Read La velocidad de la oscuridad Online
Authors: Elizabeth Moon
Almaceno los colores y texturas en mi memoria y me llevo el pan a casa, inhalando esa fragancia y combinándola con los colores junto a los que paso. En una casa hay una rosa tardía enredada en un muro: incluso al otro lado del patio capto un atisbo de su dulzura.
Ha pasado más de una semana y el señor Aldrin y el señor Crenshaw no han dicho nada más sobre el tratamiento. No hemos recibido más cartas. Me gustaría pensar que esto significa que algo ha salido mal en el proceso y que lo olvidarán, pero creo que no lo olvidarán. El señor Crenshaw siempre parece enfadado. Las personas enfadadas no olvidan las ofensas; el olvido disuelve la ira. De eso iba el sermón de esta semana. Mi mente no debería divagar durante el sermón, pero a veces es aburrido y pienso en otras cosas. La ira y el señor Crenshaw parecen conectados.
El lunes recibimos una nota para que nos reunamos el sábado. No quiero renunciar a mi sábado, pero la nota no incluye ningún motivo para permanecer al margen. Ahora desearía haber esperado para hablar con Maxine en el Centro, pero ya es demasiado tarde.
—¿Crees que tenemos que ir? —pregunta Chuy—. ¿Nos despedirán si no lo hacemos?
—No lo sé —responde Bailey—. Quiero averiguar qué están haciendo, así que yo iría de todas formas.
—Yo iré —dice Cameron. Yo asiento, y lo mismo hacen los demás. Linda parece triste, pero parece triste casi siempre.
—Mira... eh... Pete. —La voz de Crenshaw rezumaba falsa amistosidad; Aldrin advirtió su dificultad para acordarse de su nombre—. Sé que piensas que soy un hijo de puta insensible, pero el hecho es que la compañía tiene problemas. La producción basada en el espacio es necesaria, pero se está comiendo beneficios como no podrías creerte.
Oh, ¿no podría creérmelo?, pensó Aldrin. Era estúpido, en su opinión: las ventajas de las instalaciones en baja y cero-G se veían superadas con creces por los gastos y los inconvenientes que causaban. Había suficiente riqueza aquí abajo, en la Tierra, y él no hubiese votado por dedicarse al espacio si alguien le hubiera pedido su opinión.
—Tus muchachos son unos fósiles, Pete. Acéptalo. Los autistas mayores que ellos eran inadaptados, en nueve de cada diez casos. Y no me cites a esa mujer, se llamara como se llamase, la que diseñó los mataderos o algo así...
—Grandin —murmuró Aldrin, pero Crenshaw lo ignoró.
—Una entre un millón, y siento el mayor respeto por quien se eleva de la nada a base de puro esfuerzo como ella hizo. Pero fue la excepción. La mayoría de esos pobres hijos de puta eran un caso perdido. No era culpa suya, ¿no? Pero de todas formas no servían para nada ni le hacían ningún bien a nadie, no importaba cuánto dinero se invirtiera en ellos. Y si los malditos psiquiatras no hubieran cambiado las categorías, vuestros tipos serían igual de malos. Tuvieron suerte de que los neurólogos y los conductistas tuvieran cierta influencia. Pero de todas formas... no son normales, digas lo que digas.
Aldrin no dijo nada. Crenshaw lanzado no escucharía de todas formas. Crenshaw tomó ese silencio por anuencia y continuó.
—Y entonces descubrieron qué era lo que estaba mal y empezaron a arreglárselo a los bebés... Así que tus muchachos son fósiles, Pete. Atrapados entre los malos tiempos del pasado y los tiempos brillantes actuales. Atrapados. No es justo para ellos.
Muy pocas cosas en la vida eran justas, y Aldrin no podía creer que Crenshaw tuviera la menor idea sobre lo que era la justicia.
—Ahora me dices que tienen un talento único y se merecen los gastos extraordinarios que les destinamos porque producen. Puede que eso fuera cierto hace cinco años, Pete... tal vez incluso hace dos años, pero las máquinas nos han alcanzado, como siempre. —Mostró un papel impreso—. Apuesto a que no te has puesto al día en la bibliografía sobre inteligencia artificial, ¿verdad que no?
