sus augurios se cumplían no tardaría en caer. El pánico hizo presa en su ánimo. «¡Escapa!, le ordenaba su instinto.»
¡Escapar! Los dragones se abalanzarían sobre el patio. Quizá los caballeros aún no estaban preparados y morirían en el acto, así como Laurana, Flint y Tas. La torre se desmoronaría.
Sturm logró dominarse. Todo lo demás se había diluido en la nada: sus ideales, sus ambiciones, sus sueños. La Orden se hallaba al borde de la destrucción, la Medida había fracasado. Su vida entera carecía de sentido. No podía ocurrir lo mismo con su muerte. Daría tiempo a Laurana mediante el sacrificio de su existencia, que era cuanto le quedaba por ofrecer. Perecería según dictaba el Código, era lo único a lo que podía aferrarse.
Alzando su espada dedicó al enemigo el saludo propio de los caballeros solámnicos. Para su sorpresa, su llamada fue respondida con grave dignidad por el adversario. Sin más preliminares el dragón se lanzó en picado, abiertas sus mandíbulas a fin de desgarrar la carne de su víctima entre sus ristras de afilados colmillos. Sturm trazó un agresivo arco, obligando al atacante a retirar la cabeza bajo riesgo de morir decapitado. Abrigaba la esperanza de interrumpir su vuelo, pero las alas de la criatura permanecieron impávidas. El jinete guiaba su montura con mano segura, sosteniendo equilibrada la refulgente lanza en todo momento.
El caballero estaba de cara a levante, tan cegado por el brillo del sol que sólo vislumbraba a su rival como un inmenso punto de negrura. El animal descendió a increíble velocidad hasta situarse por debajo del parapeto, y entonces Sturm se percató de que pretendía absorberlo en sentido opuesto a la vez anterior para que fuera el jinete quien le atacase. Los otros dos dragones se rezagaron, dispuestos a entrar en acción si su jefe precisaba su ayuda llegado el momento de aniquilar a tan insolente individuo.
El cielo se vació durante un momento de criaturas siniestras hasta que el dragón surgió abruptamente por el borde del parapeto, lanzando estruendosos rugidos que hicieron estallar los tímpanos de Sturm. Le mareaba el aliento del reptil, le dolía la cabeza de forma irresistible. Aunque se balanceó un instante, logró mantener el equilibrio y arremeter con su espada. La vetusta hoja abrió un surco en el hocico del animal, del que brotó una cascada de sangre negra. El dragón bramó enfurecido.
El golpe fue certero, pero letal para Sturm. No tuvo tiempo de recobrarse.
El Señor del Dragón empuñó la lanza, brillando su punta bajo los nacientes rayos solares. Se inclinó entonces hacia adelante y embistió. El acero traspasó armadura, carne y hueso.
La luz del caballero se extinguió, su sol se ensombreció.
El Orbe de los Dragones.
Las dragonlance.
Los caballeros corrían hacia el interior de la torre del Sumo Sacerdote a uno y otro lado de Laurana, apostándose donde ella les había indicado. Aunque escépticos al principio, renacieron las esperanzas cuando la elfa les expuso su plan.
El patio quedó vacío al abandonarlo los soldados. Laurana sabía que debía apresurarse. En aquel momento tendría que haber estado junto a Tas, preparándose para utilizar el Orbe, pero no lograba desviar los ojos de la solitaria figura que se erguía sobre el parapeto.
Se recortó la silueta de los dragones frente al sol, y lanza y espada relampaguearon en el luminoso día que no había hecho más que comenzar.
El universo de la elfa cesó de girar. El tiempo transcurría lento, como en su sueño.
El acero se tiñó de sangre. El reptil aulló. La lanza permaneció equilibrada durante una eternidad. El astro rey se detuvo. El arma enemiga se incrustó en su diana.
Un objeto destellante cayó despacio al patio. Era el acero de Sturm, desprendido de su inerte mano, el único movimiento que detectó Laurana en un mundo estático. El cuerpo del caballero se paralizó, ensartado en la lanza del Señor del Dragón. El animal quedó suspendido en las alturas con las alas extendidas. Nada se agitaba, reinaba una quietud absoluta.
