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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La tumba de Huma (58 page)

BOOK: La tumba de Huma
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Los jinetes contemplaron los misteriosos fulgores, preguntándose su significado sin darle excesiva importancia. Pero los dragones que montaban tuvieron una reacción muy distinta. Alzaron sus cabezas, se empañó su vista. Habían oído la señal.

Capturada por antiguos magos, sometida al control de la muchacha elfa, la esencia de los dragones que se revolvía en el Orbe hizo lo que debía al recibir órdenes: lanzó su irresistible llamada y los reptiles no tenían otra opción que responder al reclamo y tratar de hallar su fuente.

En vano se esforzaron los jinetes para detener a sus cabalgaduras. Los dragones no oían las imperativas voces de quienes hasta ahora los conducían, sino el mensaje del Orbe. Los animales volaron en dirección a los incitantes rastrillos mientras los gritos y forcejeos de los desesperados humanos se malgastaban sin atraer su atención.

La alba luz se extendió más allá de la torre, bañando las filas de las tropas, y los comandantes tuvieron que contemplar inermes cómo sus subordinados se dispersaban enloquecidos.

La llamada del Orbe era oída con total claridad por los dragones. Pero los draconianos, que sólo eran reptiles en parte, la captaron como una voz ensordecedora que impartía confusos mandatos. A cada uno le llegaba de forma distinta, cada uno recibía un estímulo diferente.

Unos caían de rodillas, sujetándose la cabeza en medio de un dolor agónico. Otros huían en desbandada como si un horror invisible les acechara en la torre, y no faltaron los que soltaron las armas para echar a correr hacia aquélla. En escasos momentos un ataque organizado, bien concebido, se convirtió en un caos irrefrenable en el que los draconianos corrían en todas las direcciones posibles. Al ver cómo se rompían las formaciones, los goblins también se dieron a la fuga y los humanos quedaron aturdidos en el campo de batalla, a la espera de órdenes que nadie había de comunicarles.

La cabalgadura del Señor del Dragón mantuvo la serenidad, aunque a duras penas, merced a la fuerza de voluntad de su jinete. Mas los otros dos reptiles y el deshecho ejército eran ingobernables. El dignatario se agitaba en su ira impotente, tratando de averiguar qué significaba aquella luz blanca y de dónde procedía para desvirtuarla si podía.

Uno de los dos dragones azules llegó al primer rastrillo y se adentró en la enorme sala, con tal ímpetu que su montura apenas tuvo tiempo de bajar la cabeza para no estrellarse contra el muro. Obediente a la llamada del Orbe, el animal atravesó rápidamente la estancia con las puntas de sus alas rozando la piedra.

Franqueó la segunda reja y se introdujo en la cámara de los pilares aserrados. Olió aquí a acero y carne humana, pero era tal el poder de atracción del haz luminoso que hizo caso omiso de los efluvios. La anchura de la sala, inferior a la de la precedente, le obligó a doblar las alas sobre su cuerpo y dejarse llevar por el impulso.

Flint observó su accidentado vuelo. En sus ciento cuarenta años de existencia nunca había presenciado una escena semejante, y esperaba que no se repitiera. El miedo a los dragones se enseñoreó de los hombres apostados en la cámara como una ola hipnotizadora. Los jóvenes caballeros se arrimaron a las paredes y sin desasir las lanzas, cubrieron sus ojos cuando aquel monstruo de escamas azules pasó por su lado.

El enano tropezó hacia atrás, apoyando débilmente su temblorosa mano en el mecanismo que debía bajar el rastrillo. Nunca le había invadido un terror tan intenso, hasta la muerte se le antojó acogedora si debía poner fin a aquel espanto. El dragón, ignorante de todo salvo de la llamada del Orbe, siguió su camino ajeno a todo lo que le rodeaba.

