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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La tumba de Huma (56 page)

BOOK: La tumba de Huma
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Al girarse repentinamente sobre sus talones, Sturm se tropezó con Laurana. Se entrecruzaron sus miradas, y la luz que de ella dimanaba iluminó sus negros pensamientos. Mientras existieran en el mundo una serenidad y una belleza como las suyas quedaría esperanza. Le sonrió y la muchacha ensanchó también sus labios, borrándose al instante de su rostro los surcos de la fatiga y la preocupación.

—Descansa —dijo Sturm—. Pareces agotada.

—He intentado dormir —contestó la elfa—, pero he tenido espantosas pesadillas. He visto manos aprisionadas en urnas de cristal, enormes dragones que volaban por pasillos de piedra —meneó la cabeza y se sentó, exhausta, en un rincón resguardado de la gélida brisa.

Sturm desvió los ojos hacia Tasslehoff que, tumbado al lado de la joven, dormía profundamente con el cuerpo encogido. El caballero lo miró sonriente. Nada inquietaba a Tas, que había tenido un día glorioso destinado a pervivir para siempre en su memoria.

—Nunca antes tomé parte en un sitio —había oído Sturm, durante la contienda, que le confesaba a Flint cuando este último se disponía a decapitar a un goblin con su hacha guerrera.

—Todos moriremos —refunfuñó el enano, limpiando la sangre que dejara el caído en la hoja de su arma.

—Eso mismo afirmaste en aquella batalla contra un dragón negro en Xak Tsaroth —protestó el kender— y también en Thorbardin, o a bordo de la barca.

—¡Esta vez acertaré en mis predicciones! —le espetó furioso Flint—. Si no lo hace el enemigo, yo mismo acabaré contigo...

«No habían sucumbido, por lo menos, hoy. Veremos qué ocurre mañana», recapacitó Sturm, a la vez que posaba su mirada en el enano. El hombrecillo estaba apoyado en el muro, tallando un grueso leño.

—¿Cuándo arremeterán de nuevo? —preguntó Flint, que había alzado los ojos al sentirse observado..

Sturm lanzó un suspiro y desvió la vista hacia el horizonte.

—Al amanecer —contestó—. Todavía faltan unas horas.

—¿Resistiremos? —La voz del enano no delataba ninguna emoción, la mano con que sostenía el tronco se mantuvo firme.

—Tenemos que hacerlo —explicó el caballero—. El heraldo llegará a Palanthas esta noche. Aunque actúen de inmediato, necesitarán dos días para enviarnos refuerzos. Debemos darles ese tiempo.

—¡Si actúan de inmediato! —repitió el enano con un gruñido.

—En efecto —admitió Sturm—. Creo que sería mejor que regresarais a Palanthas—añadió mirando en dirección a Laurana, quien salió enseguida de su modorra—. Id a Palanthas y convencedlos del peligro.

—Tu mensajero se encargará de hacerlo —replicó la muchacha entre bostezos—. Si él no lo logra, tampoco mis palabras los conmoverán.

—Laurana, escucha...

—No, escucha tú —le interrumpió la princesa—. Quizá me equivoque, pero creo que puedo serte útil aquí.

—Sabes que sí. —Sturm había quedado maravillado durante la refriega de la fortaleza inquebrantable de la elfa, de su valor y de su pericia con el arco.

—En ese caso, me quedaré —se limitó a concluir Laurana, antes de arrebujarse en la manta y cerrar los ojos. Aunque había declarado que no podía conciliar el sueño, su respiración no tardó en tomarse tan regular como la del kender.

Sturm meneó la cabeza, diluyendo el asfixiante nudo de su garganta. Intercambió una mirada con Flint, que suspiró y reemprendió su tarea. Ninguno de ellos habló. Ambos pensaron lo mismo, que su muerte sería atroz si los draconianos penetraban en la torre. Lo que imaginara Laurana podía ser algo más que una pesadilla.