Aldrin tomó el papel sin mirarlo.
—Las máquinas no han podido hacer nunca lo que hacen ellos —dijo.
—En otros tiempos, las máquinas no podían sumar dos y dos —dijo Crenshaw—. Pero ahora no contratarías a nadie para anotar columnas de cifras con lápiz y papel, ¿verdad?
Sólo durante una escasez de energía: los pequeños negocios consideraban necesario asegurarse de que la gente que manejaba las cajas registradoras supiera, de hecho, sumar dos y dos con lápiz y papel. Pero Aldrin sabía que mencionar eso tampoco serviría.
—¿Estás diciendo que las máquinas podrían sustituirlos? —preguntó.
—Así de fácil —dijo Crenshaw—. Bueno, tal vez no tan fácil... harían falta nuevos ordenadores y programas informáticos muy potentes... pero lo único que se requiere es electricidad. Ninguna de esas tonterías que ellos tienen.
La electricidad había que pagarla constantemente, mientras que los apoyos para aquella gente se habían pagado hacía tiempo. Otro argumento que Crenshaw no escucharía.
—Supongamos que todos siguieran el tratamiento y funcionara: ¿querrías reemplazarlos por máquinas?
—Ésa es la cuestión, Pete, ésa es la cuestión. Lo que sea mejor para la compañía, eso es lo que quiero. Si ellos pueden trabajar igual de bien y no costar tanto como las nuevas máquinas, no seré yo quien mande a nadie al paro. Pero tenemos que recortar costes... tenemos que hacerlo. En este mercado, la única manera de conseguir beneficios es demostrar eficacia. Y ese pequeño laboratorio privado y esas oficinas... no es lo que ningún accionista consideraría eficaz.
Aldrin sabía que el gimnasio de los ejecutivos y su comedor eran considerados inútiles por algunos accionistas, pero eso nunca había implicado la pérdida de privilegios de los ejecutivos. Se había explicado una y otra vez que los ejecutivos necesitaban esos alicientes para mantener un nivel sobresaliente. Se habían ganado los privilegios que tenían, y los privilegios impulsaban su eficacia. Se decía, pero Aldrin no lo creía. Tampoco lo dijo.
—Así que la cuestión, Gene... —Era atrevido llamar a Crenshaw por su nombre de pila, pero le apetecía mostrarse atrevido—. La cuestión es que, o acceden al tratamiento, en cuyo caso podrías considerar dejar que se quedaran, o encontrarás un modo de obligarlos a marcharse. Legal o ilegalmente.
—La ley no exige que ninguna compañía entre ella sola en bancarrota —dijo Crenshaw—. Esa idea saltó por la borda a principios de siglo. Perderíamos las ventajas en impuestos, pero se trata de una parte tan insignificante de nuestro presupuesto que casi no merece la pena, en realidad. Pero si ellos estuvieran de acuerdo en renunciar a sus medidas de apoyo y actuar como empleados regulares, yo no insistiría en el tratamiento... aunque no sea capaz de imaginar por qué no querrían someterse a él.
—Entonces ¿qué quieres que haga? —preguntó Aldrin.
Crenshaw sonrió.
—Me alegra ver que estás con nosotros en esto, Pete. Quiero que dejes claro a tu gente cuáles son las opciones. De un modo u otro, tienen que dejar de ser una rémora para la compañía: que renuncien a sus lujos ahora, o que sigan el tratamiento y renuncien después si es realmente el autismo lo que los hace necesitar esas cosas, o... —Se pasó un dedo por la garganta—. No pueden tener a la compañía de rehén. No hay ninguna ley en este mundo que no podamos encontrar un modo de sortear o de cambiar. —Se acomodó en su asiento y cruzó las manos por detrás de la cabeza—. Tenemos los medios.
