La velocidad de la oscuridad

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Reflexiva, aguda e inolvidable,
La velocidad de la oscuridad
es una arrebatadora exploración del peculiar mundo de Lou Arrendale, un autista adulto a quien se le ofrece la posibilidad de probar una nueva "cura" experimental por la que podría dejar de ser quien es o, si lo desea, continuar siendo un auténtico extraterrestre dentro de su propia sociedad. Porque ese tratamiento que los médicos le proponen podría cambiar por completo su forma de entender el mundo... y la misma esencia de su personalidad.

La historia de Lou Arrendale es un retrato del particular universo que rodea a los que padecen la enfermedad del autismo, contado desde la experiencia de una escritora que en la vida real es madre de uno de ellos.

Elizabeth Moon

La velocidad de la oscuridad

ePUB v1.0

Roy Batty
28.01.12

Título: La velocidad de la oscuridad

Título original:
The Speed of the Dark

Autor: Elizabeth Moon

Año de publicación: 2003

ISBN: 84-666-2139-3

Para Michael, cuyo valor y alegría son un

placer constante, y para Richard, sin cuyo amor

y apoyo el trabajo hubiese sido un doscientos

por ciento más difícil. Y para los otros padres de

niños autistas, con la esperanza de que también

encuentren ese placer en la diferencia.

Agradecimientos

Entre las personas que más me ayudaron en la investigación de este libro se cuentan los niños y adultos autistas y las familias de autistas que a lo largo de los años se han comunicado conmigo: con sus escritos, en persona o por Internet. En las fases de planificación de este libro, me distancié de la mayoría de esas fuentes (me di de baja de las listas de correo, grupos de noticias, etc.) para proteger la intimidad de esos individuos; una memoria normalmente poco de fiar hacía improbable que cualquier detalle reconocible sobreviviera a años sin contacto. Una de esas personas decidió continuar en contacto por correo electrónico; por su generosidad a la hora de discutir asuntos relacionados con la discapacidad, la inserción y la percepción de las personas sin autismo siempre estaré en deuda con ella. Sin embargo, no ha leído este libro (todavía) y no es responsable de nada de lo que cuento en él.

Estoy en deuda con escritores en este campo como Oliver Sacks, cuyos muchos libros sobre neurología están repletos de humanidad además de conocimiento, y Temple Grandin, cuya visión personal del autismo fue valiosísima (y especialmente accesible para mí, ya que mi interés de toda la vida por la conducta animal es tan grande como su experiencia). Los lectores que estén particularmente interesados en el autismo pueden echar un vistazo a la lista de lectura de mi página web.

J. Ferris Duhon, abogado con amplia experiencia en derecho laboral, me ayudó a crear un clima legal futuro cercano y plausible en lo concerniente al empleo de personas discapacitadas; cualquier metedura de pata legal que quede es culpa mía, no suya. J. B., J. H., J. K. y K. S. contribuyeron con sus reflexiones sobre la estructura corporativa de las grandes multinacionales y las instituciones de investigación; por motivos obvios prefieren que no los mencione por su nombre. David Watson me aportó su experiencia en esgrima, organizaciones de recreación histórica y funcionamiento de los torneos. Una vez más, cualquier error en este tema es culpa mía, no suya.

Mi editora, Shelly Shapiro, me proporcionó exactamente la mezcla adecuada de libertad y guía, y mi agente, Joshua Bilmes, apoyó el esfuerzo con su confianza en que podría conseguirlo.

1

Preguntas, siempre preguntas. Ellos tampoco esperaban respuestas. Seguían adelante, lanzando preguntas y más preguntas, cubriendo cada instante con preguntas, bloqueando cualquier sensación menos el aguijonazo de las preguntas.

Y las órdenes. Si no era «Lou, ¿qué es esto?», era «Dime qué es esto». Un plato. El mismo plato, una y otra vez. Es un plato y es un plato feo, un plato aburrido, un plato de total y absoluto aburrimiento, falto de interés. No tengo ningún interés en ese plato aburrido.

Si ellos no van a escuchar, ¿por qué debo hablar yo?

Pero no lo expreso en voz alta. Todo lo que tiene valor en mi vida lo he conseguido al precio de no decir lo que realmente pienso sino lo que ellos quieren que diga.

En esta consulta, donde me evalúan y aconsejan cuatro veces al año, la psiquiatra está tan segura de la barrera que nos separa como todos los anteriores psiquiatras. Resulta doloroso ver su certeza, así que intento no mirarla más de lo necesario. Eso tiene sus peligros; como los otros, cree que yo debería establecer más contacto ocular. La miro ahora.

La doctora Fornum, formal y profesional, alza una ceja y sacude la cabeza de manera no del todo imperceptible. Las personas autistas no entienden estas señales; eso dice el libro. Yo he leído el libro, así que sé qué es lo que no comprendo.

Lo que todavía no he descubierto es la gama de cosas que
ellos
no comprenden. Los normales. Los reales. Los que tienen los títulos y se sientan tras los escritorios en cómodas sillas.

Sé algo que ella desconoce. No sabe que sé leer. Cree que soy hiperléxico, que sólo repito las palabras como un loro. No veo la diferencia entre lo que llama repetir como un loro y lo que ella hace cuando lee. No sabe que tengo mucho vocabulario. Cada vez que pregunta por mi trabajo y yo le digo que sigo trabajando para la compañía farmacéutica, pregunta si sé qué significa «farmacéutico». Cree que estoy repitiendo como un loro. No veo la diferencia entre lo que llama repetir como un loro y el uso que hago de un gran número de palabras. Ella emplea palabras larguísimas cuando habla con los otros médicos y enfermeras y técnicos, repitiéndose una y otra vez y diciendo cosas que podría decir de manera más sencilla. Sabe que trabajo con un ordenador, sabe que fui a la escuela, pero no cae en la cuenta de que eso es incompatible con su convencimiento de que soy casi analfabeto y apenas hablo.

