—Buenas noches —dijo Álvaro en tono alegre.
Había dos personas sentadas en un sofá de respaldo alto con un estampado a juego con las alfombras. Una era una mujer, tal vez una chica. Le pareció muy joven. Su rostro era delicado y lucía una expresión triste. Los ojos de Álvaro tardaron en separarse de la fascinante melena negra que le ocultaba los hombros.
A su lado estaba sentado un individuo extraño. Hacía tiempo que no pasaba por la peluquería, eso saltaba a la vista, y tampoco debía frecuentar la bañera. Su pelo estaba sucio, despeinado y largo, casi le llegaba a los hombros. Debía de ser castaño, pero era difícil de asegurar con tanta mugre encima. Sus rasgos estaban prácticamente ocultos por una barba en un estado similar al del cabello. Iba vestido con un chándal cubierto de roña con un roto en forma de siete en una de sus rodillas. Las deportivas que calzaba iban a juego con su indumentaria. Lo único con un mínimo de limpieza era la camisa de cuadros marrones y negros, pero estaba completamente arrugada y no era precisamente lo que mejor encajaba con el resto de su atuendo deportivo. Tenía la mirada perdida en algún punto distante.
Ninguno de los dos le devolvió el saludo.
—Si habéis venido por el mismo motivo que yo, nos espera una noche muy larga —dijo Álvaro intentando sonar amable—. Será muy aburrido permanecer en silencio.
La chica volvió la cabeza despacio.
—Tienes razón, perdona —dijo con la voz apagada—. Me llamo Judith y este es Héctor. No habla mucho.
—Ya veo —dijo Álvaro. Al contemplar de frente el rostro de la chica, reflexionó que era aún más joven de lo que había pensando. Tal vez contase con veinte años. Aquello era horrible. No debería estar allí alguien tan joven—. Disculpa mi atrevimiento, pero aparentas unos…
—Ya era hora —protestó una voz grave a su espalda—. ¿No podías haber tardado más? Te estábamos esperando, no podemos empezar sin ti.
Álvaro observó con desagrado al personaje que acababa de entrar. Era un hombre mayor, de al menos sesenta años. Estaba gordo y calvo, salvo por algunos mechones blancos casi imperceptibles. Vestía un traje muy caro y llevaba la corbata aflojada. Le resultó vagamente familiar.
Le extrañó un poco la alusión a su tardanza. Había acudido en cuanto recibió la carta, impelido por una necesidad inexplicable de llegar cuanto antes.
—He venido lo más rápido posible. No empecemos con mal pie, no merece la pena —dijo esbozando una sonrisa. Le convenía llevarse bien con todos ellos, si era posible—. Me llamo Álvaro, y no hay razón para que nos enfademos tan pronto, ¿no crees?
El desconocido le miró con el ceño fruncido durante unos segundos.
—Yo soy Dante —dijo al final—. Y ahora somos enemigos. No creo que nos llevemos bien.
Una respuesta contundente y sincera. Su análisis de la situación era acertado y no vacilaba en recalcarlo. Eso no beneficiaba su estrategia. Álvaro catalogó a Dante como potencialmente peligroso, probablemente el más fuerte de los tres, basándose en la primera impresión. Un tipo duro, sin duda, y con todo, un imbécil. Le cayó mal. Y no se desprendía de la sensación de que ya le había visto con anterioridad.
—Que vayamos a enfrentarnos no implica que tengamos que odiarnos. Es un juego, después de todo. Si nos comportamos con deportividad…
—Corta el rollo —interrumpió Dante. Se acercó a una mesa que estaba cerca del sofá y se sirvió una copa de una de las numerosas botellas que había sobre ella—. Bueno, ¿a qué espera nuestro anfitrión para empezar con la fiesta?
—¿Dónde está
Zeta
? —preguntó una voz infantil.