Liberó la lanza de su presa el dignatario hostil y los despojos de Sturm se desplomaron sobre el muro, convertidos en una masa oscura que se perfilaba a contraluz. El dragón rugió encolerizado, y un ígneo relámpago brotó de su boca ensangrentada para estrellarse contra la torre del Sumo Sacerdote. Con un resonante estallido, las piedras se partieron. Ardieron llamas que eclipsaron al sol. Los otros dos reptiles se lanzaron en picado hacia el patio, en el mismo momento en que la espada de Sturm aterrizaba con un ominoso repiqueteo.
El tiempo reanudó su avance.
Laurana vio a los dragones que la acosaban. El suelo tembló bajo sus pies cuando los fragmentos de roca llovieron sobre ella, levantando una densa nube de humo y polvo. Aun así, no pudo moverse. Hacerlo significaba transformar en realidad la pesadilla. Una voz inane le susurraba al oído: «Si permaneces donde estás, nada de esto habrá ocurrido.»
La espada, no obstante, yacía a unos pies de ella. Y, bajo su hipnótica mirada, el Señor del Dragón agitaba su lanza para incitar al ataque a las tropas que aguardaban en el llano. Laurana oyó el clamor de las trompetas. Visualizaba en su imaginación a los ejércitos avanzando por la planicie cubierta de nieve.
De nuevo azotó su cuerpo un intenso temblor. Vaciló un instante más, mientras se despedía en silencio del espíritu del caballero. Al fin echó a correr, tropezando contra las protuberancias del resquebrajado patio y abrumada por los espantosos relámpagos que rasgaban el aire. Se detuvo para recoger la espada del suelo y blandirla en actitud de desafío.
—¡ Soliasi Arath!
—exclamó en lengua elfa, y su voz resonó más poderosa que el estruendo de la destrucción. No pretendía sino excitar a los dragones que se aprestaban a atacarla.
Los jinetes se rieron, y respondieron a su llamada con desdeñosos retos. Los animales, a coro con sus monturas, emitieron bramidos de júbilo ante la matanza que se avecinaba. Los dos rezagados que escoltaban al Señor del Dragón emprendieron la persecución de su víctima.
Laurana corrió hacia los enormes y abiertos rastrillos, aquellas absurdas entradas de la torre. Los pétreos muros retrocedían en una nebulosa, tal era la velocidad que imprimía a sus piernas. Oía a su espalda las evoluciones de un reptil, sus estentóreos resoplidos y el aire que desplazaban sus alas. También alcanzó sus tímpanos la orden que impartía a su animal uno de los jinetes, que interrumpió la persecución hacia las entrañas de la mole. «¡Espléndido!», se dijo la muchacha con una triste sonrisa.
Tras cruzar la primera sala, atravesó otro rastrillo. Había allí algunos caballeros, preparados para bajar la reja.
—¡Mantenedlo abierto! —les recordó casi sin aliento.
Asintieron, y la elfa siguió corriendo. Se hallaba ahora en la sombría cámara de extrañas y dentadas columnas, que parecían volcarse sobre ella como amenazadores colmillos. Detrás de los pilares, vio varios rostros lívidos embutidos en los metálicos yelmos. La luz reverberaba en las puntas de las lanzas
dragonlance.
Los caballeros espiaban su paso en silencio.
—¡Retroceded, ocultaos tras las columnas! —vociferó.
—¿Y Sturm? —preguntó alguien.
Laurana meneó la cabeza, demasiado agotada para hablar. Traspasó el tercer rastrillo, aquel que exhibía un boquete en su centro. Aguardaban junto a él cuatro caballeros, y también Flint. Era la posición clave. Laurana quería que la ocupase uno de sus amigos, uno de los seres en quien podía confiar. Sólo tuvo tiempo para intercambiar una mirada con el enano, pero fue suficiente. Flint leyó el desenlace de la batalla de Sturm en su rostro. Inclinó un momento la cabeza, a la vez que cobijaba el rostro entre sus manos.
Laurana no titubeó. Al fondo de la pequeña sala, salvó la doble puerta de recio acero y se introdujo en la estancia donde reposaba el Orbe de los Dragones.
