Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
¡La lanza! Gateó por la humedecida nieve hasta que sus dedos se cerraron en torno al mango de madera. Hizo ademán de incorporarse, resuelta a hundir el arma en la garganta del dragón.
Un bota negra se posó firme sobre la lanza, aplastando casi la mano de Laurana. La muchacha estudió la bruñida caña, decorada con una áurea filigrana que centelleaba al sol. Examinó la figura que pisaba la sangre de Sturm y respiró hondo, antes de amenazarle:
—Si osas tocar este cuerpo, morirás. Ni siquiera tu dragón podrá salvarte. Este caballero fue mi amigo, y no consentiré que su asesino lo mutile.
—No tengo intención de mutilar a nadie —declaró el dignatario enemigo. Con exagerada lentitud, el individuo se inclinó hacia adelante y cerró los párpados de Sturm para dar reposo a aquellos ojos que miraban al sol sin verlo.
El Señor del Dragón se situó frente a ella, que permanecía arrodillada en la nieve, y retiró la bota de la
dragonlance.
—También fue mi amigo. Lo reconocí en el momento en que me disponía a matarle.
—No te creo —replicó Laurana, observando al mandatario con inequívocas muestras de cansancio —. No es posible.
Despacio, el Señor del Dragón se desprendió de la córnea máscara.
—Supongo que has oído hablar de mí, Lauralanthalasa. Así te llamas, ¿verdad?
Laurana asintió en silencio, a la vez que se ponía en pie.
—Yo soy... —quiso presentarse, con una sonrisa encantadora pero ambigua.
—Kitiara.
—¿Cómo lo sabes?
—Te me apareciste en un sueño —explicó la elfa.
—¡Ah, sí, el sueño! —Kitiara pasó una mano enguantada por su oscuro y ensortijado cabello—. Tanis me lo mencionó en una ocasión. Imagino que todos lo compartisteis. Al menos, él piensa que sus amigos lo conocen —bajó la mirada hacia el yaciente Sturm—. Resulta extraña la forma en que la muerte de este caballero ha confirmado el vaticinio. Tanis me comentó que también en su caso se ha realizado, al menos la parte en que yo le salvaba la vida.
Laurana comenzó a temblar una vez más. Su semblante blanquecino por el agotamiento, se tornó casi translúcido al dejar de regarlo la sangre.
—¿Has visto a Tanis?
—Hace dos días. Lo dejé en Flotsam para ocuparse de todo durante mi ausencia.
Las frías palabras de la señora del Dragón traspasaron el alma de la elfa como hiciera su lanza con la carne de Sturm. La muchacha sintió que la piedra se deslizaba bajo sus pies, dejándola en el vacío. Se mezclaron el cielo y la tierra, el dolor la partió en dos. «Miente», pensó para aliviar su desasosiego. Pero sabía con punzante certeza que, aunque Kitiara no reparaba en contar embustes si lo convenía, ahora decía la verdad.
Laurana se bamboleó y estuvo a punto de desmayarse. Sólo la determinación de no revelar su flaqueza delante de aquella humana la mantuvo erguida. Kitiara no advirtió su titubeo. Agachándose, asió el arma que la elfa había soltado y la estudió con vivo interés.
—De modo que ésta es la famosa
dragonlance
—afirmó más que preguntó.
Laurana se recompuso y contestó, esforzándose por conferir firmeza a su voz:
—Sí. Si quieres ver de lo que es capaz, puedes entrar en la fortaleza y examinar los despojos de tus dragones.
La humana dirigió una fugaz mirada hacia el patio, una mirada más desdeñosa que inquieta.
—No son las
dragonlance
las que han atraído a mis reptiles a la trampa —declaró, escudriñando a su oponente con sus ojos pardos—, ni tampoco las que han dispersado a mi ejército a los cuatro vientos.
Al oírle mencionar a las tropas, Laurana volvió una vez más la vista hacia el llano.
—Sí —prosiguió la Señora del Dragón al constatar que la elfa empezaba a comprender—Hoy me has derrotado. Saborea tu victoria, porque no ha de perdurar.
La comandante manipuló diestramente la lanza en su mano y apuntó al corazón de Laurana, que permaneció frente a ella inmóvil con su delicado rostro vacío de emociones.
Kitiara sonrió. Un hábil sesgo le bastó para voltear la mortífera arma y clavarla en la nieve.
—Gracias por obsequiármela —dijo—. Nos han informado sobre estos artefactos y ahora podré averiguar si son tan invencibles como proclamáis.
La humana hizo una leve reverencia a la princesa. Se ajustó de nuevo la máscara, empuñó la lanza y se dispuso a partir. Antes de alejarse, no obstante, miró con respeto el cadáver de Sturm.
—Encárgate de que se le dispensen los honores que merece —ordenó—. Tardaré por lo menos tres días en reagrupar mis tropas, te concedo ese tiempo para organizar la ceremonia fúnebre.
—Sabemos cómo enterrar a nuestros muertos —la espetó Laurana altiva—. No necesitamos tus consejos.