Aldrin se sintió asqueado. Había sabido aquello durante toda su vida adulta, pero nunca había estado en una posición donde se dijera en voz alta. Había podido ocultárselo a sí mismo.
—Intentaré explicarlo —dijo, notando la lengua pastosa.
—Pete, tienes que dejar de
intentar
y empezar a
hacer
—dijo Crenshaw—. No eres estúpido ni perezoso, de eso me doy cuenta. Pero no tienes el... el impulso.
Aldrin asintió y escapó del despacho de Crenshaw. Entró en el cuarto de baño y se lavó las manos... Todavía se sentía sucio. Pensó en renunciar, en entregar su dimisión. Mia tenía un buen empleo y habían decidido no tener hijos todavía. Podrían subsistir un tiempo con el salario de ella si era necesario.
Pero ¿quién cuidaría de aquella gente? Crenshaw no. Aldrin negó con la cabeza, mirándose en el espejo. Sólo se estaba engañando a sí mismo si pensaba que podía ayudar. Tenía que intentarlo, pero... ¿quién más de la familia podría pagar las facturas de la residencia de su hermano? ¿Y si perdía su trabajo?
Trató de pensar en sus contactos: Betty, de Recursos Humanos; Shirley, de Contabilidad. No conocía a nadie en Asesoramiento Legal, nunca lo había necesitado. Recursos Humanos se encargaba de lo relacionado con las leyes referidas a los empleados con necesidades especiales: hablaría con Asesoramiento Legal si era necesario.
El señor Aldrin ha invitado a toda la sección a cenar. Estamos en la pizzería, y como el grupo es demasiado grande para una mesa, nos sentamos en dos mesas juntas, en la parte equivocada de la sala.
No estoy cómodo con el señor Aldrin sentado a la mesa con nosotros, pero no sé qué hacer al respecto. Él sonríe mucho y habla mucho. Ahora piensa que el tratamiento es una buena idea, dice. No quiere presionarnos, pero piensa que nos beneficiaría. Intento pensar en el sabor de la pizza y no escuchar, pero es difícil.
Al cabo de un rato, se calma. Se ha tomado otra cerveza y su voz se suaviza un poco por los bordes, como tostadas mojadas en chocolate caliente. Se parece más al señor Aldrin al que estoy acostumbrado, como si tuviera menos confianza en sí mismo.
—Sigo sin comprender por qué tienen tanta prisa —dice—. El gasto del gimnasio y esas cosas es mínimo, en realidad. No necesitamos el espacio. Es una gota en el océano, comparado con los beneficios que da la sección. Y no hay suficientes autistas como vosotros para que este tratamiento dé beneficios aunque funcione perfectamente bien con todos vosotros.
—Se estima que hay un millón de autistas en Estados Unidos solamente —dice Eric.
—Sí, pero...
—El coste de los servicios sociales para esa población, incluidas las residencias para los más discapacitados, se calcula en mil millones al año. Si el tratamiento funciona, ese dinero podría destinarse...
—La masa social no podría acoger a tantos trabajadores nuevos —dice el señor Aldrin—. Y algunos son demasiado viejos. Jeremy... —Se calla de pronto y su piel se vuelve roja y brillante. ¿Está enfadado o cohibido? No estoy seguro. Toma una gran bocanada de aire—. Mi hermano ya es demasiado mayor para encontrar trabajo.
—¿Tiene usted un hermano autista? —pregunta Linda. Le mira a la cara por primera vez—. Nunca nos lo había dicho.
Me siento helado de pronto, expuesto. Creía que el señor Aldrin no podía ver dentro de nuestras cabezas, pero si tiene un hermano autista, puede saber más de lo que yo pensaba.
—Yo... no me pareció que fuera importante. —Su cara sigue roja y brillante, y creo que no está diciendo la verdad—. Jeremy es mayor que vosotros. Está internado en una residencia...
Estoy intentando incorporar esta nueva idea sobre el señor Aldrin, que tiene un hermano autista, a su actitud hacia nosotros, así que no digo nada.
