La tumba de las luciérnagas

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Authors: Akiyuki Nosaka

Tags: #Drama, Relato

BOOK: La tumba de las luciérnagas
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La tumba de las luciérnagas
(octubre de 1967), levantó gran expectación al publicarse, y en 1968 ganó el premio Naoki. Con un talento fuera de lo común, complejo y desasosegado, Nosaka esconde en su estilo una mirada que no rehúye los aspectos más sórdidos y crudos de la existencia.

Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Seita y Setsuko son hijos de un oficial de la marina japonesa. Un día, durante un bombardeo, no consiguen llegar a tiempo al búnker donde su madre los espera. Cuando después buscan a su madre, la encuentran malherida en la escuela, que ha sido convertida en un hospital de urgencia. Tras la muerte de su madre y una breve estancia en casa de su tía, los niños vagarán sin casa y sin rumbo.

Durísimo, despiadado, Nosaka nos deja la huella de la fibra auténtica y sin concesiones.

Akiyuki Nosaka

La tumba de las luciérnagas

火垂るの墓

ePUB v1.2

Roy Batty
15.07.12

Título original:
火垂るの墓
(
Hotaru no haka
)

Autor: Akiyuki Nosaka, octubre de 1967

Traductores: Lourdes Porta y Junichi Matsuura

Editor original: Roy Batty

Corrección de erratas: jugaor

ePub base v2.0

La tumba de las luciérnagas

Estaba en la estación Sannomiya, lado playa, de los ferrocarriles nacionales, el cuerpo hecho un ovillo, recostado en una columna de hormigón desnuda, desprovista de azulejos, sentado en el suelo, las piernas extendidas; aunque el sol le había requemado la piel, aunque no se había lavado en un mes, las mejillas demacradas de Seita se hundían en la palidez; al caer la noche contemplaba las siluetas de unos hombres que maldecían a voz en grito —¿imprecaciones de almas embrutecidas?— mientras atizaban el fuego de las hogueras como bandoleros; por la mañana distinguía, entre los niños que se dirigían a la escuela como si nada hubiera sucedido, los
furoshiki
[1]
de color blanco y caqui del Instituto Primero de Kôbe, las carteras colgadas a la espalda del Instituto Municipal, los cuellos de las chaquetas marineras sobre pantalones bombachos de la Primera Escuela Provincial de Shôin, situada en la parte alta de la ciudad; entre la multitud de piernas que pasaban incesantemente junto a él, algunos, al percibir un hedor extraño —¡mejor si no se hubieran dado cuenta!—, bajaban la mirada y esquivaban de un salto, atolondrados, a Seita, que ya ni siquiera se sentía con fuerzas para arrastrarse hasta las letrinas que estaban frente a él.

Los niños vagabundos se arracimaban junto a las gruesas columnas de tres
shaku
[2]
de ancho, sentados uno bajo cada una de ellas como si buscaran la protección de una madre; que se hubieran apiñado en la estación, ¿se debía, quizá, a que no tenían acceso a ningún otro lugar?, ¿a que añoraban el gentío que la abarrotaba siempre?, ¿a que allí podían beber agua?, ¿o, quizá, a la esperanza de una limosna caprichosa?; el mercado negro, bajo el puente del ferrocarril de Sannomiya, empezó justo entrar septiembre con bidones de agua, a cincuenta
sen
[3]
el vaso, en los que habían diluido azúcar quemado, inmediatamente pasó a ofrecer batatas cocidas al vapor, bolas de harina de batata hervida, pastas, bolas de arroz, arroz frito, sopa de judías rojas, bollos rellenos de pasta de judía roja endulzada, fideos, arroz hervido con fritura y arroz con curry, y también pasteles, arroz, trigo, azúcar, frituras, latas de carne de ternera, latas de leche y de pescado, aguardiente, whisky, peras, pomelos, botas de goma, cámaras de aire para bicicletas, cerillas, tabaco, calcetines, mantas del ejército, uniformes y botas militares, botas de cuero… «¡Por diez yenes! ¡Por diez yenes!»: alguien ofrecía una fiambrera de aluminio llena de trigo hervido que había hecho preparar aquella misma mañana a su mujer; otro iba diciendo: «¡Por veinte yenes!, ¿qué tal? ¡Por veinte yenes!», mientras sostenía entre los dedos de una mano unos zapatos destrozados que había llevado puestos hasta unos minutos antes; Seita, que había entrado perdido, sin rumbo, atraído simplemente por el olor a comida, vendió algunas prendas de su madre muerta a un vendedor de ropa usada que comerciaba sentado sobre una estera de paja: un
nagajuban
, un
obi
, un
han’eri
y un
koshihimo
[4]
, descoloridos tras haberse empapado de agua en el fondo de una trinchera; así, Seita pudo subsistir, mal que bien, quince días más; a continuación se desprendió del uniforme de rayón del instituto, de las polainas y de unos zapatos y, mientras dudaba sobre si acabar vendiendo incluso los pantalones, adquirió la costumbre de pasar la noche en la estación; y después un niño, acompañado de su familia, que debía volver del lugar donde se había refugiado —llevaba la capucha de protección antiaérea cuidadosamente doblada sobre una bolsa de lona y acarreaba sobre sus espaldas, colgados de la mochila, una olla, una tetera y un casco—, le dio, como quien se deshace de un engorro, unas bolas de salvado de arroz medio podridas que debían haber preparado para comer en el tren; o bien, la compasión de unos soldados desmovilizados, o la piedad de alguna anciana que debía tener nietos de la edad de Seita, quienes, en ambos casos, depositaban en el suelo con reverencia, a cierta distancia, como si hicieran una ofrenda ante la imagen de Buda, mendrugos de pan o paquetitos cuidadosamente envueltos de granos de soja tostada que Seita recogía agradecido; los empleados de la estación habían intentado echarlo alguna que otra vez, pero los policías militares que hacían guardia a la entrada de los andenes lo defendían a bofetadas; ya que en la estación, al menos, había agua en abundancia, decidió echar raíces en ella y, dos semanas después, ya no podía levantarse.

