Las fuerzas del Wyrm intentaron retirarse y echaron a correr en todas direcciones. Las nubes negras de los cuervos humeantes se pegaron a sus cabezas; les picotearon en los ojos y les arrancaron el cuero cabelludo con sus efímeras garras afiladas. Los Ahroun avanzaron, apretaron sus posiciones una vez más para impedir que las criaturas escapasen y comenzaron a despedazarlas a puñados.
Un gruñido retumbó por el campo. Mephi volvió la vista atrás a tiempo de ver cómo el margrave cargaba hacia delante y sus Señores de las Sombras destrozaban a los Danzantes de la Espiral Negra que se habían acercado demasiado, demasiado confiados en la victoria.
Los Señores de las Sombras acuchillaron a los hombres-lobo deformes, que caían como arbolitos ante un machete. Los Danzantes, perseguidos por una fuerza más poderosa y disciplinada que ellos, recurrieron a su táctica favorita. Uno a uno, los desquiciados lobos gruñeron y gritaron; el poder crudo de la rabia había consumido todo vestigio de su cordura. Los guerreros se volvieron locos, su rabia venció toda razón y se convirtieron en monstruos estúpidos y brutales.
Contra cualquier otro enemigo, habría sido horrible. Pero los Señores de las Sombras, maestros de la manipulación y de las reglas solapadas, habían aprendido hacía mucho tiempo el truco de utilizar aquella furia loca en su provecho.
El margrave se detuvo e hizo un gesto a sus guardias, que invocaron su conocimiento de las tormentas y dirigieron la loca furia de los Danzantes de la Espiral Negra contra sus propios compañeros de tribu. Perdidos en el frenesí, los Danzantes no tenían ni idea de que ahora se estaban despedazando los unos a los otros. Cada uno se regocijaba en la cruda emoción sensorial de la matanza, creyendo que estaban desmembrando al enemigo, cuando en realidad estaban destripando a sus hermanos y hermanas.
Los Señores de las Sombras se retiraron y esperaron a que sus enemigos se diezmaran unos a otros. El margrave volvió a aullar y soltó a las fuerzas de Tvarivich. Los Colmillos Plateados salieron corriendo como balas, bordearon la enmarañada banda de Danzantes atrapados en su propia furia y entraron en la siguiente fila de pesadillas y fomori.
El margrave aulló de nuevo y la formación del Cuervo de Tormenta se separó y se convirtió en la Tormenta Violenta. Las manadas se separaron y salieron disparadas por el campo, atacando al enemigo en pequeñas unidades, desperdigadas y contra las que era imposible concentrarse con una fuerza significativa. Todas las líneas de batalla habían desaparecido; ahora era un gran tumulto.
Mephi se mantuvo al lado de los Señores de las Sombras, dentro del alcance del oído del margrave. Charvas Yurkin, el general del ejército del Wyrm, se alejó de las fuerzas de Tvarivich y se dirigió hacia el margrave. Sus guardias de élite estaban cuerdos; no recurrían a la rabia, porque sabían que aquel movimiento conducía con demasiada frecuencia al suicidio. Sin duda Yurkin había entendido quién era el verdadero jefe de las fuerzas gaianas y dirigió a sus guardias para interceptar a Konietzko.
El margrave sonrió y Mephi supo que había estado esperando aquello. Había manipulado con pericia al enemigo para que llegara aquel momento, aquella lucha personal. Las dos fuerzas se movieron lentamente por el campo de batalla, acercándose la una a la otra. Los Danzantes locos estaban casi todos muertos, solo unos pocos seguían luchando. El margrave los ignoró. Cualquiera de las otras tribus gaianas terminaría con lo que quedaba.
Mephi observó el campo de batalla. Tvarivich estaba muy lejos, peleando todavía contra el enemigo, inconsciente del golpe del margrave. No le haría ninguna gracia que le quitaran la venganza.
