Read La velocidad de la oscuridad Online
Authors: Elizabeth Moon
Marjory, Lucía y Max salen de la casa.
—Ya basta de charlas —dice Lucía—. Lo asustarás. No te olvides del impreso de inscripción.
—¡Impreso de inscripción!
Tom se da una palmada en la frente. Lo hace cada vez que se le olvida algo. No sé por qué. A mí no me ayuda a recordar cuando lo intento. Entra en la casa. Ya he terminado mis flexiones, pero los demás están empezando ahora. Susan, Don y Cindy entran por la puerta de la verja. Don lleva la bolsa azul de Susan; Cindy tiene una verde. Don entra para recoger su equipo; Tom sale con un papel para que yo lo rellene y lo firme.
La primera parte es fácil: mi nombre, dirección, número de contacto, edad, altura y peso. No sé qué poner en el espacio marcado como «personaje».
—Ignora eso —dice Tom—. Es para la gente a la que le gusta interpretar un papel.
—¿En una obra?
—No. Todo el día, fingen ser alguien que se han inventado, de la historia. Bueno, de la historia fingida.
—¿Se trata de otro juego?
—Sí, exactamente. Y la gente los trata como si fueran el personaje real.
Cuando yo hablaba con mis profesores de personas inventadas, se molestaban y anotaban cosas en mi expediente. Me gustaría preguntarle a Tom si las personas normales hacen esto a menudo y si él lo hace, pero no quiero molestarlo.
—Por ejemplo —dice Tom—, cuando yo era más joven tenía un personaje llamado Pierre Ferret, el hurón, que era espía del cardenal malvado.
—¿Qué tiene de malvado un pájaro? —pregunto.
—El otro tipo de cardenal —dice Tom—. ¿No has leído nunca
Los tres mosqueteros
?
—No —respondo. Ni siquiera he oído hablar de
Los tres mosqueteros
.
—Oh, bueno, te encantaría. Pero ahora tardaríamos mucho en contar la historia... Simplemente, había un cardenal malvado y una reina casquivana y un joven rey aún más alocado y tres valientes mosqueteros que eran los mejores espadachines del mundo a excepción de D'Artagnan, así que naturalmente la mitad del grupo quería ser mosquetero. Yo era joven y salvaje, así que decidí ser el espía del cardenal.
No puedo imaginarme a Tom como espía. No puedo imaginarme a Tom fingiendo ser alguien llamado Pierre Ferret y a la gente llamándolo así en vez de Tom. Parece muy complicado si lo que realmente querían era practicar esgrima.
—Y Lucía —continúa—. Lucía era una camarera excelente.
—No empieces —dice Lucía. No le dice qué es lo que no tiene que empezar, pero está sonriendo—. Ahora ya soy demasiado mayor para eso.
—Lo somos los dos —dice Tom. No parece que hable en serio. Suspira—. Pero tú no necesitas un personaje, Lou, a menos que quieras ser otra persona por un día.
No quiero ser otra persona. Ya es bastante difícil ser Lou.
Me salto todos los recuadros referidos al personaje que no soy y leo el Ritual de abajo. Eso es lo que dice la letra impresa, pero no sé exactamente qué significa. Al firmarlo estoy de acuerdo en que la esgrima es un deporte peligroso y que cualquier herida que pueda sufrir no es culpa de los organizadores del torneo y por tanto no puedo demandarlos. Por tanto estoy de acuerdo en someterme a las reglas del deporte y a las decisiones de todos los árbitros, que serán irrevocables.
Le tiendo a Tom el impreso firmado y él se lo entrega a Lucía. Ella suspira y lo pone en la cesta de la costura.
El jueves por la noche normalmente veo la televisión, pero voy a ir al torneo. Tom me dijo que practicara tantos días como pudiera. Me cambio y voy a casa de Tom y Lucía. Me parece muy extraño conducir hasta aquí un jueves. Advierto el color del cielo, de las hojas de los árboles, más que de costumbre. Tom me lleva fuera y me dice que empiece a hacer ejercicios de pie, y luego los ejercicios de combinaciones específicas estocada/respuesta. Pronto estoy jadeando.
—Eso está bien —dice él—. Continúa. Voy a enseñarte algunas cosas que puedes hacer en casa, ya que probablemente no puedas venir todas las noches.
No viene nadie más. Media hora después Tom se pone la careta y hacemos repeticiones lentas y rápidas de los mismos movimientos, una y otra vez. No es lo que yo esperaba, pero veo en qué me beneficia eso. Me marcho a las ocho y treinta y estoy demasiado cansado para conectarme a la red y jugar on-line cuando llego a casa. Es mucho más difícil cuando estoy practicando todo el tiempo en vez de hacer turnos y ver a los demás.
Me doy una ducha y palpo con cuidado las nuevas magulladuras. Aunque estoy cansado y envarado, me siento bien. El señor Crenshaw no ha dicho nada del nuevo tratamiento en los humanos. Marjory dijo «Oh, qué bien», cuando averiguó que iba a participar en el torneo. Tom y Lucía no están enfadados el uno con el otro, al menos no lo suficiente para dejar de estar casados.
