Read La velocidad de la oscuridad Online
Authors: Elizabeth Moon
—No debería haber dicho nada de la velocidad de la oscuridad. Te ha molestado.
—Tú no me has molestado —dijo Lucía—. Tom sí.
Tom siguió conduciendo mientras un silencio incómodo llenaba el coche. Cuando llegaron al parque donde tendría lugar el torneo, se apresuró a dar los pasos para inscribir a Lou, comprobar su equipo y llevarlo a dar una rápida vuelta por las instalaciones. Lucía se marchó a hablar con unas amigas; Tom esperaba que superara su malestar, que molestaba a Lou tanto como a él.
Después de media hora, Tom sintió que se relajaba en la familiar camaradería. Conocía a casi todo el mundo; conversaciones familiares fluían a su alrededor. Quién estaba estudiando con quién, quién se había inscrito en este torneo o en aquél, quién había ganado o perdido. Cuáles eran las rencillas y quién no se hablaba con quién. Lou parecía llevarlo bastante bien, ser capaz de saludar a la gente que Tom le presentaba. Tom lo ayudó a calentar un poco, y luego llegó el momento de llevarlo a la pista para su primer combate.
—Recuerda, tu mejor oportunidad de puntuar es atacar inmediatamente. Tu oponente no conocerá tu ataque y tú no conocerás el suyo, pero eres rápido. Penetra su guardia y alcánzalo, o inténtalo. Eso lo sorprenderá en todo caso...
—Hola, tíos —dijo Don desde detrás de Tom—. Acabo de llegar. ¿Ha combatido ya?
Siempre se podía contar con Don para que rompiera la concentración de Lou.
—No. Está a punto. Te atenderé en un momento.
Tom se volvió hacia Lou.
—Lo harás bien, Lou. Recuerda: son tres de cinco, así que no te preocupes si te toca. Todavía puedes ganar. Y escucha al árbi...
Entonces llegó el momento y Lou se dio la vuelta para entrar en la pista, rodeada por cuerdas. Tom sintió que el pánico se apoderaba de él. ¿Y si había empujado a Lou a algo que estaba más allá de su capacidad?
Lou parecía tan torpe como en su primer año. Aunque su pose era técnicamente correcta, se le veía envarado y forzado, no con el gesto de alguien que sabe moverse.
—Te lo dije —dijo Don—. Es demasiado para él. Le...
—Cállate —ordenó Tom—. Te va a oír.
Estoy preparado antes de que llegue Tom. Llevo el disfraz que Lucía me ha hecho, pero me siento muy raro en público. No parece ropa como la otra. Los calcetines altos me aprietan las piernas hasta las rodillas. Las grandes mangas de la camisa revolotean con la brisa, subiendo y bajando por mis brazos. Aunque los colores son apagados, marrón y pardo y verde oscuro, no creo que el señor Aldrin o el señor Crenshaw lo aprobaran si me vieran.
«La puntualidad es cortesía de príncipes», escribió en la pizarra mi maestra de cuarto curso. Nos dijo que lo copiáramos. Lo explicó. Yo no entendí lo de los príncipes entonces, ni por qué debería preocuparnos lo que hicieran los príncipes, pero siempre he entendido que hacer esperar a la gente es una grosería. No me gusta cuando tengo que esperar. Tom también llega puntual, así que no tengo que esperar mucho.
El trayecto hasta el lugar del torneo hace que me sienta asustado, porque Lucía y Tom vuelven a discutir, y me parece que de algún modo es por mi culpa. No sé cómo ni por qué. No comprendo por qué si Lucía está enfadada por algo que le pasa en el trabajo no habla de ello, en vez de cabrearse con Tom.