Ahora la lluvia caía ligeramente, era más un chirimiri, aunque en ciertas zonas del campo todavía caían unos fuertes chubascos. El ojo de la tormenta parecía seguir al margrave.
Yurkin se detuvo a cincuenta metros y reunió a sus guardias a su alrededor. Se rió alegremente y sacó un gran trozo de pizarra de una cartuchera. Mephi miró de soslayo y se dio cuenta de que no era pizarra, sino algún tipo de escama de una criatura enorme. Yurkin echó la mano hacia atrás y luego arrojó la escama. Giró por el aire como un gran
frisbee
y chocó contra el pecho de uno de los guardias del margrave. Explotó en cuanto le tocó, no con el estallido de una bomba convencional, sino algo muchísimo peor.
Un agujero en la realidad se abrió allí mismo y se hizo enorme en pocos segundos. Arrastró todos los elementos del paisaje hacia él con una fuerza increíble, como una ventana de avión que explota a gran altitud. Garou, barro, cadáveres e incluso la misma tormenta fueron succionados en su interior.
Mephi clavó su bastón en el suelo y se agarró con fuerza, mientras sentía cómo el empuje de la gravedad intentaba arrastrarle hacia el agujero. En unos segundos, el empuje se detuvo y una forma gigantesca y con espinas apareció en el sitio donde había estado el agujero; un insecto enorme salía del nido.
Mephi gimió y se echó hacia atrás, mientras buscaba desesperadamente al margrave por los alrededores.
El gusano del nexo dio un paso adelante, con la cabeza blindada girando en su largo cuello. El aire relució a su alrededor y se transformó en una nube venenosa.
El margrave aulló de rabia y gritó a todas las tropas que se retirasen y reagrupasen.
La risa de Yurkin retumbó por todo el campo de batalla y ordenó a sus tropas que cargaran. Sus propios guardias avanzaron en tropel, corriendo hacia el margrave, que se batía en retirada.
El gusano del nexo, que aparentemente estaba ciego y respondía solo al sonido, extendió rápidamente sus pinzas gigantes hacia delante y traspasó a dos de los Danzantes de la Espiral Negra que pasaban corriendo a su lado. Cuando hizo aquel gesto, el aire se deformó a su alrededor y mandó oleadas que arrastraron al resto de los Danzantes de la Espiral Negra. A medida que les golpeaba cada oleada, chillaban y se transformaban; sus cuerpos de carne y hueso se convirtieron en tierra, el polvo de otra realidad.
Yurkin aulló de rabia y se retiró antes de que las oleadas de realidad deformada pudieran tocarle.
Mephi se unió a los Señores de las Sombras y miró fijamente al gusano del nexo. Era el más grande que Mephi había visto en la vida, el más grande del que había oído hablar en los mitos. La extensión de su poder de deformar la realidad era tremenda; nada podía acercarse a él sin sucumbir.
El margrave gruñó a sus guardias y ellos se apartaron, mientras él, junto a los Garou, avanzó y se dirigió hacia el gusano del nexo con el klaive desenfundado.
—¿Está grillado? —gritó Mephi—. ¡Detenedle!
Los Señores de las Sombras ignoraron a Mephi y le arrastraron con ellos en caso de que cometiera la estupidez de seguir al margrave.
Mientras Konietzko se acercaba a las oleadas exteriores del poder de la cosa, sacó un medallón de debajo de la coraza y lo arrancó de un tirón de la cadena. Lo besó y gritó a los cielos. Mephi entendió la palabra «abuelo», pero nada más.
Las nubes de tormenta se concentraron sobre el margrave y se juntaron en una única masa espesa. Descendió del cielo y rodeó a Konietzko, ocultándole de la vista tras una nube cargada de relámpagos. La masa de tormenta avanzó, cruzó las oleadas de improbabilidad y se dirigió hacia el gusano del nexo.