La descomunal cabeza se asomó por el rastrillo con el boquete en el centro. En un acto instintivo, consciente tan sólo de que no debía alcanzar su objetivo, Flint liberó el manubrio. Cerrose la verja que cubría el curioso hueco en torno al cuello del animal, aprisionándolo. Su forcejeante cuerpo se debatió inútilmente, se apretaron las alas contra los flancos en la estancia donde los caballeros lo espiaban con las
dragonlance
prestas para el ataque.

El dragón comprendió demasiado tarde que estaba atrapado. Rugió con tal furia que las rocas temblaron y se resquebrajaron, antes, incluso, de que abriera la boca para destruir el Orbe mediante su ígneo aliento. Tasslehoff, absorto hasta entonces en reanimar a Laurana, se encontró frente a dos ojos llameantes. Vio un par de gigantescas mandíbulas que se abrían, al parecer para tomar aliento.

Brotó el relámpago de la cavernosa garganta, arrojando al kender al suelo. Estalló la piedra en la estancia y la mágica bola se tambaleó sobre su pedestal. Tas yacía cuan largo era, anonadado por el impacto. No podía moverse, pero tampoco deseaba hacerlo. Permaneció donde estaba aguardando la segunda bocanada, que sin duda mataría a Laurana —si aún vivía y a él mismo. Llegado a este punto, poco le importaba.

El dragón nunca lanzó su segunda llama. Después de activarse el mecanismo que desplomó la primera verja, la doble puerta de acero se cerró frente al hocico de reptil y dejó inmovilizada su cabeza en la estancia intermedia.

Se sumió el recinto en un letal pero breve silencio, que rompió un estremecedor aullido. Retumbaron en la sala agudas, quejumbrosas y agónicas notas, provocadas por los caballeros al salir de sus escondrijos tras los pilares y hundir sus plateadas
dragonlance
en el cuerpo azul y convulsionado del dragón.

Tas se cubrió las orejas con las manos a fin de amortiguar los terribles ecos. Evocó una y otra vez las imágenes de la destrucción infligida por los reptiles malignos al asolar las ciudades, al matar a centenares de inocentes. Sabía que aquel monstruoso animal lo habría aniquilado sin piedad, que quizá ya habría acabado con la vida de Sturm. Se lo repitió incesantemente, deseoso de endurecer su corazón, pero no pudo sino enterrar la cabeza entre sus manos y prorrumpir en sollozos.

—Tas —susurró una voz, a la vez que lo acariciaban unos suaves dedos.

—¡Laurana! —El kender alzó la vista—. Lo lamento, Laurana. No debería importarme lo que hacen con esa criatura abyecta, y sin embargo su sufrimiento se me hace insoportable. ¿Por qué matar? ¡Es superior a mis fuerzas! —las lágrimas fluían por sus mejillas.

—Lo comprendo —lo reconfortó la elfa, mezclándose en su mente los recuerdos de la muerte de Sturm con los gemidos del dragón—. No te avergüences, Tas. Alégrate por ser capaz de compadecerte de la muerte de un enemigo. El día en que cese de afectarnos, aunque se trate de seres hostiles, habremos perdido la batalla.

Se intensificaron los alaridos de dolor y Tas se abrazó a Laurana, quien lo estrujó contra su cuerpo. Ambos se aferraban el uno al otro para aliviar el horror que les producían aquellos gritos desgarradores. De pronto oyeron un sonido distinto, la llamada de alerta de unos caballeros. El segundo dragón había penetrado en la estancia contigua, aplastando a su jinete contra el muro en un intento de traspasar la estrecha estancia para responder a los designios del Orbe.

En aquel instante la Torre se agitó sobre sus cimientos, sacudida por la violenta lucha del reptil torturado.

—¡Sígueme! —vociferó Laurana—. Tenemos que salir de aquí.