En el lugar del torneo, Tom aparca en la hierba, en una fila con otros vehículos. No hay sitio donde conectar las baterías. Automáticamente, miro los coches y cuento colores y tipos: dieciocho azules, cinco rojos, catorce marrones o beige o pardos. Veintiuno tienen paneles solares en la capota. La mayoría de la gente va disfrazada. Todos los disfraces son tan extraños como el mío, o más extraños. Un hombre lleva un gran sombrero de ala ancha cubierto de plumas. Parece un error. Tom dice que no, que la gente se vestía de verdad así hace siglos. Quiero contar colores, pero la mayoría de los disfraces tienen muchos, así que es difícil. Me gustan las capas deslumbrantes que tienen un color por fuera y otro por dentro. Casi parecen un volador cuando se mueven.
Primero nos acercamos a una mesa donde una mujer con un vestido largo comprueba nuestros nombres en una lista. Nos entrega unos pequeños círculos de metal con agujeros y Lucía saca unos finos lazos de su bolsillo y me entrega uno verde.
—Ponlo en esto y cuélgatelo del cuello —me dice. Luego Tom me lleva a otra mesa donde hay un hombre con pantalones cortos abombados que comprueba mi nombre en otra lista.
—Le toca a las diez y cuarto —dice—. Allí está la tabla. —Señala una tienda de franjas verdes y amarillas.
La tabla está hecha de grandes trozos de cartón pegados, con líneas para los nombres, como un árbol genealógico, sólo que la mayoría están en blanco. Sólo las líneas de la izquierda están llenas. Encuentro mi nombre y el nombre de mi primer oponente.
—Son las nueve y media —dice Tom—. Vamos a echarle un vistazo al campo y luego buscaremos un sitio para calentar.
Cuando me toca el turno y entro en la zona marcada, mi corazón redobla y mis manos tiemblan. No sé qué estoy haciendo aquí. No debería estar aquí: no conozco la pauta. Entonces mi oponente me ataca y yo detengo. No es una buena parada (he sido lento), pero no me ha tocado. Inspiro profundamente y me concentro en su movimiento, en sus pautas.
Mi oponente no parece advertir cuando lo toco. Me sorprende, pero Tom me dijo que algunas personas no reconocen que las tocan. Algunos, dijo, pueden estar demasiado excitados para notar un toque ligero o incluso mediano, sobre todo si es su primer combate. Podría sucederte también a ti, me dijo. Por eso me ha estado diciendo que mis toques sean más firmes. Lo intento de nuevo, y esta vez el otro hombre se abalanza justo cuando yo lanzo una estocada y lo alcanzo con demasiada fuerza. Está molesto y le habla al árbitro, pero el árbitro dice que es culpa suya por abalanzarse.
Al final, gano el combate. Estoy sin aliento, no sólo por la pelea. Me siento muy distinto y no sé cuál es la diferencia. Me siento más liviano, como si la gravedad hubiera cambiado, pero no es la misma sensación que cuando estoy cerca de Marjory. ¿Es por haber peleado con alguien a quien no conozco o por haber ganado?
Tom me estrecha la mano. Su cara brilla; su voz suena excitada.
—Lo has conseguido, Lou. Has hecho un gran trabajo...
—Sí, lo has hecho bien —interrumpe Don—. Y has tenido un poco de suerte, también. Tienes que vigilar tus paradas en tres, Lou: me he dado cuenta antes de que no las usas con la frecuencia necesaria y cuando lo haces telegrafías lo que vas a hacer a continuación...
—Don... —dice Tom, pero Don sigue hablando.
—Y cuando alguien te ataca así, no debería pillarte desprevenido...
—Don, ha
ganado
. Lo ha hecho bien. Déjalo. —Tom frunce el entrecejo.
—Sí, sí, sé que ha ganado, ha tenido suerte en su primer combate, pero si quiere seguir ganando...
—Don, ve y tráenos algo de beber. —Tom parece molesto.
Don parpadea, sorprendido. Acepta el dinero que le entrega Tom.
—Oh... de acuerdo. Ahora mismo vuelvo.
Ya no me siento más liviano. Me siento más pesado. He cometido demasiados errores.
Tom se vuelve hacia mí; está sonriendo.