El recuerdo de la muerte de Sturm y la visión de su cadáver, restituyeron a la elfa a la realidad como el agua fría que se vierte sobre la faz de un durmiente. Colocándose en actitud protectora entre los despojos de su amigo y la Señora del Dragón, desafió a los ojos pardos que refulgían detrás de la máscara.
—¿Qué vas a explicarle a Tanis? —la interrogó.
—Nada —se limitó a contestar Kit—. Nada en absoluto.
Mientras regresaba junto a su reptil, Laurana contempló su grácil andar, la negra capa que ondeaba, movida por la tibia brisa del norte. El sol se reflejaba en el trofeo que le había arrebatado, y le asaltó la idea de impedir que se lo llevase. Había un ejército de caballeros en la fortaleza, no tenía más que llamarlos.
Pero su agotamiento de cuerpo y de mente no la dejó actuar. Ya hacía un esfuerzo sobrehumano para no desmoronarse, sólo el orgullo la mantenía en pie.
«Quédate con la
dragonlance
—accedió sin palabras—. Te prestará un gran servicio.»
Kitiara se detuvo junto al gigantesco dragón. Los caballeros se habían reunido en el patio, donde varios hombres depositaban ahora la cabeza de uno de los reptiles que cayeron en la trampa. Skie meneó su propia testa al ver la de su compañero, y un salvaje gruñido resonó en su pecho. Atraídos por su eco, los soldados se volvieron hacia el parapeto y distinguieron al reptil, a la dignataria hostil y a Laurana. Algunos de ellos aprestaron sus armas, pero la princesa elfa levantó la mano para indicarles que no debían atacar. Fue el último gesto que sus fuerzas le permitieron hacer.
La Señora del Dragón dedicó a los caballeros una despreciativa mirada y, posando su mano en el cuello de Skie, lo acarició en un intento de apaciguarlo. Se tomó unos minutos, quería demostrarles que no le inspiraban ningún temor.
Aunque a regañadientes, los soldados depusieron las armas. Con una desagradable risa Kitiara se encaramó a su montura.
—Adiós, Lauralanthalasa —se despidió.
Empuñando la
dragonlance,
la comandante ordenó a Skie que alzara el vuelo. El descomunal reptil desplegó las alas y se lanzó al aire sin esfuerzo para, guiado por su hábil jinete, trazar un círculo sobre Laurana.
La muchacha elfa observó los llameantes ojos del dragón. Descubrió la herida de su hocico, aún ensangrentada, y los colmillos que surcaban su boca abierta en una siniestra mueca. A su grupa, sentada entre las gigantescas alas, se hallaba Kitiara. El sol iluminaba la refulgente armadura de escamas y también la máscara, que despedía innegables fulgores. Los dorados rayos conferían una especial majestad a la
dragonlance
al reflejarse en su punta.
De pronto el arma cayó de la enguantada mano de la Señora del Dragón para, tras hacer en el aire aparatosas piruetas que realzaron aún más su destellante contorno, aterrizar con estruendo a los pies de Laurana.
—¡Consérvala! —vociferó Kitiara—. ¡Vas a necesitarla!
El dragón azul batió las alas, alcanzó las corrientes de aire y surcó el cielo hasta desvanecerse en lontananza
El funeral.
La noche invernal era oscura y sin estrellas. La brisa se había convertido en un huracán que arrastraba cellisca y nieve, cuyos copos traspasaban las armaduras con la crudeza de las flechas hasta congelar la sangre y el ánimo. No se establecieron turnos de vigilancia, cualquier hombre apostado en las almenas de la torre del Sumo Sacerdote habría muerto bajo los rigores del ventisquero.
Tampoco eran necesarios los centinelas. Durante todo el día, mientras brilló el sol, los caballeros otearon el llano sin percibir indicios del regreso de los ejércitos de los dragones. Ni siquiera después de anochecer se distinguieron más que algunas fogatas aisladas en el horizonte.
En esta impenetrable oscuridad, con el vendaval aullando entre las ruinas de la derrumbada torre, como si pretendiera imitar los gritos de los dragones asesinados, los Caballeros de Solamnia enterraron a sus muertos.
Los cadáveres fueron trasladados a un sepulcro cavado en la roca debajo de la torre. Tiempo atrás, se había utilizado para albergar los despojos de los miembros de la Orden. Pero eso ocurrió en un pasado inmemorial, cuando Huma cabalgó hacia su gloriosa muerte en los campos. La cámara mortuoria habría caído en el olvido de no ser por la curiosidad de un kender. En una época debió estar custodiada e incólume pero el transcurrir de los años la había arruinado. Cubría los pétreos ataúdes una capa de polvo. Una vez la hubieron limpiado, nada pudo leerse de las inscripciones talladas en la roca.
Llamado la Cámara de Paladine, el sepulcro era una estancia rectangular construida en un subterráneo donde no pudo sufrir los efectos de la destrucción de la mole. Una larga y angosta escalera conducía a sus entrañas desde una inmensa puerta de hierro en la que aparecía grabado el emblema de Paladine: el dragón de platino, antiguo símbolo de la muerte y el renacer. Los caballeros iluminaron la sala con antorchas, que ajustaron a oxidados pedestales metálicos sujetos por herrumbrosas tachuelas a los muros.