El horizonte comenzaba a iluminarse, augurando la próxima aparición del sol, cuando los caballeros fueron despertados de sus inquietos letargos por un clamor de trompetas. Se apresuraron a levantarse, empuñar sus armas y apostarse en las murallas para escudriñar el aún oscuro llano.

Las fogatas del campamento ardían ya sin llama, desatendidas ante el inminente despuntar del alba. Llegaban a oídos de los caballeros los ecos del ajetreo que reinaba entre las temibles huestes. Todos aferraron sus armas en una tensa espera, pero sucedió lo imprevisto. Los soldados se miraron unos a otros, atónitos.

¡Los ejércitos de los dragones se retiraban! Aunque apenas se les vislumbraba en la media luz, resultaba evidente que la negra marea se alejaba. Sturm observaba la escena desconcertado. Sí, las tropas se diseminaban por el horizonte, pero seguían allí. El caballero lo sabía, lo presentía.

Algunos de los soldados más jóvenes comenzaron a elevar gritos de júbilo.

—¡Silencio! —ordenó Sturm. Aquel griterío desquiciaba sus ya erizados nervios. Laurana se situó a su lado y miró perpleja su rostro, ceniciento y desencajado bajo las antorchas. El caballero cerraba una y otra vez los enguantados puños, apoyados sobre una almena. Sus ojos, convertidos en meras rendijas, oteaban la parte oriental de la planicie.

Al sentir el creciente miedo que invadía a Sturm, la muchacha se puso rígida. Recordó lo que le había dicho a Tas.

—¿Es lo que temíamos? —inquirió, posando la mano en el robusto brazo.

—¡Ojala me equivoque! —exclamó Sturm con voz entrecortada—.

Transcurrieron varios minutos. Nada sucedió. Flint se reunió con los compañeros, aunque tuvo que encaramarse a una fragmentada roca para asomarse al otro lado del muro. Tas despertó al fin, impertérrito.

—¿Cuándo desayunamos? —preguntó. Pero nadie le prestó la menor atención.

Vigilaron, esperaron. Todos los caballeros, presas de un miedo inexplicable, se alinearon en las almenas y contemplaron el horizonte sin saber por qué.

—¿Qué está pasando aquí? —susurró Tas sin atreverse a alzar la voz. Se irguió sobre la roca que sustentaba a Flint y vio cómo el rojizo contorno del sol bañaba el panorama, cubriendo el negro cielo de matizaciones purpúreas y eclipsando a las estrellas.

—¿Qué es lo que miramos? —insistió, pero, de pronto contuvo el aliento—. Sturm...—balbuceó.

—¿Qué quieres? —El caballero se volvió alarmado hacia él.

Tas fijó los ojos en un punto lejano. Sus vecinos lo imitaron aunque no vislumbraron lo que tanto le llamaba la atención, pues su vista no era tan aguda como la del kender.

—Dragones —anunció Tasslehoff—. Dragones azules.

—Eso suponía —confirmó Sturm—. Si las tropas se han replegado es porque los humanos que luchan en su filas no han podido resistir el pánico que inspiran los reptiles. ¿Cuántos hay?

—Tres —contestó Laurana—. Yo también los veo.

—Tres —repitió el caballero con voz anodina.

—Escúchame, Sturm —le rogó Laurana a la vez que ambos se alejaban de las almenas—. No pensaba revelártelo, ya que en principio carecía de importancia. Pero ahora la situación ha cambiado. Tasslehoff y yo sabemos cómo utilizar el Orbe de los Dragones.

—¿El Orbe de los Dragones? —preguntó el caballero, que estaba absorto en sus cavilaciones.

—Sí, el que se encuentra en las entrañas de la torre —insistió la elfa, zarandeándolo para que atendiera a sus palabras —. Me lo mostró Tas. Conducen a él tres vastos pasillos y... —su voz se apagó y visualizó de nuevo, con tanta claridad como lo hiciera su subconsciente la noche anterior, a aquellos dragones que volaban por pétreos corredores.