—Lou, ha sido uno de los mejores primeros combates que he visto en mi vida —dice. Creo que quiere que olvide lo que ha dicho Don, pero no puedo. Don es mi amigo: está intentando ayudarme.
—Yo... no he hecho lo que me dijiste que hiciera. Dijiste que atacara primero...
—Lo que has hecho ha funcionado. Ése es el truco. Me di cuenta después de que salieras que podría haber sido un mal consejo. —Tom sigue con el entrecejo fruncido. No sé por qué.
—Sí, pero si hubiera hecho lo que me dijiste que hiciera, tal vez él no habría conseguido el primer punto.
—Lou... escúchame. Lo has hecho muy, muy bien. Él se ha llevado el primer punto, pero no te has venido abajo. Te has recuperado. Y has ganado. Si hubiera reconocido que lo habías tocado antes, habrías ganado más pronto.
—Pero Don ha dicho...
Tom sacude con fuerza la cabeza, como si algo le doliera.
—Olvida lo que ha dicho Don. En su primer torneo, Don se vino abajo en el primer encuentro. Por completo. Entonces se molestó tanto por haber perdido que metió la pata el resto del torneo, ni siquiera combatió en la repesca de los perdedores...
—Vaya,
gracias
—dice Don. Ha vuelto, con tres latas de refresco; deja caer dos de ellas al suelo—. Y yo que creía que te preocupaban tanto los sentimientos de los demás...
Se marcha con una de las latas. Me doy cuenta de que está enfadado.
Tom suspira.
—Bueno... es cierto. No dejes que te preocupe, Lou. Lo has hecho muy bien; probablemente no ganarás hoy (los novatos no lo hacen nunca), pero ya has mostrado una habilidad y una pose considerables, y estoy orgulloso de que pertenezcas a nuestro grupo.
—Don está enfadado de verdad —digo, mirándolo. Creo que Tom no tendría que haber dicho nada del primer torneo de Don. Tom recoge los refrescos y me ofrece uno. Se desborda cuando abro la lata. La suya se desborda también y se lame la espuma de los dedos. No sabía que eso fuera aceptable, pero me lamo también la espuma de los dedos.
—Sí, pero Don es... Don. Suele hacer estas cosas, ya lo has visto.
No estoy seguro de a qué se refiere. Si a que Don le dice a otras personas lo que deben hacer o a que se enfada.
—Creo que intenta ser mi amigo y ayudarme —digo—. Aunque le gusta Marjory y a mí me gusta Marjory y probablemente quiere gustarle a ella, pero ella piensa que es una verdadera sanguijuela.
Tom se atraganta con el refresco y luego tose.
—¿Te gusta Marjory? ¿Te cae bien o te gusta de verdad?
—Me gusta mucho. Desearía... —Pero no puedo decir ese deseo en voz alta.
—Marjory ha tenido una mala experiencia con un hombre parecido a Don —dice Tom—. Pensará en ese otro hombre cada vez que vea a Don actuar de la misma manera.
—¿Practicaba esgrima? —pregunto.
—No. Era alguien que conoció en el trabajo. Pero a veces Don actúa como él. A Marjory no le gusta eso. Naturalmente, le gustarás más tú.
—Marjory dice que Don dijo algo sobre mí que no era agradable.
—¿Te molesta eso?
—No... a veces la gente dice cosas porque no comprende. Es lo que decían mis padres. Creo que Don no comprende.
Doy un sorbo a mi refresco. No está tan frío como a mí me gusta, pero es mejor que nada.
Tom da un largo trago a su refresco. En la pista, ha empezado otro combate. Nos apartamos.
—Lo que deberíamos hacer ahora —dice Tom, ignorando el problema—, es registrar tu victoria y asegurarnos de que estás listo para el siguiente combate.
Al pensar en el siguiente combate me doy cuenta de que estoy cansado y puedo sentir las magulladuras donde mi oponente me alcanzó. Me gustaría irme a casa y pensar en todo lo que ha sucedido, pero hay más combates que librar y sé que Tom quiere que me quede y termine.