Todos intercambiaron una mirada de interrogación. Incluso Héctor, que no había despegado los ojos del suelo, miró a su alrededor con el ceño arrugado. La voz que habían escuchado era de una niña, pero no se veía a nadie. Sonaron unos golpes débiles y una risa juguetona, y esta vez ubicaron la procedencia sin asomo de duda: detrás de Judith y Héctor.
Álvaro bordeó el sofá, seguido de cerca por Dante, y se toparon con una imagen difícil de creer.
—¿Alguien sabía que estaba ahí? —preguntó Álvaro.
Los demás negaron en silencio. Jugando sobre la alfombra se hallaba una niña de unos cinco años, seis como máximo. Era morena y llevaba el pelo recogido en dos coletas altas. Sus ojos eran dos esferas negras penetrantes que resaltaban sobre una piel suave, ligeramente pálida. La niña sonrió de un modo irresistible y luego miró en todas direcciones con la expresión de quien busca algo con impaciencia.
—¿Dónde está Zeta?
—¿Qué hace aquí esta mocosa? —preguntó Dante con desgana. Héctor se arrodilló junto a la niña y se quedó mirándola fascinado.
—No sé dónde está Zeta, pequeña —contestó Álvaro—. ¿Quién es Zeta? ¿Lo sabéis vosotros?
—Esto es absurdo —gruñó Dante—. Una niña no puede estar aquí esta noche. Voy a llevármela y avisaré a la policía…
—¡No lo hagas! —gritó Héctor incorporándose bruscamente.
—¿Qué te pasa, desharrapado? —preguntó Dante.
Héctor no apartó los ojos de la niña, que les observaba a todos con expresión divertida. Gateaba sobre la alfombra acercándose a cada uno de ellos según hablaban, excepto a Judith, que permanecía en el sillón y la miraba desde detrás del respaldo.
—Yo no la tocaría—dijo Héctor—. Es Ella.
—¿Qué quieres decir? —intervino Álvaro—. No insinuarás que ella también ha recibido una invitación. Es imposible.
—Tú eres el que no debes tocarla —dijo Dante—. Con lo sucio que estás le transmitirías alguna enfermedad.
Dante dio un paso hacia la niña.
—Es Ella —repitió Héctor en tono firme. Dante se quedó quieto y le fulminó con la mirada. Era evidente que no estaba de acuerdo—. Fíjate bien en la niña. Mira su sombra.
Todos siguieron la sugerencia. Tardaron pocos segundos en darse cuenta de lo que Héctor quería resaltar. Álvaro se agachó para ver más de cerca. No lo necesitaba pero era demasiado increíble, tenía que estar soñando. Judith se reclinó más sobre el respaldo del sofá. Dante entornó los ojos y abrió la boca.
—Es imposible —dijo Álvaro con admiración.
—Es un truco —dijo Dante.
—¿En serio? —preguntó Judith—. ¿Y cómo se hace un truco así?
Dante no respondió, siguió mirando la sombra de la niña, como los demás. Era la única que se proyectaba hacia la luz, en sentido contrario al resto. Las sombras de Álvaro y Dante se extendían desde sus pies hacia la niña, obedeciendo la lógica de bloquear la luz de la lámpara, que estaba situada por encima de ellos, detrás de sus espaldas. La sombra de la niña debería alejarse de ellos, pero sin embargo, se proyectaba en sentido contrario.
Álvaro dedicó un momento a estudiar el semblante de la pequeña y vio que las sombras de su rostro se correspondían con las que crearía una lámpara que estuviese por detrás de ella, sin embargo la luz le daba directamente en la cara. No tenía sentido.
—Definitivamente es Ella —dijo convencido.
—Es lo último que hubiese esperado —dijo Dante—. Es demasiado joven.
¿Cuántos años tendrá? Dudo siquiera que sepa escribir. Ella no puede habernos enviado las invitaciones.