La elfa incorporó a Tas de un fuerte tirón y emprendió carrera hacia una pequeña puerta empotrada en el muro, que los conduciría al patio, a través de un túnel. Abrió la puerta de madera, en el mismo momento en que aparecía en la sala la cabeza del segundo animal. Los caballeros habían corrido la tapia de acero al comprobar que tenían dominado al que volaba en cabeza, preparados para repetir la estratagema. Tas no pudo evitar el detenerse, y contemplar tan fascinante espectáculo. Vio los furibundos ojos del gigantesco animal, enloquecido al oír los estertores del moribundo y comprendiendo que había caído en la misma trampa. Retorció la boca en una agresiva mueca, y tomó aliento. La doble puerta comenzó a cerrarse frente al prisionero, pero se detuvo a medio camino.

—¡Laurana, se ha atascado la tapia! —advirtió el kender—. El Orbe...

—¡Vámonos! —lo apremió ella, arrastrándolo hacia el pasadizo. Brotó el relámpago de fuego y Tas percibió cómo las llamas prendían en la cámara. Al volver la mirada, reticente a abandonar la escena, vio que el rocoso techo se derrumbaba sobre la estancia. La alba luz del Orbe quedó enterrada entre los escombros cuando la Torre se desmoronó sin remisión.

La sacudida hizo perder el equilibrio a Laurana y a Tas, arrojándolos contra el sólido umbral de la cámara. Tas ayudó a la elfa a ponerse en pie y reanudaron la precipitada marcha en pos de la luz del día.

La tierra cesó de agitarse, se disipó el retumbar de las rocas al desprenderse. Sólo se oían ocasionales zumbidos, ecos difusos que anunciaban nuevas resquebrajaduras. Deteniéndose para recobrar el aliento, Tas y Laurana giraron la cabeza y vieron que el final del pasadizo había sido bloqueado por las rocas de la Torre.

—¿Qué ocurrirá con el Orbe? —preguntó Tas.

—Supongo que se ha destruido. Es mejor para todos.

Ahora que la luz diurna alumbraba el rostro de la elfa, Tasslehoff la contempló. Quedó atónito. Su tez revestía una lividez mortal, incluso sus labios se habían tomado blancos. Tan sólo había color en sus verdes ojos, que espantaban por las dilatadas pupilas y las sombras purpúreas que los cercaban.

—No podría volver a utilizarlo —murmuró, más para sus adentros que para el kender—. Casi abandoné. Mis manos... ¡No quiero hablar de ello!

Se cubrió los ojos, aún temblorosa..

—De pronto recordé a Sturm erguido en el parapeto, afrontando la muerte en solitario. Si me dejaba vencer, su sacrificio carecería de sentido. No podía permitirlo, no podía defraudarlo. Obligué al Orbe a obedecer, pero sería incapaz de repetirlo. ¡No soportaría de nuevo tan terrible trance!

—¿Ha muerto Sturm? —inquirió Tas. Casi no le salían las palabras.

—Discúlpame, Tas, olvidé que lo ignorabas —respondió Laurana ya más serena—. Pereció en la lucha contra el Señor del Dragón.

—¿Fue...?

—Sí, fue rápido —explicó la elfa en tonos apagados—. Apenas sufrió.

Tas inclinó afligido la cabeza, pero la alzó de nuevo cuando otra explosión agitó lo que quedaba de la fortaleza.

—¡Los ejércitos de los dragones! La batalla no ha concluido —Laurana apoyó la mano en la empuñadura de la espada de Sturm, que había ajustado a su delgado talle —. Ve a buscar a Flint.

Laurana abandonó el túnel para aparecer en el patio, donde la luz la hizo parpadear. Le sorprendió que no hubiera anochecido. Tantos eran los sucesos acaecidos que tenía la impresión de que habían transcurrido años enteros. Sin embargo, el sol estaba empezando a elevarse tras los muros del recinto.