Tasslehoff había limpiado el polvo del objeto con su pañuelo. La elfa veía en su interior una bruma rojiza, que se arremolinaba en medio de destellos multicolores. El kender estaba frente a él, escudriñándolo, calados los anteojos mágicos en su exigua nariz.
—¿Qué debo hacer ahora? —preguntó Laurana con voz entrecortada, casi sin aliento.
—Recapacita —le suplicó él—. He leído que si no logras controlar la esencia de los Dragones que contiene esta esfera serán ellos quienes vendrán, Laurana, y se adueñarán de ti.
—Dime qué debo hacer —repitió ella con resuelto ademán.
—Coloca tus manos sobre el Orbe y... —se quebró su voz—.¡No, detente!
Era demasiado tarde. La muchacha ya había posado sus delicados dedos sobre el gélido globo de cristal. Se produjo en el torbellino un estallido de luz, tan brillante que el kender tuvo que apartar los ojos
—¡Laurana, escúchame! —vociferó con su agudo timbre—. Debes concentrarte, descartar todo pensamiento que no sea el de doblegar el Orbe a tu voluntad. Laurana, por favor...
Si lo oyó, no emitió ninguna respuesta. Tas comprendió que estaba ya enzarzada en la batalla que debía librar para; dominar la esencia del poder. Recordó tembloroso la advertencia de Fizban, su augurio de muerte y, peor aún, la pérdida del alma. Apenas interpretaba las palabras escritas en los llameantes colores del Orbe, pero era consciente de que la integridad espiritual de Laurana pendía de un hilo.
La contemplaba desencajado, ansioso por ayudarla pero a sabiendas de que no osaría actuar. La princesa permaneció varios minutos inmóvil, extendidas sus manos sobre el objeto y tan pálida que la vida parecía escapar en pos de la bruma. Tenía la mirada absorta en los arremolinados colores y, cuando el kender trató de imitarla, se sintió mareado y se alejó unos pasos. Se produjo otra explosión en el exterior. El polvo que se acumulaba en el techo se esparció por la cámara. Tas se estremeció, mas Laurana se mantuvo impertérrita.
Cerró los ojos e inclinó la cabeza sin apartar las manos: del Orbe. Tal era la fuerza con que ahora lo aferraba, que sus dedos se tornaron blancos. De pronto comenzó a convulsionarse y a gemir, como si intentara desesperadamente soltar la maligna esfera. Si era ésa su intención no lo logró, el objeto la atenazaba.
Tas se preguntó desconcertado qué podía hacer. Deseaba correr junto a Laurana y liberarla. Lamentó no haber roto el Orbe. No le restaba sino contemplar la escena en una total impotencia.
El cuerpo de la elfa se retorció en un estremecimiento y el kender la vio caer de rodillas, aunque sin desasir la redonda superficie. Su sumisión, sin embargo, duró poco. Meneó la cabeza iracunda y, farfullando frases ininteligibles en lengua elfa, forcejeó para incorporarse ayudada por la fuerza que manaba de su singular contrincante. Sus manos palidecieron aún más debido al esfuerzo, y el sudor goteó sobre su frente. Era ostensible que aplicaba a su empeño toda la fuerza que albergaba en su ser. Al fin, con agónica lentitud, se levantó.
El Orbe derramó un nuevo fulgor y sus colores se fundieron en uno solo, indescriptible. Una luz pura, fúlgida, brotó de su circunferencia. Laurana, erguida ante ella en majestuosa postura, relajó sus facciones en una sonrisa.
No había hecho más que esbozarla cuando se derrumbó, inconsciente, sobre el suelo.
En el patio de la torre del Sumo Sacerdote, los dragones se afanaban en reducir a escombros los muros de piedra. El ejército se aproximaba al recinto con los draconianos en primera línea, preparados para atravesar las brechas de las paredes y matar a toda criatura viviente. Su comandante trazaba círculos sobre el caos, teñido el hocico de su animal por su propia y negruzca sangre, mientras supervisaba la destrucción. Todo parecía desarrollarse de un modo satisfactorio cuando la luz diurna fue eclipsada por un resplandor puro, deslumbrador, surgido de las tres enormes entradas que conducían a las entrañas de la mole.