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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

La venganza de la valquiria (33 page)

BOOK: La venganza de la valquiria
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—Oh, sí. La tengo todo el día puesta. Me hace compañía, ¿sabe? Y me encantaría tener satélite, pero no me lo puedo permitir. —La vieja se sentó—. ¿A quién decía que está buscando?

Sylvie calculó que la mujer no era tan vieja. Quizá setenta años. Pero como muchas mujeres de esa edad, se había abandonado. Estaba algo gorda y deformada, y su piel pálida se veía áspera y presentaba un disco eccematoso en la barbilla.

—¿Usted trabajó para el Ministerio de Seguridad? En los viejos tiempos quiero decir, Frau Schneeg —preguntó Sylvie.

—Ah, sí… —La mujer alzó las manos con una expresión que parecía totalmente desprovista de astucia—. Pero yo no tenía nada que ver con todo aquello. Ya me entiende, el fisgoneo y demás. Yo solo era una archivera.

—Entiendo, Frau Schneeg. —Sylvie sonrió—. Naturalmente. Pero usted trabajaba en los archivos del personal.

—Sí, pensiones, asignaciones salariales…

—Exacto. A ver si puede decirme si conocía a alguna de estas personas.

Sylvie puso la hoja sobre la mesa, junto a los pañitos bordados y las tazas de café.

—Yo no quiero verme implicada. Ya me entiende: la gente de aquí no sabe que trabajé en el ministerio. Me vine a Halberstadt cuando cayó el Muro. Tengo una sobrina aquí.

—Entiendo, Frau Schneeg —dijo Sylvie, frunciendo el ceño con seriedad—. Pero le prometo que nadie se enterará. Solo quiero encontrar a alguna de estas personas; nadie tiene por qué saber de dónde he sacado la información. Eso suponiendo que pueda ayudarme. Estoy buscando a gente que trabajara con el coronel Adebach o con el comandante Drescher…

—No sé…

—Mi empresa quedaría muy agradecida si usted nos ayudase —dijo Sylvie—. Estoy segura de que podríamos proporcionarle el receptor y la antena parabólica. Y algunas suscripciones…

Frau Schneeg miró a Sylvie fijamente. Luego dijo:

—Déjeme echar un vistazo a esa lista…

6

S
e habían sentado en el salón del apartamento de Drescher, todos con la misma expresión frustrada.

—Ya hemos buscado aquí —le dijo Karin Vestergaard a Fabel.

—Tiene que haber algo —dijo él, suspirando.

—No estamos mirando en los sitios adecuados —dijo Werner—. No somos lo bastante taimados. Es lo que pasa cuando te has educado bajo una democracia.

Fabel chasqueó los dedos.

—Eres genial, Werner. Tienes toda la razón. No sabemos dónde buscar. O cómo buscar.

Sacó la cartera y encontró la tarjeta de Martina Schilmann. Le dio la vuelta para mirar el número que ella le había anotado a mano y lo marcó en su teléfono.

—Martina… Soy Jan Fabel.

—Hola, Jan. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Lorenz, tú colega sajón. Me dijiste que era un antiguo miembro de la Volkspolizei.

—Sí, ¿qué pasa?

—¿Siguió en la policía al caer el Muro? ¿En alguno de los nuevos cuerpos?

—No —dijo Martina con suspicacia—. ¿A qué viene esto?

—¿Por qué no continuó su carrera como policía?

—Jan —dijo ella, suspirando—. Ya veo por dónde vas, dejémonos de rodeos. La respuesta es sí, estuvo vinculado a la Stasi. Por eso no pudo entrar en ninguno de los nuevos cuerpos policiales. ¿Para qué quieres saberlo?

—Tengo un apartamento aquí que se resiste a entregarme sus secretos. El ocupante era un antiguo miembro de la Stasi. Necesito saber por dónde buscar.

Hubo un silencio al otro lado de la línea.

—Dame la dirección —dijo Martina al fin—. Te lo llevaré yo misma…

Martina Schilmann tardó media hora en llegar. Fabel había hecho retirar a los agentes de la calle para llamar la atención lo menos posible. En la era de los móviles capaces de sacar fotos y grabar vídeos, todo aparecía enseguida en la televisión o los periódicos. La ciudad ya nunca dormía, y una fuerte presencia policial en la calle habría salido a la luz de inmediato.

Los agentes del vestíbulo tenían instrucciones de acompañar a Schilmann y Lorenz Dühring directamente al sobreático.

Al ver entrar a Martina, Fabel supuso que debía de tener el día libre: iba con tejanos, un suéter grueso y una cazadora de cuero que le llegaba hasta medio muslo. Se había recogido el pelo rubio en una cola y no llevaba maquillaje, lo que, pensó Fabel, le daba un aire juvenil, más natural. No pudo evitar recordar por qué se había sentido atraído por ella en un principio. Martina pareció leerle el pensamiento y le sonrió tímidamente.

Lorenz se movía pesadamente tras ella. Alto, recio, moreno.

—Esta es la Politidirektør Karin Vestergaard de la policía nacional danesa —le explicó Fabel en inglés—. Estamos colaborando en este caso.

Las dos mujeres se estrecharon la mano un poco fríamente, al parecer de Fabel. La dinámica de las relaciones femeninas seguía siendo un misterio para él.

—Creo que Lorenz no habla inglés —dijo Martina—. El muy bobo se quedó atascado con el ruso en el colegio.

Fabel se volvió hacia Vestergaard.

