La velocidad de la oscuridad (31 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
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La policía envía un coche para llevarme a casa, pero primero vamos a comprar una batería nueva para el mío y luego al lugar donde la policía guarda los suyos. No es la comisaría de policía normal sino un sitio que llaman el depósito. Es una palabra nueva para mí. Tengo que firmar unos papeles declarando que mi coche es el mío y que me lo llevo en custodia. Un mecánico pone la batería que acabo de comprar. Uno de los policías se ofrece a venir conmigo a casa, pero creo que no necesito ayuda. Él dice que tienen que poner mi apartamento en una lista de vigilancia.

El interior de mi coche está sucio, con polvo pálido en las superficies. Quiero limpiarlo, pero primero tengo que llevarlo a casa. Es un trayecto más largo que desde el trabajo, pero no me pierdo. Aparco junto al coche de Danny y subo a mi apartamento.

Se supone que no debo salir de casa, por mi propia seguridad, pero es viernes por la noche y tengo que hacer la colada. La lavandería está en el edificio. Creo que el señor Stacy se refería a que no saliera del edificio. Estaré a salvo en el edificio, porque Danny vive aquí y es policía. No saldré del edificio, pero haré la colada.

Pongo las cosas oscuras en la cesta oscura y las cosas claras en la cesta clara, coloco el detergente encima y me asomo con cuidado a la mirilla antes de abrir la puerta. Nadie, naturalmente. Abro la puerta, saco la colada, vuelvo a cerrar con llave la puerta. Es importante cerrar siempre la puerta.

Como de costumbre los viernes por la noche el edificio está tranquilo. Oigo la televisión en el apartamento de alguien mientras bajo las escaleras. El pasillo de la lavandería parece igual que siempre. No veo a nadie mirando desde fuera. Llego temprano esta semana y no hay nadie en la lavandería. Meto la ropa oscura en la lavadora de la derecha y la ropa clara en la que está al lado. Cuando no hay nadie mirándome puedo meter las monedas en ambas y poner en marcha las dos máquinas a la vez. Tengo que estirar los brazos para hacerlo, pero parece mejor así.

Me he traído el Cego y Clinton y me siento en una de las sillas de plástico, junto a la mesa plegable. Me gustaría salir al pasillo, pero hay un cartel que dice: LOS RESIDENTES TIENEN ESTRICTAMENTE PROHIBIDO SACAR LAS SILLAS DE LA LAVANDERÍA. No me gusta esta silla (tiene un extraño tono verdiazul), pero mientras estoy sentado en ella no tengo que mirarla. Sigue sin gustarme, pero es mejor que no tener silla.

He leído ocho páginas cuando entra la anciana señora Kimberly con su colada. No levanto la mirada. No quiero hablar. Le diré hola si ella me habla.

—Hola, Lou —dice—. ¿Leyendo?

—Hola —digo. No respondo a la pregunta, porque puede ver que estoy leyendo.

—¿Qué es eso? —pregunta, acercándose.

Cierro el libro dejando el dedo en su sitio, para que pueda ver la portada.

—Vaya, vaya. Es un libro grueso. No sabía que te gustara leer, Lou.

No comprendo las reglas para interrumpir. Siempre me parece de mala educación interrumpir a otras personas, pero las otras personas no parecen pensar que sea de mala educación interrumpirme a mí en circunstancias en que yo no debería interrumpirlas a ellas.

—Sí, a veces —digo. No levanto la cabeza del libro porque espero que comprenda que quiero leer.

—¿Estás molesto por algo?

Estoy molesto porque no me deja leer en paz, pero es una señora mayor y no sería amable decirlo.

—Normalmente eres amistoso, pero te has traído ese libro tan gordo. No puedes estar leyéndolo de verdad...

—Lo estoy leyendo —digo, picado—. Me lo prestó una amiga el miércoles por la noche.

—Pero es... parece un libro muy difícil. ¿Lo comprendes, en serio?

Es como la doctora Fornum: no cree que yo pueda hacer gran cosa.

—Sí. Lo comprendo. Estoy leyendo cómo las partes procesadoras del cerebro integran los impulsos intermitentes, como en una pantalla de televisión, para crear una imagen estable.

—¿Impulso intermitente? —dice ella—. ¿Te refieres a cuando fluctúa?

—Más o menos. Los investigadores han identificado la zona del cerebro donde las imágenes fluctuantes se alisan.

—Bueno, no veo para qué sirve eso —dice ella. Saca su ropa de la cesta y empieza a meterla en una lavadora—. Me contento con dejar que mi interior funcione sin verlo mientras lo hace.

Mide el detergente, lo vierte, inserta el dinero y se detiene antes de pulsar INICIAR.

—Lou, no creo que sea saludable obsesionarse por cómo funciona el cerebro. La gente puede volverse loca con eso, ya sabes.

No lo sabía. Nunca se me había ocurrido que saber demasiado acerca del modo en que funciona mi cerebro pudiera volverme loco. No creo que sea una verdad. Ella pulsa el botón y el agua entra en la máquina. Se acerca a la mesa plegable.