Una terrible diarrea no lo abandonaba y se sucedían sus idas y venidas a las letrinas de la estación; una vez en cuclillas, al intentar ponerse en pie, sentía que sus piernas vacilaban, se incorporaba apretando su cuerpo contra una puerta cuyo tirador había sido arrancado, y avanzaba apoyándose con una mano en la pared; parecía, cada vez más, un balón deshinchado y, poco después, recostado en la columna, fue ya incapaz de ponerse en pie, pero la diarrea lo seguía atacando implacablemente y en un instante teñía de amarillo la superficie alrededor de su trasero; Seita, aturdido, se sentía morir de vergüenza y, como su cuerpo inerte era incapaz de emprender la huida, intentaba al menos ocultar aquel tinte, arañaba con ambas manos la escasa arena y el polvo del suelo para cubrirlo con ello, pero apenas lograba cubrir una parte insignificante; a los ojos de cualquiera debía parecer que un pequeño vagabundo enloquecido por el hambre estuviera jugueteando con la mierda que se había hecho encima.

Ya no tenía hambre, ni sed, la cabeza le caía pesadamente sobre el pecho, «¡Puaff! ¡Qué asco!», «Debe de estar muerto», «¡Qué vergüenza que estén ésos en la estación! Ahora que dicen que está a punto de entrar el ejército americano»: sólo vivían sus oídos, distinguía los diversos sonidos que lo envolvían; de noche, cuando todo enmudecía de súbito: el eco de unas
geta
[5]
que andaban por el recinto de la estación, el estruendo de los trenes que circulaban sobre su cabeza, pasos que echaban a correr de repente, la voz de un niño: «Mamaaá…», el murmullo de un hombre que hablaba entre dientes cerca de él, el estrépito de los cubos de agua arrojados violentamente por los empleados de la estación. «¿A qué día debemos estar hoy? ¿A qué día? ¿Cuánto tiempo debo llevar aquí?», en instantes de lucidez veía ante sus ojos el suelo de hormigón sin comprender que se había derrumbado sobre su costado, el cuerpo doblado en dos, en la misma postura que tenía cuando estaba sentado; y mirando absorto cómo la tenue capa de polvo del suelo temblaba al compás de su débil respiración, con un único pensamiento: «¿A qué día debemos estar hoy? ¿A qué día debemos estar hoy?», Seita murió.

En la madrugada del veintiuno de septiembre del año veinte de Shôwa
[6]
, un día después de que se aprobara la Ley General de Protección a los Huérfanos de Guerra, el empleado de la estación que inspeccionaba medrosamente las ropas infestadas de piojos de Seita descubrió bajo la faja una latita de caramelos e intentó abrirla, pero, tal vez por estar oxidada, la tapa no cedió: «¿Qué es eso?», «¡Déjalo ya! ¡Tira esa porquería!», «Éste tampoco durará mucho. Cuando te miran con esos ojos vacíos, ya no hay nada que hacer…», dijo uno de ellos, observando el rostro cabizbajo de otro niño vagabundo, más pequeño aún que Seita, sentado junto al cadáver que, antes de que vinieran a recogerlo del ayuntamiento, seguía sin cubrirlo ni una estera de paja; cuando agitó la latita como si no supiera qué hacer con ella, sonó un clic-clic, y el empleado, con un impulso de béisbol, la arrojó entre las ruinas calcinadas de delante de la estación, a un rincón oscuro donde ya había crecido la hierba espesa del verano; al caer, la tapa se desprendió, se esparció un polvillo blanco y tres pequeños trozos de hueso rodaron por el suelo espantando a veinte o treinta luciérnagas diseminadas por la hierba que echaron a volar precipitadamente en todas direcciones, entre parpadeos de luz, apaciguándose al instante.