—¡Sturm! —exclamó nerviosa, sin cesar de agitar sus brazos—. ¡He desentrañado el secreto del Orbe! Sé qué hay que hacer para matar a esos reptiles. Si disponemos de unos minutos, deseo...

Sturm se agarró a ella, cerrando sus fuertes manos sobre los hombros de la muchacha. Aunque se conocían desde hacia tiempo, no recordaba haberla visto nunca tan hermosa. Su rostro, lívido a causa del cansancio, recibía la llama de la excitación en un indecible contraste.

—Habla, deprisa —la apremió.

Laurana inició su relato, describiendo imágenes que adquirían vivacidad a medida que se aclaraban sus ideas. Flint y Tas los observaban apostados detrás de Sturm, espantado el enano, y el kender con la consternación dibujada en el semblante.

—¿Quién utilizará el Orbe? —inquirió Sturm.

—Yo —respondió la elfa.

—Pero Laurana —protestó Tas —, Fizban dijo...

—¡Cállate! —lo imprecó ella con los dientes apretados—. Por favor, Sturm, accede. Es nuestra única esperanza. Quizá las
dragonlance
y ese objeto nos darán la victoria —le razonó.

El caballero miró de hito en hito a la muchacha y a los reptiles, que avanzaban a gran velocidad por el este.

—De acuerdo —dijo al fin—. Flint y Tas, bajad al patio y agrupad a los hombres. ¡Rápido!

Tras estudiar una última vez el inmutable rostro de Laurana, Tasslehoff bajó de la roca que le servía de atalaya seguido por Flint, más lento de movimientos. El enano, en ademán meditabundo, se dirigió a Sturm cuando se hubo posado en el suelo.

«¿Tienes que hacerlo?», le preguntó sin palabras, hablando con los ojos.

El caballero asintió y esbozó una sonrisa con la mirada fija en la muchacha.

—Yo me encargaré de comunicar a Laurana mi decisión —susurró Sturm—. Cuida del kender, Flint. Adiós, amigo.

El enano tragó saliva y meneó su vieja cabeza. Transfigurada su faz en una máscara de dolor, el enano se enjugó las lágrimas que afloraban bajo sus párpados y dio a Tas un empellón.

—¡Vamos, muévete! —lo espetó.

El kender se volvió perplejo mas, sin proferir ninguna queja, se encogió de hombros y jalonó las almenas impartiendo órdenes a los desprevenidos caballeros.

—¡Acompáñame, Sturm!—le rogó Laurana mientras tiraba de su brazo como un niño ansioso por mostrar a su padre un mágico descubrimiento—. Si quieres, yo misma explicaré el plan a los hombres. Luego dejaré que des las instrucciones pertinentes para la formación de combate.

—Eres tú quien está ahora al mando —la atajó Sturm.

—¿Cómo? —Laurana se detuvo y el temor reemplazó a la esperanza en su ánimo, tan bruscamente que sintió un insoportable dolor.

—Necesitas tiempo para preparar la estrategia —declaró Sturm, ajustándose el cinto en un intento de evitar sus ojos—. Debes organizar a los soldados y concentrarte a fondo, si quieres que el Orbe responda. Yo te proporcionaré ese tiempo —asió un arco y una aljaba llena de flechas.

—¡No, Sturm! —vociferó temblorosa la elfa—. ¡No puedo ponerme al mando ni prescindir de ti! No te hagas eso a ti mismo —sus palabras se redujeron a un quedo susurro —, no me lo hagas a mí.

—Estás capacitada para dirigir la operación —la tranquilizó Sturm, tomando aquel bello rostro entre sus manos y besándolo con ternura—. Adiós, querida muchacha. Tu luz brillará en este mundo. Ha llegado la hora de que se extinga la mía. No te apenes, no llores —añadió a la vez que la estrechaba en un abrazo—. El Señor del Bosque Oscuro nos recomendó que no lamentáramos la pérdida de quien ha cumplido su tarea. La mía ha concluido y ahora apresúrate, Laurana. Cada segundo es vital.