—Todo el mundo sabe que los hijos de los psiquiatras y psicólogos están más locos que la media —dice—. En el siglo XX, había un famoso psiquiatra que metió a su propio hijo en una caja y lo dejó allí dentro y se volvió loco.

Sé que eso no es verdad. No creo que ella me crea si le digo que no es verdad. No quiero explicar nada, así que abro de nuevo el libro. Ella resopla y oigo sus zapatos claquetear por el suelo cuando se marcha.

Cuando estaba en el colegio, nos enseñaron que el cerebro es como un ordenador pero menos eficaz. Los ordenadores no cometen errores si están construidos y programados correctamente, pero los cerebros sí. De esto saqué la idea de que mi cerebro (incluso un cerebro normal, no sólo el mío) era una especie inferior de ordenador.

Este libro deja claro que los cerebros son mucho más complejos que cualquier ordenador y que mi cerebro es normal, que funciona exactamente igual que el cerebro humano normal, en muchos aspectos. Mi visión del color es normal. Mi agudeza visual es normal. ¿Qué no es normal? Sólo las cosas más ligeras... creo.

Desearía tener mi historial médico de la infancia. No sé si me hicieron todas las pruebas de las que habla este libro. No sé si comprobaron la velocidad de transmisión de mis neuronas sensoriales, por ejemplo. Recuerdo que mi madre tenía una carpeta grande, verde por fuera y azul por dentro, repleta de papeles. No recuerdo haberla visto después de la muerte de mis padres, cuando recogí las cosas de su casa. A lo mejor mi madre la tiró cuando me hice mayor y me fui a vivir solo. Sé el nombre del centro médico al que me llevaron mis padres, pero no sé si me ayudarían, si conservan los historiales de los niños que ahora son adultos.

El libro habla de una variante de la habilidad para captar breves estímulos transitorios. Recuerdo los juegos de ordenador que me ayudaron a oír y luego a aprender consonantes como la «p» y la «t» y la «d», sobre todo al final de las palabras. Había ejercicios oculares también, pero era tan pequeño que no los recuerdo mucho.

Miro las dos caras de la ilustración, que prueban la diferencia de los rasgos faciales por situación o tipo. Todas las caras me parecen iguales; puedo decir (con la ayuda de los textos) que estas dos tienen los mismos ojos, nariz y boca, pero una los tiene estirados, más lejos de los otros rasgos. Si se movieran, como en la cara de una persona real, nunca me daría cuenta. Supuestamente esto significa que algo va mal en una parte específica del cerebro referida al reconocimiento facial.

¿De verdad que la gente normal realiza todas estas tareas? Si es así, no me extraña que puedan reconocerse unos a otros tan fácilmente, a tanta distancia, con ropa distinta.

No tenemos reunión de la compañía este sábado. Voy al Centro, pero el consejero asignado está enfermo. Miro los números de Ayuda Legal del tablón de anuncios y los memorizo. No quiero llamar yo solo. No sé qué pensarán los otros. Después de unos cuantos minutos, me vuelvo a casa y sigo leyendo el libro, pero me tomo mi tiempo para limpiar el apartamento y el coche, para compensar la semana pasada. Decido tirar la vieja tapicería de vellón y compro una nueva. La nueva huele mucho a cuero y es más suave que la antigua. El domingo voy a la primera misa, para tener más tiempo para leer.

El lunes llega un memorándum para todos nosotros, con fechas para los tests preliminares. Tomografías. Resonancias magnéticas. Reconocimiento físico completo. Entrevista psicológica. Pruebas psicológicas. El memorándum dice que podemos descontar tiempo del trabajo para someternos a esas pruebas, sin penalización. Me siento aliviado: no querría tener que compensar todas las horas que durarán esas pruebas. La primera es el lunes por la tarde, un reconocimiento físico. Todos vamos a la clínica. No me gusta que me toquen los extraños, pero sé cómo hay que comportarse en una clínica. La aguja para sacar sangre no lastima de verdad, pero no comprendo qué tienen que ver mi sangre y mi orina con mis funciones cerebrales. Nadie explica nada.

El martes tengo la cita, para la tomografía. El técnico no para de decirme que no me dolerá y que no me asuste cuando la máquina me introduce en una cámara estrecha. No estoy asustado. No soy claustrofóbico.

Después del trabajo tengo que ir al supermercado, porque el martes pasado tuve una reunión con los otros de nuestro grupo. Se supone que tengo que tener cuidado con Don, pero de todas formas no creo que vaya a hacerme daño. Es mi amigo. Ahora estará ya probablemente arrepentido de lo que hizo... si es él quien hizo esas cosas. Además, es mi día de la compra. Examino el aparcamiento cuando me marcho y no veo a nadie que no debiera ver. Los guardias de las puertas del campus mantienen apartados a los intrusos.

En el supermercado, aparco lo más cerca que puedo de las luces, por si está oscuro cuando salga. Es un sitio afortunado, un primo: el once del extremo de la fila. No hay mucha gente en el supermercado esta noche, así que tengo tiempo para comprar todo lo que hay en mi lista. Aunque no llevo la lista escrita, sé lo que necesito, y no tengo problemas en dar media vuelta para encontrar algo que se me ha olvidado. Tengo demasiado para una de las cajas rápidas, casi un carrito lleno, así que me decido por la caja normal más corta.