Aquellos huesos blancos eran de la hermana pequeña de Seita, Setsuko, que había muerto el veintidós de agosto en una cueva de Manchitani, Nishinomiya; la enfermedad que la condujo a la muerte era llamada enteritis aguda; en realidad, incapaz a sus cuatro años de sostenerse en pie y rendida por la somnolencia, la muerte le llegó, como a su hermano, por una debilidad extrema debida al hambre.

El cinco de junio, Kôbe fue bombardeado por una formación de trescientos cincuenta B-29 y los cinco barrios de Fukiai, Ikuta, Nada, Suma y Higashi-Kôbe quedaron reducidos a cenizas; Seita, estudiante de tercer año de bachillerato, movilizado en un pelotón de trabajo, iba por entonces a la acería de Kôbe, pero aquel día, jornada de restricción de luz, se encontraba en su casa, cerca de la playa de Mikage, cuando se anunció el estado de alerta, así que decidió enterrar en el huerto, al fondo del jardín, entre tomates, berenjenas, pepinos y pequeñas legumbres, un brasero de porcelana de Seto en el cual, según un plan preconcebido, había metido el arroz, los huevos, la soja, el bonito seco, la mantequilla, los arenques secos, las ciruelas conservadas en sal, la sacarina y los huevos en polvo de la cocina, y lo cubrió con tierra, tomó en brazos a Setsuko, de quien su madre, enferma, no podía ocuparse, y se la cargó a la espalda, arrancó del marco una fotografía donde posaba en uniforme de gala su padre, un teniente de navío de quien no tenían noticias desde que había embarcado en una fragata, y se la escondió en el pecho; tras los dos bombardeos del diecisiete de marzo y del once de mayo, sabía que, acompañado de una mujer y de una niña, le sería completamente imposible sofocar una bomba incendiaria y que la zanja excavada en el suelo de su casa no le ofrecería protección alguna; así que, ante todo, envió a su madre al refugio antiaéreo reforzado con hormigón que la comunidad de vecinos había instalado detrás del parque de bomberos y, cuando empezaba a embutir en una mochila los trajes de paisano de su padre que estaban en el armario ropero, todas las campanas de los puestos de vigilancia antiaérea sonaron al unísono con un repiqueteo extrañamente alegre; apenas hubo corrido al recibidor, Seita se vio envuelto por el estruendo de bombas que se estrellaban contra el suelo; tras la primera oleada, debido a aquel estrépito espantoso, tuvo la alucinación de que había vuelto de repente el silencio, aunque el retumbar opresivo, ¡rrrrr!, ¡rrrrr!, de los motores de los B-29 no cesaba un instante; hasta aquel día, al volverse y levantar los ojos hacia lo alto, sólo había contemplado, agazapado en el refugio antiaéreo de la fábrica, innumerables estelas que surcaban el cielo tras una infinidad de puntitos diminutos que volaban hacia el este, o bien, apenas cinco días antes, durante el bombardeo a Osaka, un enjambre parecido a un banco de peces que se deslizaba entre las nubes, allá en lo alto, por el cielo de la bahía de Osaka; pero ahora, aquellas enormes figuras volaban tan bajo que, en su ruta desde el mar a la montaña, antes de desaparecer por el oeste, incluso podían distinguirse las gruesas líneas trazadas en el vientre de los fuselajes y el bascular de las alas; las bombas retumbaron de nuevo y Seita quedó inmóvil, clavado en el suelo, como si el aire se hubiera solidificado de repente; se oyó entonces un metálico clinc-clanc: una bomba incendiaria de color azul, cinco centímetros de diámetro y sesenta de largo, había caído al suelo rodando desde el tejado y brincaba en el camino como una oruga geómetra e iba esparciendo aceite; Seita, aturdido, corrió a la entrada de la casa, pero al ver la humareda negra que ya venía fluyendo despacio desde el interior, salió de nuevo, aunque fuera sólo halló una hilera impasible de casas, un espacio desierto y, frente a la casa, una escobilla de apagar el fuego y una escalera de mano apoyada, de pie, contra la valla; debía llegar, como fuese, al refugio donde estaba su madre y emprendió la marcha con Setsuko sollozando a su espalda justo cuando empezaba a salir una humareda negra desde una ventana del primer piso de la casa de la esquina y, simultáneamente, como