—Por lo menos llévate la
dragonlance
—le suplicó.

Sturm meneó la cabeza y apoyó la mano en la empuñadura de la antigua espada que perteneciera a su padre.

—No sabría manejarla. Despidámonos, hermosa elfa. Dile a Tanis que... —se interrumpió—. No —añadió melancólico—. Él comprenderá qué sentimientos alberga mi corazón.

—Sturm... —ahogada por las lágrimas, se sumió en el silencio. No acertaba sino a contemplar al caballero en una muda plegaria.

—Vete —ordenó él.

Ciega, a trompicones, la muchacha dio media vuelta y bajó sin saber cómo la escalera hasta llegar al patio. Una vez allí, una mano firme aferró la suya..

—Flint —dijo, entre sollozos, al reconocerlo—. Sturm va a...

—Lo he leído en su rostro, no es preciso que me lo expliques. Creo que ya estaba escrito mucho antes de que lo conociera. Ahora todo depende de ti, no le falles.

La elfa emitió un largo suspiro y se secó las lágrimas que fluían por sus mejillas. Tras respirar hondo, irguió de nuevo la cabeza.

—Estoy preparada —anunció sin permitir que se le quebrara la voz—. ¿Dónde se ha metido Tas?

—Aquí —se apresuró a responder el kender.

—En una ocasión pudiste interpretar las palabras que se arremolinaban en el Orbe. Baja y hazlo otra vez, pero asegúrate de que no te equivocas.

—Sí, Laurana. —Tas tragó saliva y se alejó a todo correr.

—Los caballeros están reunidos —le informó Flint—. Aguardan tus órdenes.

—Mis órdenes —repitió la Princesa con ademán ausente.

Alzó los ojos. Los rojizos rayos de sol se reflejaban en la brillante armadura de Sturm mientras el caballero subía la angosta escalera que conducía a un alto muro, situado cerca de la Torre central. Laurana bajó la mirada hacia el patio, donde le esperaban los soldados.

Inhaló aire de nuevo y avanzó hacia ellos, ondeando el penacho de su yelmo, reluciendo su áureo cabello en la luz matutina.

El sol, tibio y frágil, tiñó el cielo de unos tonos sanguinolentos que se intensificaron al mezclarse con el aterciopelado azul de la moribunda noche. La torre se erguía todavía entre sombras, aunque los rayos del astro hacían destellar los dorados hilos del estandarte.

Sturm alcanzó la cúspide del muro. La torre se erguía sobre él, y el parapeto en el que se había instalado se extendía unos cien pies a su izquierda. Su superficie de piedra era lisa, carente de nichos o rincones donde cobijarse.

Al mirar hacia el este, vio a los dragones.

Eran reptiles azules, y a lomos del cabecilla de la formación cabalgaba un Señor del Dragón revestido de una armadura de escamas que refulgía a la luz del sol. Podía distinguir la espantosa máscara y la capa negra ondeando en torno a sus hombros. Otros dos animales, con sus respectivos jinetes, seguían al primero. Sturm los observó desdeñoso. Nada le importaban, con quien debía librar su batalla; era con el comandante.

El caballero bajó los ojos hacia el lejano patio, por cuyas, paredes comenzaban a encaramarse los haces luminosos del día. Vio cómo éstos se reflejaban en tonalidades rojizas sobre las puntas de las
dragonlance
que empuñaban los hombres, y cómo se enmarañaban en el áureo cabello de Laurana. Algunos de los soldados alzaron la cabeza hacia donde él se encontraba y, aferrando su espada, la blandió en el aire. Refulgió la tallada hoja entre purpúreos destellos.

Sonriéndole, aunque apenas lo vislumbraba a través de las lágrimas, Laurana levantó su lanza en señal de saludo, en señal de despedida.

Reconfortado por el ánimo que ella le transmitía, Sturm dio media vuelta dispuesto a enfrentarse al enemigo.

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