La Torre del Sumo Sacerdote había desaparecido, derruyéndose sobre sí misma hasta convertirse en un montón de escombros acumulados en el centro del patio. Las entradas y salas que conducían al Orbe no habían sufrido más daño que el provocado por los dragones al atravesarlas. Los muros exteriores estaban en pie, aunque presentaban numerosas brechas y manchas negras allí donde los reptiles habían lanzado sus bocanadas.

Ningún ejército se filtraba a través de las grietas. Reinaba una extraña paz, que apenas mancillaban los gemidos del segundo dragón y los ásperos gritos de sus verdugos al otro lado de los abiertos túneles.

¿Qué les había sucedido a las tropas? se preguntó Laurana, examinando asombrada su entorno. Deberían haber traspasado las murallas. Miró temerosa hacia las almenas, convencida de ver a las fieras criaturas dispuestas a abalanzarse.

Lo único que vislumbró fue el reverberar de los rayos solares sobre una armadura, la masa informe de Sturm tendida en el parapeto.

Recordó entonces el sueño, la imagen que ofrecían las ensangrentadas manos de los draconianos al despedazar el cuerpo del caballero.

«¡Impediré que cometan semejante atrocidad!», se dijo. Desenvainando la antigua espada de su amigo, atravesó presurosa el patio. Unos pocos pasos la persuadieron de que el arma era demasiado pesada para ella. Pero ¿de qué otro artilugio podía valerse? Escudriñó el patio en busca de una alternativa. ¡Las lanzas
dragonlance!
Dejó caer el acero para hacerse con una de aquéllas más livianas que portaban los soldados pedestres, e inició la escalada sin el más mínimo entorpecimiento.

Llegó a las almenas y oteó el panorama, esperando divisar en el llano la negra marea de las huestes enemigas. No ocupaban la vasta superficie más que algunos grupos dispersos de humanos, que miraban desconcertados a su alrededor.

¿Qué significaba todo aquello? La elfa no acertaba a adivinarlo, y además, estaba demasiado cansada para pensar. Decayó su momentáneo ánimo, sustituido por el agotamiento y una pesadumbre que parecía aplastarla. Culminó el ascenso y, arrastrando la lanza, se acercó a trompicones al cadáver que yacía en la nieve manchada de sangre.

Laurana se arrodilló junto al caballero, extendió la mano y apartó el enmarañado cabello para contemplar una vez más el rostro de su amigo. Descubrió en sus ojos sin vida una paz que nunca antes había observado.

—Duerme, querido Sturm —susurró cogiéndole la ya rígida mano y apoyándola contra su mejilla—, no permitas que los dragones enturbien tus sueños.

Al depositar de nuevo la amoratada mano sobre la armadura, distinguió un brillante destello en la nieve. Recogió el objeto que lo despedía, tan ensangrentado que al principio no lo identificó. Al limpiarlo minuciosamente, se reveló a sus ojos una joya. La elfa no sabía a qué atenerse, estaba perpleja.

Pero antes de que acertara a preguntarse de dónde procedía, una oscura sombra se cernió sobre ella. Oyó el crujido de unas enormes alas, el pálpito de un cuerpo gigantesco. Asustada, se puso en pie y dio media vuelta.

Un dragón azul se disponía a aterrizar a su espalda. La quebrantada piedra cedió bajo sus garras y, al sentirse desprovista de apoyo, la criatura batió las alas. En la silla del ancho lomo un Señor del Dragón estudiaba a Laurana, con ojos impenetrables tras la horrenda máscara.

La elfa dio un paso atrás, presa del pánico. La
dragonlance
se deslizó por su mano inerte y también la joya, que cayó en la nieve. Quiso escapar, pero no tenía dónde ir. Se desplomó sobre el suelo, al lado de Sturm, sacudida por violentos temblores.

En su acceso de parálisis, no lograba apartar el sueño de su mente. La muerte le había sobrevenido estando junto a Sturm. Llenó su visión un manto de escamas azules cuando la criatura irguió el cuello a escasa distancia.

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