Cuando salgo ya está más oscuro pero no realmente oscuro. El aire es frío, incluso por encima del pavimento del aparcamiento. Empujo el carrito, escuchando el ritmo tintineante de una rueda que sólo toca el suelo de vez en cuando. Es casi como el jazz, pero menos predecible. Cuando llego al coche, abro la puerta y empiezo a sacar con cuidado las bolsas con la compra. Cosas pesadas como el detergente y las latas de zumo en el suelo, donde no puedan caerse y aplastar algo. El pan y los huevos en el asiento trasero.

Detrás de mí, el carrito de repente se sacude. Me doy la vuelta y no reconozco la cara del hombre de la chaqueta oscura. No al principio, al menos, y luego me doy cuenta de que es Don.

—Todo es culpa tuya. Es culpa tuya que Tom me echara —dice. Su cara está toda retorcida, los músculos sobresalen en nudos. Sus ojos parecen asustados; como no quiero verlos, miro otras partes de su cara—. Es culpa tuya que Marjory me dijera que me fuese. Es repugnante la manera que tienen las mujeres de picar con los disminuidos. Probablemente las tienes a docenas, mujeres perfectamente normales que pican con esa pose de indefensión tuya.

Su voz se vuelve más aguda y chillona y advierto que está citando a alguien o fingiéndolo.

—«Pobre Lou, no puede evitarlo», y «pobre Lou, me necesita».

Ahora su voz es de nuevo más baja.

—Vosotros no necesitáis a mujeres normales —dice—. Las rarezas deberían emparejarse con las rarezas, si es que tienen que emparejarse. La propia idea de que te lo montes con una mujer normal me hace vomitar. Es repugnante.

Soy incapaz de decir nada. Creo que tendría que estar asustado, pero lo que siento no es miedo, sino tristeza, una tristeza tan grande que es como un peso sobre mí, oscuro y sin forma. Don es normal. Podría haber logrado, debería haber logrado, mucho más, ser normal mucho más fácilmente. ¿Por qué renunció a ello?

—Lo he anotado todo —dice—. No puedo encargarme de todos vosotros, pero sabrán por qué lo hice cuando lo lean.

—No es culpa mía —digo.

—Y un carajo que no.

Se acerca. Su sudor tiene un olor extraño. No sé qué es, pero creo que ha comido o bebido algo que produce ese olor. Lleva el cuello de la camisa torcido. Miro hacia abajo. Sus zapatos están sucios: tiene suelto un cordón. Ir arreglado es importante. Eso causa buena impresión. Ahora mismo Don no causa ninguna buena impresión, pero nadie parece advertirlo. Por el rabillo del ojo veo a otras personas acercándose a sus coches, entrando en el supermercado, ignorándonos.

—Eres una
rareza
, Lou... ¿entiendes lo que estoy diciendo? Eres una rareza y tu sitio es el zoo.

Sé que Don no tiene razón y que lo que dice no es objetivamente cierto, pero me siento atropellado por la fuerza de su repulsión hacia mí. Me siento estúpido, también, por no haberlo reconocido antes. Era mi amigo; me sonreía; intentó ayudarme. ¿Cómo iba yo a saberlo?

Saca la mano derecha del bolsillo y veo el círculo negro de un arma apuntándome. El exterior del cañón brilla un poco a la luz, pero el interior es negro como el espacio. La oscuridad corre hacia mí.

—Toda esa mierda del apoyo social... Carajo, si no fuera por ti y tu especie el resto del mundo no iría de cabeza hacia otra depresión. Yo tendría la carrera que debería tener, no este trabajo de mala muerte en el que estoy atrapado.

No sé qué tipo de trabajo hace Don. Debería saberlo. No creo que lo que está sucediendo con el dinero sea culpa mía. No creo que él tuviera la carrera que quiere si yo estuviese muerto. Los patrones eligen a la gente que va arreglada y tiene buenos modales, gente que trabaja duro y se lleva bien con los demás. Don va sucio y desarreglado; es grosero y no trabaja duro.

Se mueve de repente, agitando hacia mí el brazo con el arma.

—Entra en el coche —dice, pero yo me estoy moviendo ya.

Su pauta es simple, fácil de reconocer, y no es tan rápido ni tan fuerte como cree. Mi mano agarra su muñeca mientras la mueve hacia delante, la empuja hacia un lado. El ruido que hace no es como el ruido de las armas en la televisión. Es más fuerte y más feo; resuena en la parte delantera del supermercado. No tengo espada, pero mi otra mano le golpea en medio del cuerpo. Él se dobla por el golpe; un aliento maloliente brota de él.

—¡Eh! —grita alguien.

—¡Policía! —grita alguien más. Oigo gritos. Aparece gente de ninguna parte en tropel y se lanzan sobre Don. Yo me tambaleo y casi me caigo cuando la gente choca contra mí; alguien me agarra por el brazo y me hace dar media vuelta, empujándome contra el lado del coche.

BOOK: La velocidad de la oscuridad
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