Los féretros de piedra de los caballeros muertos en viejas lides jalonaban las paredes de la estancia. Sobre cada uno de ellos una placa de hierro anunciaba el nombre de su ocupante, su familia y su fecha de nacimiento. Un pasillo central conducía, entre las hileras de tumbas, hacia un altar de mármol. Fue en este corredor de la Cámara de Paladine donde los caballeros depositaron a los fallecidos de las últimas jornadas.
No había tiempo para construir ataúdes. Todos sabían que las hordas hostiles volverían y los caballeros tuvieron que consagrar cada minuto disponible a reforzar las murallas de la fortaleza, no a confeccionar moradas eternas para quienes no habían de precisarlas. Llevaron los restos de sus compañeros a la Cámara y los distribuyeron en una larga fila sobre el frío suelo de piedra. Amortajaron sus cuerpos mediante vetustas telas de lino que en principio estaban destinadas a las ceremonias de investidura. Tampoco había tiempo para confeccionar lienzos adecuados. Se colocaron las espadas encima de los pechos de los yacientes, mientras que a sus pies se dispusieron algunas pertenencias del enemigo: aquí una flecha, allí un escudo abollado o las garras de un dragón.
Una vez hubieron transportado a la cámara todos los despojos, los caballeros se reunieron. A la luz de las antorchas, cada uno se situó junto al cuerpo del amigo, del compañero o del hermano. Al fin, en medio de un silencio tan impenetrable que todos odian su propio pálpito, fueron entrados en la sala los tres últimos cadáveres. Tendidos sobre parihuelas, los escoltaba una solemne guardia de honor.
Debería haberse celebrado un regio funeral, resplandeciente, con los requisitos prescritos por la Medida. En el altar se habría erguido el Gran Maestre, revestido con la armadura de gala. Le habrían acompañado el Sumo Sacerdote, ataviado también con una armadura engalanada por el manto blanco de los clérigos de Paladine, y el Juez Supremo, que se reconocía gracias a la capa negra de la judicatura. El altar habría sido circundado por guirnaldas de rosas, y los dorados emblemas del martín pescador, la corona y la espada habrían refulgido sobre la marmórea superficie.
Pero en el ara sólo había una muchacha elfa, vestida con una armadura abollada y manchada de sangre. La flanqueaban un viejo enano, con la cabeza inclinada a causa del dolor, y un kender cuyo rostro exhibía también los surcos del sufrimiento. La única rosa que adornaba el altar era una de color negro, hallada en el cinto de Sturm, al lado de una
dragonlance
de plata ennegrecida por la sangre seca.
La guardia llevó los cuerpos al fondo de la cámara y los depositó, en actitud reverente, frente a los tres amigos.
A la derecha estaba el cadáver del comandante Alfred Markenin, ocultos piadosamente sus mutilados restos bajo un retazo de lino blanco. A la izquierda se hallaba el también comandante Derek Crownguard, al que habían tapado el rostro con un paño para que nadie viese la espantosa mueca adoptada al sobrevenirle la muerte. En el centro yacía Sturm Brightblade. Ningún lienzo lo cubría, tan sólo la armadura que luciera durante el día. La espada de su padre descansaba en su pecho, sujeta por sus rígidas manos. Se vislumbraba otro ornamento sobre su devastado pectoral, una prenda que no reconoció ninguno de los caballeros.
Era la joya Estrella, que Laurana había encontrado en un charco de sangre del propio caballero. Su superficie estaba opaca, habiéndose extinguido su brillo mientras la elfa la sostenía en su palma. Más tarde comprendió su secreto, cuando tuvo ocasión de estudiarla. Era así como habían compartido el sueño en Silvanesti. ¿Había descubierto Sturm el poder de la gema? ¿Conocía la dimensión del vínculo que lo unía a Alhana? Probablemente no, se dijo la muchacha con tristeza, ni tampoco había adivinado la intensidad delamor que representaba. Ningún humano podía hacerlo. Pensó, afligida, en aquella mujer elfa de cabello azabache, que debía saber que el corazón sobre el cual yacía había enmudecido para siempre.
La guardia de honor retrocedió, manteniéndose en posición de firmes. Los caballeros allí congregados inclinaron unos segundos la cabeza, antes de alzar los ojos hacia Laurana.
Había llegado el momento de los discursos, de las inflamadas evocaciones de las proezas realizadas por los caballeros muertos. Sin embargo, no se oían en la sala sino los sollozos del viejo enano y los quedos gemidos de Tasslehoff. Laurana contempló el sereno rostro de Sturm, y se ahogaron las palabras que afloraban ya a sus labios.
Por un instante envidió al caballero con toda su alma. Estaba más allá del dolor, del sufrimiento y de la soledad. Había librado su batalla, saliendo victorioso del trance.