La bestia sintió su llegada y dio un paso adelante, golpeando con las pinzas, buscando a su presa. La tormenta saltó hacia el animal y se lo tragó. Sonó un terrible grito. Bajo su tono extremadamente agudo, Mephi pudo oír un aullido profundo.
Mephi observó la nube buscando alguna señal del margrave, pero solo vio rayos y negrura. Un dolor agudo en su hombro derecho le devolvió a la realidad de lo que le rodeaba. Levantó su bastón a tiempo de bloquear el segundo ataque de las garras del fomor. Giró rápidamente el bastón y golpeó a la criatura en el cuello, derribándola. Luego bajó las mandíbulas y le destrozó el cráneo.
Los Señores de las Sombras que tenía alrededor lucharon contra la nueva oleada de fomori, golpeando y dando dentelladas en todas direcciones. Muchos de los Señores ya habían caído.
Mephi echó una ojeada por el campo de batalla y el corazón le dio un vuelco. Una estruendosa hilera de refuerzos se desparramaba por el campo y golpeaba a las manadas de Garou derribándolas o haciendo que se retiraran.
El suelo tembló y Mephi volvió a mirar hacia la nube. Ahora estaba hecha jirones y le faltaban algunos trozos. El margrave estaba colgando del cuello del gusano del nexo y su klaive estaba enterrado en el pecho de la bestia. Su pierna derecha había desaparecido, clavada en la pinza de la criatura.
Konietzko estiró la mano hacia las mandíbulas de la cosa y le sacó la lengua de un tirón. La cosa chilló de dolor y le golpeó; le abrió una horrible herida en la espalda. El margrave le enterró el brazo en la boca y la cosa se agitó, intentando quitarse al Garou de encima desesperadamente. Konietzko metió el brazo lo más hondo que pudo y utilizó el otro brazo para impedir que las mandíbulas se cerraran del todo. Aulló, reuniendo fuerza y dio un tirón con la mano; sacó un pedazo de cerebro con la zarpa.
El gusano del nexo implosionó. La ola de choque del aire ensordeció a Mephi y a la mayoría de los que estaban en el campo de batalla. El gusano había desaparecido, su manifestación se había retirado. El cuerpo del margrave yacía en el campo de batalla, inmóvil.
Mephi echó a correr y llegó al lado del margrave en segundos, antes incluso de que los propios guardias de Konietzko hubieran recorrido la mitad de la distancia. Se agachó y vio que el pecho de Konietzko subía y bajaba débilmente. Los ojos del margrave parpadearon.
—Para mi se ha terminado —dijo—. Mis heridas nunca podrán curarse.
—¡No! —respondió Mephi—. Los sanadores ya están de camino.
Konietzko meneó la cabeza.
—Nada puede curar lo que esa cosa me ha hecho.
Mephi contuvo la respiración cuando vio la herida que Konietzko señalaba. Había un agujero enorme en el sitio donde deberían haber estado sus tripas. Ya era algo milagroso que hubiera seguido vivo hasta ese momento.
Tvarivich se cayó con un ruido sordo al lado de Konietzko, jadeando por su larga carrera por el campo. Miró horrorizada la herida.
Konietzko sonrió.
—Debes dirigir en mi lugar. Termina esto.
Sus ojos se cerraron y dejó de respirar.
Tvarivich se tapó los ojos con el brazo, sollozando. Un aullido de congoja estalló alrededor de ellos cuando los Señores de las Sombras lloraron por la pérdida de su señor.
Tvarivich se levantó y miró el campo, hacia las fuerzas que se acercaban. Sobrepasaban a los Garou con mucho. Gruñó una orden a sus Colmillos Plateados, que eran muchos menos que antes. Se apresuraron a colocarse alrededor de ella y de Mephi, preparados para rechazar cualquier ataque.
Tvarivich cogió a Mephi por el hombro y tiró de él hacia arriba, mirándole a los ojos.