—Nos ha mentido —dice Cameron. Sus párpados han caído; su voz suena enfadada. El señor Aldrin echa la cabeza atrás, como si alguien hubiera tirado de un hilo.
—Yo no...
—Hay dos tipos de mentira —dice Cameron. Advierto que está citando algo que le han dicho—. La mentira que consiste en decir una falsedad, una cosa que el hablante sabe que es falsa, y la mentira por omisión, que consiste en no decir una verdad que el hablante sabe que es verdadera. Usted mintió cuando no nos dijo que su hermano era autista.
—Soy vuestro jefe, no vuestro amigo —estalla el señor Aldrin. Se pone todavía más colorado. Antes ha dicho que era nuestro amigo. ¿Mentía entonces, o miente ahora?—. Quiero decir... no tiene nada que ver con el trabajo.
—Es el motivo por el que quiso ser nuestro supervisor —dice Cameron.
—No. No quise ser vuestro supervisor, al principio.
—Al principio. —Linda sigue mirándolo a la cara—. Algo cambió. ¿Fue su hermano?
—No. No os parecéis mucho a mi hermano. Él está... muy desequilibrado.
—¿Quiere usted el tratamiento para su hermano? —pregunta Cameron.
—Yo... no lo sé.
Eso tampoco parece la verdad. Intento imaginar al hermano del señor Aldrin, esta persona autista desconocida. Si el señor Aldrin piensa que su hermano está muy desequilibrado, ¿qué piensa en realidad de nosotros? ¿Cómo fue su infancia?
—Apuesto a que sí quiere —dice Cameron—. Si piensa que es una buena idea para nosotros, debe de pensar que podría ayudarlo a él. Tal vez piensa que si puede conseguir que nosotros aceptemos, ellos lo recompensarán con el tratamiento para él. Buen chico: aquí tienes tu caramelo.
—Eso no es justo —dice el señor Aldrin. Su voz es más fuerte, también. La gente se vuelve a mirar. Desearía no estar aquí—. Es mi hermano, naturalmente que quiero ayudarle en lo que pueda, pero...
—¿Le ha dicho el señor Crenshaw que si nos convencía su hermano podría conseguir el tratamiento?
—Yo... no es eso. —Sus ojos se deslizan de un lado a otro; su cara cambia de color. Veo el esfuerzo en su rostro, el esfuerzo para engañarnos de manera convincente. El libro decía que las personas autistas son crédulas y fáciles de engañar porque no comprenden los matices de la comunicación. No creo que mentir sea un matiz. Creo que mentir está mal. Lamento que el señor Aldrin nos esté mintiendo, pero me alegro de que no lo haga muy bien.
—Si no hay suficiente mercado para este tratamiento para las personas autistas, ¿para qué sirve? —pregunta Linda. Desearía que no hubiera cambiado de tema, pero ya es demasiado tarde. El rostro del señor Aldrin se relaja un poco.
Tengo una idea, pero no está clara todavía.
—El señor Crenshaw dice que estaría a dispuesto a mantenernos en nuestros puestos sin el tratamiento siempre que renunciemos a los servicios de apoyo, ¿no es así?
—Sí, ¿por qué?
—Entonces... le gustaría tener lo que nosotros, lo que las personas autistas, podemos hacer bien, pero sin las cosas con las que no somos buenos.
El señor Aldrin arruga el entrecejo. Es el movimiento que muestra confusión.
—Supongo —dice lentamente—. Pero no estoy seguro de qué tiene eso que ver con el tratamiento.
—En algún lugar del artículo original están los beneficios —le digo al señor Aldrin—. No en cambiar a las personas autistas... ya no nacen niños como nacimos nosotros, no en este país. No hay suficientes de nosotros. Pero algo de lo que hacemos es tan valioso que, si las personas normales pudieran hacerlo, sería beneficioso. —Pienso en ese momento en mi oficina, cuando durante unos pocos instantes el significado de los símbolos, el hermoso retorcimiento de las pautas de datos, desapareció y me dejó confuso y distraído—. Lleva usted años observándonos; debe saber lo que es...