Al día siguiente hago la colada, pero el domingo, después de limpiar, voy a casa de Tom y Lucía para otra lección. No me siento tan agotado el domingo como estuve el viernes. El lunes doy otra lección extra. Me alegro de que el día especial de Tom y Lucía sea el martes, porque eso significa que no tengo que cambiar el día en que hago la compra. Marjory no está en el supermercado. Don no está en el supermercado. El miércoles, practico esgrima como de costumbre. Marjory no está; Lucía dice que no está en la ciudad. Lucía me da ropa especial para el torneo. Tom me dice que no venga el jueves, que estoy lo bastante preparado.
El viernes por la mañana a las 8.53 el señor Crenshaw nos convoca a todos y dice que tiene que hacer un anuncio. El estómago se me encoge.
—Todos tenéis mucha suerte —dice—. En el duro clima económico de hoy en día, me siento, sinceramente, muy sorprendido de que esto sea remotamente posible siquiera, pero de hecho... tenéis la posibilidad de recibir un nuevo tratamiento sin coste alguno.
Su boca se estira en una gran sonrisa falsa. Su cara brilla por el esfuerzo que está haciendo.
Debe de pensar que todos somos realmente estúpidos. Miro a Cameron, luego a Dale, después a Chuy, los únicos que puedo ver sin girar la cabeza. Sus ojos se mueven también.
Cameron dice, con voz apagada:
—¿Se refiere usted al tratamiento experimental desarrollado en Cambridge y publicado en
Neurociencia Natural
hace unas cuantas semanas?
Crenshaw palidece y traga saliva.
—¿Quién os lo ha contado?
—Estaba en Internet —dice Chuy.
—Es... es... —Crenshaw se detiene, y nos mira a todos. Luego tuerce la boca de nuevo en una sonrisa—. Sea como sea, hay un nuevo tratamiento que tenéis oportunidad de recibir sin ningún coste.
—Yo no lo quiero —dice Linda—. No necesito ningún tratamiento; estoy bien tal como estoy.
Me vuelvo y la miro. Crenshaw se pone colorado.
—No estáis bien —dice, la voz más fuerte y más áspera—. Y no sois normales. Sois autistas, sois discapacitados, y se os contrató con unas condiciones especiales...
—«Normal» es una marca de secadores —dicen Chuy y Linda a la vez. Sonríen brevemente.
—Tenéis que adaptaros —dice Crenshaw—. No podéis esperar disfrutar eternamente de privilegios especiales, no cuando existe un tratamiento que os volverá normales. Ese gimnasio, y las oficinas privadas, y toda esa música, y todos esos ridículos adornos... Podréis ser normales y no habrá necesidad de nada de eso. Es antieconómico. Es ridículo.
Se vuelve como para marcharse y entonces se gira de nuevo.
—Tiene que acabarse —dice. Y entonces sí que se marcha.
Nos miramos unos a otros. Nadie dice nada durante varios minutos. Entonces Chuy habla.
—Bueno, ya ha pasado.
—No lo haré —dice Linda—. No pueden obligarme.
—Tal vez puedan —responde Chuy—. No lo sabemos con seguridad.
Por la tarde, cada uno recibe una carta por el correo interno de la oficina, una carta de papel. La carta dice que debido a la presión económica y la necesidad de diversificar y seguir siendo competitivos, cada departamento debe reducir personal. Los individuos que forman parte activa de los protocolos de investigación están exentos de esa decisión, dice la carta. A los demás se les ofrecerán atractivos incentivos para que se marchen voluntariamente. La carta no dice específicamente que tengamos que estar de acuerdo con el tratamiento o perderemos nuestros trabajos, pero creo que eso es lo que significa.
El señor Aldrin se pasa por nuestro edificio por la tarde y nos reúne en el pasillo.
—No he podido impedirlo —dice—. Lo intenté.
Pienso de nuevo en mi madre diciendo: «Intentarlo no es hacerlo.» Intentarlo no es suficiente. Sólo los hechos cuentan. Miro al señor Aldrin, que es un hombre agradable y está claro que no es tan fuerte como el señor Crenshaw, que no es un hombre agradable. El señor Aldrin parece triste.
—Lo siento muchísimo —dice—, pero tal vez sea lo mejor.
Y entonces se marcha. Decir eso es una tontería. ¿Cómo puede ser lo mejor?
—Deberíamos hablar —dice Cameron—. Lo quiera yo o lo queráis vosotros, deberíamos hablar. Y hablar con alguien más... un abogado, tal vez.
—La carta dice que no debe discutirse fuera de la oficina —dice Bailey.
—La carta es para asustarnos —digo yo.
—Deberíamos hablar —repite Cameron—. Esta noche, después del trabajo.
—Hago mi colada el viernes por la noche.
—Mañana, en el Centro...
—Voy a ir a un sitio mañana —digo. Todos me están mirando; aparto la mirada—. Es un torneo de esgrima.
Me sorprendo un poco cuando nadie me pregunta al respecto.
—Hablaremos y podremos preguntar en el Centro —dice Cameron—. Ya te informaremos más tarde.