Álvaro detectó nerviosismo en la argumentación de Dante. A todas luces estaba discutiendo consigo mismo, tratando de convencerse de que aquella niña con aspecto inocente no era la responsable de que todos estuviesen allí. Era difícil de aceptar y sin embargo no cabía otra explicación.
—¡Quiero jugar! —dijo la niña de repente.
Dio un par de palmadas en el suelo, se levantó con algo de dificultad y echó a andar hacia la mesa. Los tres hombres se apartaron rápidamente de su camino. La pequeña caminó con paso tambaleante hasta una de las sillas que rodeaban la mesa, exhibiendo en todo momento una sonrisa muy amplia. Álvaro se alegró, pues lo último que quería era ver a esa niña enfadada.
—No creo que lo consiga por sí sola —dijo Dante. La niña se esforzaba al máximo por subir a la silla, pero era demasiado alta para ella—. Tal vez deberíamos ayudarla.
—Buena idea —dijo Álvaro—. Adelante, aúpala. —Le invitó a hacerlo con un gesto de la mano.
Dante no se movió. Álvaro captó una fugaz sombra de miedo en sus ojos. No se atrevía a tocar a la pequeña anfitriona. Héctor seguía observando con mucha atención a la niña, como si nada más existiese en el mundo.
—Nos está indicando que nos sentemos —dijo Judith desde el sofá—. ¿No os habéis fijado en la mesa?
Había cinco sillas en total, la que la niña intentaba ocupar y cuatro más, una para cada uno de ellos. Pero era otro el detalle que les convenció a todos. La colección de botellas que antes poblaba la mesa, y de la que Dante se había servido ya tres copas, había desaparecido. En su lugar había un tapete verde sin adornos con un objeto en el centro que era el verdadero motivo de su reunión.
—Tienes razón —dijo Dante. Pasó al lado de la niña y se sentó en la silla que estaba más alejada—. Espero que vuelva a traer la bebida.
Héctor se sentó justo a la derecha de la niña sin decir una sola palabra.
—Yo la ayudaré a subir —anunció Álvaro.
Se aproximó a la pequeña y se agachó con los brazos extendidos, resuelto a cogerla por debajo de los hombros, pero no llegó a tocarla. Se quedó quieto en esa extraña postura al escuchar un gruñido grave a su espalda. Era profundo y retumbaba en toda la estancia con una fuerza casi tangible. Álvaro no dudaba que aquello era algún tipo de advertencia, tal vez de amenaza. Giró la cabeza muy despacio, con cuidado, sólo el cuello, manteniendo sus brazos alargados en el aire hacia la niña.
En ese momento, Dante se cayó al suelo. Se levantó a toda velocidad y retrocedió asustado. Héctor ni se inmutó, sólo tenía ojos para la niña. Judith tenía la boca abierta y sujetaba un cojín contra su pecho sin darse cuenta de que lo estrujaba con todas sus fuerzas.
Un perro enorme miraba directamente a Álvaro. Era de pelo negro, largo como el de un pastor alemán. Los ojos carecían de pupila y eran del mismo color rojo con que estaban escritas las invitaciones. Sus dientes asomaban afilados y enormes por debajo del labio superior, parcialmente retirado. El animal debía de pesar por lo menos setenta kilos. Era inmenso y se adivinaba una musculatura poderosamente desarrollada en sus gruesas patas.
Álvaro notó cómo su corazón se disparaba enloquecido. Aquel perro podría arrancarle un brazo de un solo mordisco. Jamás había tenido tanto miedo. El gruñido se prolongaba indefinidamente, aunque no aumentaba su intensidad.
—No te muevas —susurró Judith.
Al principio no tenía intención de hacerlo, pero tras unos segundos interminables, en los que el perro mantuvo su mirada fija en él, Álvaro consiguió serenarse lo suficiente para razonar sobre lo que estaba ocurriendo. Era evidente que el perro quería algo de él, o no le sometería a ese férreo escrutinio. Conservó su extraña postura mientras se devanaba los sesos en busca de una solución, y entonces sus ojos se posaron sobre la sombra del animal. Era como la de la niña, iba en la dirección opuesta a las demás, se alargaba hacia la luz. Eso le dio una idea de qué hacer.