Me habla como si fuera un niño estúpido. No le gusta que utilice grandes palabras (como ella las llama), y me dice que diga solamente lo que quiero decir.

Lo que quiero decir es que la velocidad de la oscuridad es tan importante como la velocidad de la luz, y tal vez sea mayor, ¿y quién lo averiguará?

Lo que quiero decir es que, si hubiera un mundo donde la gravedad fuera el doble, ¿en ese mundo el viento de un ventilador sería más fuerte porque el aire sería más denso y haría volar el vaso de la mesa, no sólo mi servilleta? ¿O sujetaría la gravedad el vaso con más firmeza a la mesa y el viento más fuerte no podría moverlo?

Lo que quiero decir es que el mundo es grande y aterrador y ruidoso y loco pero también hermoso y quieto bajo el vendaval.

Lo que quiero decir es: ¿qué importa si yo pienso en los colores como personas o en las personas como barras de tiza, todas tiesas y blancas a menos que sean tizas marrones o negras?

Lo que quiero decir es que sé lo que me gusta y lo que quiero, y ella no, y no quiero que me guste ni tampoco querer lo que ella quiere que me guste o quiera.

Ella no quiere saber lo que quiero decir. Quiere que diga lo que dice otra gente.

—Buenos días, doctora Fornum.

—Sí, estoy bien, gracias.

—Sí, puedo esperar. No importa.

No me importa. Cuando ella atiende al teléfono puedo mirar su consulta y encuentro las cosas relucientes que ella no sabe que tiene. Muevo la cabeza adelante y atrás para que la luz del rincón ilumine la cubierta brillante del libro de la estantería. Si ella advierte que estoy moviendo la cabeza adelante y atrás, toma nota. Puede que interrumpa su llamada y me diga que pare. Cuando lo hago yo se llama estereotipia y relajar el cuello cuando lo hace ella. Yo lo llamo diversión, ver la luz reflejada brillando y apagándose.

En la consulta de la doctora Fornum hay una extraña mezcla de olores, no sólo de papel y tinta y libros y a pegamento de la alfombra y el olor de plástico de los armazones de las sillas, sino de algo más que sigo pensando que debe de ser chocolate. ¿Guarda una caja de bombones en el cajón de su escritorio? Me gustaría averiguarlo. Sé que si lo preguntara lo anotaría en mi expediente. Advertir olores no es adecuado. Las notas sobre advertir son malas, pero no como las notas falsas de la música, que son equivocaciones.

No creo que todo el mundo sea igual en todos los aspectos. Me ha dicho que Todos lo saben y Todos lo hacen, pero no soy ciego, sólo autista, y sé que ellos saben y hacen cosas distintas. Los coches del aparcamiento son de colores y tamaños diferentes. El treinta y siete por ciento de ellos, esta mañana, es azul. El nueve por ciento, grande: camiones o furgonetas. Hay dieciocho motocicletas en tres filas. Deberían ser seis por fila, pero resulta que diez están en la última, cerca de Mantenimiento. Canales diferentes emiten programas diferentes: eso no sucedería si todo el mundo fuera igual.

Cuando cuelga el teléfono y me mira, su cara tiene esa expresión. No sé cómo la llamaría la mayoría de la gente, pero yo la llamo la expresión SOY REAL. Quiere decir que ella es real y tiene respuestas y yo soy alguien menor, no completamente real, aunque puedo sentir la textura nudosa de la silla de la consulta a través de mis pantalones. Solía ponerme una revista debajo, pero ella dice que no necesito hacer eso. Ella es real, eso piensa, así que sabe lo que yo necesito o no necesito.

—Sí, doctora Fornum, estoy escuchando.

Sus palabras llueven sobre mí, levemente irritantes, como de una vinagrera.

—Atento a las pistas conversacionales —me dice, y espera.

—Sí —digo.

Ella asiente, toma nota, dice:

—Muy bien.

Sin mirarme. En algún lugar pasillo abajo, alguien empieza a caminar hacia aquí. Dos álguienes, hablando. Su conversación no tarda en confundirse con la de ella. Me enteré de lo de Debby el viernes... la próxima vez... ¿vas o no? Y se lo digo. Pero más vale pájaro en mano... no puede ser, y la doctora Fornum está esperando a que yo responda algo.

—Lo siento —digo. Ella me dice que preste más atención y hace otra anotación en mi expediente y me pregunta por mi vida social.

No le gusta lo que le digo, que es que juego por Internet con mi amigo Alex de Alemania y mi amigo Ky de Indonesia.

—En la vida real —dice contundente.

—Con la gente del trabajo —digo, y ella vuelve a asentir y entonces me pregunta por los bolos y el minigolf y el cine y la sede local de la Sociedad Autista.

Los bolos me lastiman la espalda y me resuenan en la cabeza. El minigolf es para críos, no para adultos, pero ni siquiera me gustaba cuando era un chaval. Me gusta el
laser tag
, pero cuando se lo dije en mi primera sesión ella anotó «tendencias violentas». Tardó mucho en apartar de mi programa las preguntas sobre la violencia, y estoy seguro de que nunca ha borrado la anotación. Le recuerdo que no me gustan los bolos ni el minigolf, y ella me dice que debería hacer un esfuerzo. Le digo que he ido a ver tres películas, y entonces me pregunta por ellas. Leí las críticas, así que puedo contarle los argumentos. No me gustan tampoco mucho las películas, sobre todo en el cine, pero tengo que decirle algo... y hasta ahora no se ha dado cuenta de que le cuento el argumento sacándolo directamente de una reseña.

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