—Yo no quiero hablar —dice Linda—. Quiero que me dejen en paz.
Se marcha. Está molesta. Todos estamos molestos.
Entro en mi oficina y contemplo el monitor. Los datos son planos y vacíos, como una pantalla en blanco. En algún lugar de ahí dentro están las pautas que tengo que encontrar o generar, para lo que me pagan, pero hoy la única pauta que capto se cierra como una trampa a mi alrededor, la oscuridad gira por todas partes, más rápido de lo que puedo analizarla.
Me concentro en las actividades previstas para esta noche y mañana: Tom me dijo qué tenía que hacer para prepararme y lo haré.
Tom entró en el aparcamiento del edificio de Lou, consciente de que nunca había visto antes dónde vivía Lou mientras que Lou había entrado y salido de su casa durante años. Parecía un edificio de apartamentos perfectamente corriente, construido en algún momento del siglo anterior. Como era de esperar, Lou estaba ya listo y esperaba fuera con todo su equipo, con las espadas perfectamente guardadas en una mochila. Parecía descansado, aunque tenso; tenía todos los signos de alguien que había seguido el consejo, que había comido bien y dormido adecuadamente. Llevaba la ropa que Lucía le había ayudado a preparar; parecía incómodo con ella, como solía pasar a la mayoría de los novatos con los trajes de época.
—¿Estás listo? —preguntó Tom.
Lou se miró como para comprobarlo y contestó:
—Sí. Buenos días, Tom. Buenos días, Lucía.
—Buenos días —respondió Lucía. Tom la miró. Ya habían discutido por Lou; Lucía estaba dispuesta a desmembrar a cualquiera que le causara al muchacho el menor problema, y Tom pensaba que Lou podía manejar por su cuenta asuntos menores. Había estado muy tensa por Lou últimamente. Marjory y ella se traían algo entre manos, pero Lucía no quería explicarlo. Tom esperaba que no fuera a estallar en el torneo.
Lou permaneció en silencio en el asiento trasero del coche durante el trayecto. Resultó tranquilo, comparado con los charlatanes a los que estaba acostumbrado Tom. De repente, Lou habló.
—¿Os habéis preguntado alguna vez qué velocidad tiene la oscuridad?
—¿Mmm? —Tom dejó de dudar si la sección central de su último estudio necesitaba un pulido.
—La velocidad de la luz —dijo Lou—. Se sabe el valor de la velocidad de la luz en el vacío... pero la velocidad de la oscuridad...
—La oscuridad no tiene velocidad —dijo Lucía—. Es sólo lo que hay cuando no hay luz... es una palabra para expresar su ausencia.
—Creo... creo que tal vez la tenga —contestó Lou.
Tom miró por el retrovisor; la cara de Lou parecía un poco triste.
—¿Tienes idea de lo rápida que podría ser? —preguntó Tom. Lucía lo miró; él la ignoró. A ella siempre le preocupaba que enzarzara a Lou en juegos verbales, pero Tom no veía ningún mal en ello.
—Es donde no hay luz —dijo Lou—. Donde la luz no ha llegado todavía. Podría ser más rápida: siempre va por delante.
—O podría no tener movimiento alguno, porque ya está allí, en su sitio —respondió Tom—. Un lugar, no un movimiento.
—No es una
cosa
—dijo Lucía—. Es sólo una abstracción, sólo una palabra para no tener luz. No puede tener movimiento...
—Si nos ponemos así —dijo Tom—, la luz es una abstracción también. Y antes decían que sólo existía en movimiento, partículas, ondas, hasta que a principios de siglo la detuvieron.
Pudo ver que Lucía hacía una mueca incluso sin mirarla, por el tono de su voz.
—La luz es real. La oscuridad es la ausencia de luz.
—A veces la oscuridad parece más oscura que la oscuridad —dijo Lou—. Más densa.
—¿Crees de verdad que es real? —preguntó Lucía, medio volviéndose a medias en el asiento.
—«La oscuridad es un fenómeno natural caracterizado por la ausencia de luz.» —El soniquete cantarín de Lou dejaba claro que se trataba de una cita—. Es lo que decía mi libro de ciencias del instituto. Pero eso no significa nada. Mi profesora decía que aunque el cielo nocturno parece oscuro entre las estrellas, en realidad hay luz: las estrellas desprenden luz en todas direcciones, así que hay luz o no podríamos verlas.
—Metafóricamente —intervino Tom—, si interpretas el conocimiento como luz y la ignorancia como oscuridad, a veces parece que hay una presencia real en la oscuridad... en la ignorancia. Algo más táctil y musculoso que la simple falta de conocimiento. Una especie de voluntad de ignorancia. Eso explicaría a algunos políticos.
—Metafóricamente —dijo Lucía—, puedes considerar una ballena el símbolo del desierto o cualquier cosa parecida.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Tom. Vio por el rabillo del ojo que ella se agitaba en el asiento.
—Estoy molesta. Y sabes por qué.
—Lo siento —dijo Lou desde detrás.
—¿Por qué lo sientes? —preguntó Lucía.