por simpatía, prendieron unas bombas incendiarias que debían de haber permanecido humeando en el desván y se oyó crepitar los árboles del jardín; las llamas se extendieron por el borde del alero y la puerta corredera, ardiendo, se desprendió y cayó; en un instante, su campo visual se oscureció y la atmósfera se volvió abrasadora; Seita echó a correr con todas sus fuerzas, como si lo empujaran, y huyó hacia el este a lo largo de la vía elevada del ferrocarril de la línea Hanshin con el propósito de llegar al malecón del río Ishiya, pero una muchedumbre que huía en busca de refugio abarrotaba ya el camino: gente que arrastraba pesadas carretas, hombres que cargaban colchones sobre sus espaldas, viejas que llamaban a alguien con voz chillona… Seita, exasperado, se dirigió entonces hacia el mar, mientras las chispas danzaban a su alrededor, envuelto aún por el silbido de las bombas; en el camino, un tonel impermeable de sake de treinta
koku
[7]
roto y anegado en agua, hombres que se disponían a evacuar a los heridos en angarillas; cuando creía haber llegado a una zona desierta, se topó, una calle más allá, con un alboroto frenético de gente que, como en una limpieza general, vaciaba sus casas llevándose incluso los
tatami
[8]
cruzó la antigua carretera nacional, siguió corriendo por callejas estrechas y, en las afueras de un barrio donde, presumiblemente tras una huida precipitada, ya no quedaba ni un alma, vio las negras bodegas del Gokyó de Nada, tan familiares para él… En verano, cuando se acercaba a aquel barrio, un olor salobre impregnaba el aire, la arena brillaba entre una bodega y otra, a espacios de unos cinco
shaku
, bajo el sol del verano, y el mar azul profundo asomaba bajo un horizonte sorprendentemente alto; ahora esta imagen se había extinguido y cuando Seita corrió hasta allí, como en un acto reflejo, pensando que únicamente el agua podía salvarlo del fuego en una costa donde no había abrigo alguno, encontró a otros que, azuzados por la misma obsesión, se habían cobijado junto a los cabrestantes que servían para arrastrar las barcas de pesca y las redes en aquella playa de arena de cincuenta metros de ancho; Seita siguió hacia el oeste, hacia el río Ishiya, cuyas orillas habían sido elevadas con dos terraplenes tras las inundaciones del año trece de Shôwa
[9]
, y se ocultó en uno de los huecos que se encontraban, a trechos, en el nivel superior; tenía la cabeza al descubierto, pero, después de todo, le infundía confianza estar escondido en un agujero; cuando se sentó, el corazón le palpitaba con fuerza, estaba sediento y el mero esfuerzo de levantarse para desatar los lazos de su espalda y tomar en brazos a Setsuko, en quien no había tenido apenas tiempo de pensar hasta aquel momento, le hizo entrechocar las rodillas y estuvo a punto de derribarlo, pero Setsuko ni siquiera lloraba y con su pequeña caperuza estampada de protección antiaérea, una blusita blanca, los pantalones estampados con el mismo motivo que la caperuza, unos
tabi
[10]
rojos de franela y con una sola de sus
geta
favoritas lacadas en negro, aferraba con fuerza una muñeca y un monedero grande y viejo de su madre. Traídos por el viento, el olor a quemado y el crepitar de las llamas parecían muy cercanos; el fragor de las bombas, a ráfagas, como un aguacero de verano, alejándose hacia el oeste; aterrados, hermano y hermana se arrimaban de vez en cuando el uno al otro y entonces a Seita se le ocurrió sacar de la bolsa especial antiaérea la fiambrera con los restos del arroz refinado que su madre había cocido la noche anterior —el último arroz refinado que les quedaba y que su madre había decidido que ya no valía la pena guardar más—, junto con el arroz sin descascarillar con granos de soja de aquella mañana y tras destapar la mezcla, medio blanca, medio negra, que ya empezaba a tener una consistencia viscosa, hizo comer la parte blanca a Setsuko; al levantar los ojos hacia el cielo y verlo teñido de color anaranjado, Seita recordó que su madre le había contado una vez que la mañana del gran terremoto de Kantô las nubes se habían vuelto amarillas.

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