Me enfrento a mi segundo oponente. Resulta muy distinta la segunda vez, porque no todo es una sorpresa. Este hombre llevaba antes el sombrero como una pizza con plumas. Ahora lleva una careta transparente por delante en vez de con rejilla. Ésas cuestan mucho más. Tom me ha dicho que es muy bueno, pero muy justo. Contará mis botonazos, según Tom. Veo la expresión del hombre claramente; parece casi adormilado, sus párpados cubren a medias sus ojos azules.
El árbitro deja caer su pañuelo; mi oponente salta hacia delante en un destello y siento su toque en mi hombro. Levanto la mano. Su expresión adormilada no significa que sea lento. Quiero preguntarle a Tom qué hacer. No miro alrededor: el asalto continúa y el hombre podría tocarme otra vez.
Esta vez me muevo de lado y el hombre también gira; su hoja salta, tan rápido que desaparece y luego aparece tocando mi pecho. No sé cómo se mueve tan rápido: me siento torpe y envarado. Perderé con otro botonazo. Me apresuro a atacar, aunque me parece extraño. Siento mi hoja contra la suya... he parado con éxito esta vez. Otra vez, otra... y finalmente, cuando me abalanzo, siento en mi mano que he tocado algo. Al instante él retrocede y levanta la mano.
—Sí —dice. Lo miro a la cara. Está sonriendo. No le importa que lo haya tocado.
Nos movemos uno alrededor del otro, las espadas destellando. Empiezo a ver que su pauta, aunque rápida, es comprensible, pero consigue un tercer toque antes de que pueda ver estos datos.
—Gracias —dice, al final—. Ha sido un buen combate.
—Buen trabajo, Lou —dice Tom cuando salgo de la pista—. Ese hombre probablemente ganará el torneo; suele hacerlo.
—He conseguido tocarlo una vez.
—Sí, y muy bien. Y casi lo has conseguido varias veces más.
—¿Se ha acabado ya? —pregunto.
—No definitivamente. Sólo has perdido un combate: ahora tienes que pasar a la ronda con los demás, y al menos te queda un combate más. ¿Te encuentras bien?
—Sí —digo. Estoy sin aliento y cansado del ruido y el movimiento, pero no estoy tan dispuesto a irme a casa como antes. Me pregunto si Don ha estado mirando el combate: no lo veo por ninguna parte.
—¿Quieres almorzar algo? —pregunta Tom.
Niego con la cabeza. Quiero encontrar un lugar tranquilo donde sentarme.
Tom me guía a través de la multitud. Varias personas que conozco me agarran de la mano o me dan golpecitos en el hombro y dicen «buen combate». Desearía que no me tocaran, pero sé que están siendo amistosos.
Lucía y una mujer que no conozco están sentadas bajo un árbol. Lucía palmea el suelo. Sé que eso significa «siéntate aquí», y me siento.
—Gunther ha ganado, pero Lou ha conseguido tocarlo —dice Tom.
La otra mujer aplaude.
—Eso está muy bien —dice—. Casi nadie consigue tocar a Gunther en su primer combate.
—En realidad no ha sido mi primer combate, sino mi primer combate con Gunther —digo yo.
—A eso me refería —dice ella. Es más alta que Lucía, y más gruesa; lleva un vestido bonito con falda larga. Sostiene un pequeño armazón en las manos y sus dedos trabajan adelante y atrás. Está tejiendo una estrecha tira de tela, una pauta geométrica de marrón y blanco. La pauta es simple, pero nunca había visto a nadie tejer hasta ahora y observo con atención hasta que estoy seguro de cómo lo hace, cómo consigue que la pauta marrón cambie de dirección.
—Tom me ha contado lo de Don —dice Lucía, mirándome. De pronto siento frío. No quiero recordar lo enfadado que estaba—. ¿Te encuentras bien?