—Debes marcharte —le dijo—. Ve a buscar a Albrecht. Dile lo que ha ocurrido aquí. Él es la última línea de defensa.
Mephi se soltó de su apretón y la miró furiosamente.
—¡Diablos, no! ¡Esto no se ha acabado todavía! ¡No puedo cantar una victoria que no he presenciado!
Tvarivich dio un paso adelante y le zarandeó.
—¡Imbécil! ¡Aquí no hay ninguna victoria! ¡Todos vamos a morir! Pero moriremos luchando y nos llevaremos al último de ellos con nosotros. Sin embargo, tú no estarás aquí. Necesito a un heraldo que avise a Albrecht, que le diga lo que ha ocurrido y tú eres el único capaz.
Mephi, asombrado por la furia glacial de ella, dio un paso atrás y meneó la cabeza.
—
No puedo
marcharme. Ninguno de nosotros puede. Las reglas de este lugar… no permitirá que ninguno de nosotros se marche hasta que hayamos ganado o perdido.
Tvarivich asintió con impaciencia.
—No, no puedes marcharte por un puente o camino de luna. Por eso es por lo que debes seguir al margrave. —Avanzó amenazadoramente hacia Mephi.
—¿Vas a matarme? —preguntó, negándose a dar un paso atrás y manteniéndose firme—. ¡Soy un Caminante Silencioso, diablos! ¡Ninguno de los de mi especie regresa para contar la historia!
—¿Matarte? —dijo Tvarivich, estupefacta. Se detuvo, se arrodilló y sacó un frasquito de la cartuchera—. No podrás avisar a Albrecht si estás muerto. Necesito que
sigas
a los muertos.
Mephi meneó la cabeza y extendió los brazos.
—¿De qué diablos estás hablando?
—La puerta que conduce a los caminos de los muertos —dijo Tvarivich mientras destapaba el frasco. Una tenue luz salió de su interior y relució—. Todavía está abierta. Los espíritus de nuestros muertos la atraviesan. No puedo verla, tampoco puedo verlos a ellos, pero lo noto. Y tú —dijo, mirando a Mephi a los ojos— tienes una conexión con esa puerta, aunque no la puedas sentir.
Mephi se inclinó al lado de Tvarivich.
—¿Qué es eso?
—Agua del Estanque de las Penas, las lágrimas de nuestros ancestros. Acércate más. —Mephi se inclinó hacia delante y Tvarivich le enjuagó la frente con el líquido brillante. Mephi cerró los ojos y ella le frotó también los párpados. Mientras lo hacía, murmuraba una invocación en tono bajo—. «Separa la niebla, barquero, deja el río al descubierto. En nombre de Charon, que así sea».
Mephi abrió los ojos y parpadeó. Se quedó boquiabierto de sorpresa cuando vio el campo. Unas figuras indefinidas estaban de pie al lado de los cuerpos de los caídos y decían a las sombras de los Garou muertos que se levantasen y cruzasen los portales de niebla oscura. Mephi reconoció aquellas figuras inmediatamente. Se giraron para mirarle con curiosidad.
—Sois… sois reales —dijo él, mientras se levantaba y cogía su bastón.
La figura más cercana se aproximó a él, abandonando el cuerpo del margrave. Llevaba la forma de batalla Crinos, con un hocico largo y delgado y las orejas largas y levantadas. Un tocado egipcio, brazaletes de oro y un bastón de pastor, curvado en la parte superior, eran sus únicos avíos.
—¿Cómo… cómo habéis llegado aquí? —susurró Mephi.
—Mephi Más-Rápido-que-la-Muerte —dijo el Caminante Silencioso— eres mi vástago. Mis órganos parieron a tu familia hace mucho tiempo, en una tierra lejos de la tuya.
Mephi bajó la mirada hacia Tvarivich, que le miraba a su vez con una expresión interrogativa en el rostro. Se dio cuenta de que ella no podía ver al otro Caminante Silencioso; solo él podía.