Muy lentamente y sin dejar de mirar al perro, Álvaro dio un paso alejándose de la niña. El animal siguió mirándole, pero el gruñido perdió algo de fuerza y su labio superior descendió un poco cubriendo sus amenazadores colmillos. Al observar aquellos detalles tan prometedores, Álvaro se apresuró a distanciarse todavía más.
El animal se relajó de inmediato.
—La madre que… —exclamó Dante soltando todo el aire de sus pulmones de golpe—. Joder con el chucho. ¡Casi me cago en los pantalones!
—Dímelo a mí —dijo Álvaro apoyándose en el respaldo del sillón—. Sugiero que nadie toque a esa niña.
—¿Y qué me decís del indigente? —preguntó Dante, molesto—. Ni se ha movido el tío. Sigue ahí, atontado con la nena. Ese tipo sabe algo.
—Pues claro que sé algo —respondió Héctor sin volver el rostro—. Lo mismo que vosotros. Si usarais el cerebro entenderíais qué está pasando. ¿Olvidáis quién es esta niña y por qué estamos aquí?
Era un modo de pensar razonable y sensato, y Álvaro descubrió que había lógica en las palabras de Héctor, pero aún así, resultaba muy raro. No era natural conservar la calma de esa manera ante la súbita aparición de un animal como ese, por más que supieran qué hacían allí. Si de verdad Héctor era capaz de controlar sus emociones de ese modo, tendría que tener mucho cuidado con él, más que con Dante. Su primera impresión había sido errónea. Se había dejado influenciar por la roñosa indumentaria que llevaba y por el leve atisbo de imbecilidad que se apreciaba en su mirada. Pero en realidad, no era eso, más bien debía de tratarse de indiferencia. Sería preciso averiguar más sobre Héctor o no podría manipularle debidamente.
—Héctor tiene razón —dijo Álvaro en tono conciliador—. Eres muy observador. Te importa que te pregunte…
—¡Zeta! —gritó la niña, entusiasmada.
El enorme perro negro trotó alegremente hasta la pequeña. ¡Era tan alto como ella estando a cuatro patas! La niña le abrazó en cuanto estuvo a su lado a pesar de que apenas pudo rodear su cuello con los dos brazos. Zeta entrecerró los ojos y soportó con una expresión de felicidad todas las travesuras a que le sometió la chiquilla. El perro aguantó dócilmente mientras ella le retorcía las orejas y le daba golpes por todo el cuerpo, incitándolo a pelear. Afortunadamente, Zeta no aceptó la invitación. Luego la niña agarró un cojín y empezó a empujar al perro con él. Álvaro dio un salto atrás involuntariamente cuando el perro mordió el cojín y empezó a forcejear con su compañera de juegos. De nuevo se escuchó su gruñido mientras daba minúsculos tirones al cojín. La niña reía descontrolada y sujetaba el otro extremo con dificultad. El espectáculo era inefable. Álvaro fue una vez al circo, de pequeño, y cuando vio a un domador meter la cabeza dentro de las fauces de un león, pensó que nunca contemplaría algo semejante. Se equivocó. Este juego entre Zeta y la niña le puso mil veces más tenso. Si el animal se enfurecía, podría tragarse a la cría entera de un bocado.
Pasados unos minutos, la niña soltó el cojín. Entonces, Zeta se acercó a la silla, se sentó en el suelo y posó el hocico sobre el asiento. La chiquilla se acercó hasta él y trepó por su lomo hasta alcanzar la silla, no sin algún esfuerzo.
—Ya sabemos quién es Zeta —dijo Dante regresando a su asiento—. Hola, bonito —le dijo al perro al pasar junto a él.