—Lorenz era policía de la antigua RDA. En la Volkspolizei. No se le permitió entrar en las nuevas fuerzas policiales creadas tras la unificación, porque solo podían hacerlo los miembros de la Volkspolizei que no hubieran tenido relación con la Stasi.

—¿Es un antiguo agente de la Stasi?

—Era uno de sus colaboradores, digamos —respondió Martina—. Y recibió formación allí, que es lo que a Jan le interesa. Ah, por cierto. Para tu información, Jan, yo no sabía en qué había estado metido Lorenz. Suponía que había sido un informador extraoficial de la Stasi. Pero, en fin, hablemos claro, eso implica una serie de habilidades muy útiles para mi trabajo. Le he preguntado mientras veníamos hacia aquí si había participado en registros de casas y me ha dicho que sí.

—Frau Schilmann me ha dicho que aquí vivía un antiguo oficial de la Stasi —Lorenz metió baza en alemán.

—Así es —dijo Fabel—. Un comandante de la HVA.

—¿La HVA? —Lorenz se rascó su prominente mentón con el índice y el pulgar—. Esos tipos sabían lo que se hacían cuando se trataba de ocultar. ¿Seguro que hay algo aquí? Me parece más probable que el material sensible lo tuviera en otro sitio.

—Puede —dijo Fabel—. Pero yo más bien apostaría a que trabajaba desde aquí.

—Debía de sentirse bastante a salvo, supongo —dijo Lorenz—. Esto no es como la RDA; seguramente pensaba que nunca registrarían este apartamento. —Echó una ojeada a las estanterías de libros—. Resulta más rápido si no tengo que dejarlo todo ordenado después. ¿Hay algún problema?

—Adelante. Haz lo que tengas que hacer —le dijo Fabel.

Tardó menos de una hora.

—Lo que me suponía —dijo Lorenz, con su fuerte acento sajón, al volver a entrar en el salón—, se sentía seguro aquí. Tenía usted razón: usaba este apartamento como base de operaciones. Por eso he pensado que no valía la pena mover muebles pesados y librerías… A él le interesaba esconder sus cosas pero tenerlas relativamente a mano.

—¿Eso lo aprendiste en la Stasi? —preguntó Martina.

—Tratándose de periodistas y escritores, lo que nos enseñaron es que debían tener los manuscritos, las máquinas de escribir y demás siempre a mano. Con los disidentes de verdad y los agentes extranjeros, ya era harina de otro costal. Por eso he pensado primero que este tipo podía resultar difícil. Si había sido de la HVA. Pero lo cierto es que no podría haber resultado más sencillo.

Lorenz los llevó al estudio. Tomó el águila de bronce art decó del escritorio y giró la base de madera. Quedó al descubierto un compartimiento que contenía un pequeño utensilio de acero, algo así como una uña convertida en un gancho aplanado. Lorenz cogió el gancho y se agachó bajo el escritorio. Había en una tabla del suelo una pequeña muesca, o eso le pareció a Fabel a primera vista, aunque de hecho se trataba de un hueco donde el gancho encajaba a la perfección. Lorenz lo insertó, le dio dos cuartos de vuelta y levantó la tabla. Toda la operación le llevó menos de quince segundos.

—Es como un cajón secreto —dijo Lorenz—. Bastante seguro, pero de acceso fácil y rápido. No he tocado nada.

Fabel se colocó un par de guantes de látex y se arrodilló para examinar el contenido.

—Hay un portátil negro, con la fuente de alimentación correspondiente. Y un puñado de lápices de memoria. Nada más: ni cuadernos, ni carpetas. Solo esto… —dijo sacando un ejemplar de una revista doblada a lo largo.

—No me digas que escondía porno ahí —dijo Werner, soltando un bufido.

—Werner, ve al piso de abajo y dile a Holger Brauner o Astrid Bremer que suban con unas cuantas bolsas grandes de pruebas. —Fabel desplegó la revista y mostró la portada a Vestergaard y Martina Schilmann—. Podría equivocarme, pero no me imagino a Drescher como el típico feminista.


Muliebritas
—dijo Vestergaard.

—Es una publicación feminista —explicó Fabel—. El título es una palabra latina. Significa «feminidad». En alemán sería
Fraulichkeit
. Supongo que habrá un equivalente en danés.


Kvindelighed
—dijo Vestergaard.

Fabel observó la revista.

—Esto es, además, un ejemplo único de sincronicidad. La noche en que fue asesinado Jake Westland hubo una manifestación feminista de protesta en la Herbertstrasse que contribuyó a aumentar la confusión. Y fue organizada por
Muliebritas
.

Werner regresó con varias bolsas de pruebas. Fabel metió la revista en una de ellas y se la pasó a Vestergaard. Con cuidado, sacó el portátil y el alimentador del hueco y los guardó en una bolsa etiquetada; los lápices de memoria los metió en otra.

Se volvió hacia Vestergaard y Martina.

—Llevaremos este material a la división tecnológica y veremos si pueden acceder al portátil. Me figuro que estará codificado, pero seguro que se las arreglarán. Dios sabe a cuántos pedófilos hemos acabado atrapando precisamente porque creían tener a buen recaudo su material porno.

—Un pedófilo es una cosa —dijo Astrid Bremer, que había aparecido a su espalda—, y un espía profesional, otra muy distinta. Es eso lo que tenemos entre manos, ¿no?

—Creo que sí, Astrid —dijo Fabel—. Pero de una era predigital. Quizá no estuviera muy ducho en este terreno. ¿Cómo van las cosas ahí abajo?

—Aún tardaremos. Días, tal vez. Pero Holger ha dicho que podía prescindir de mí si usted necesitaba algo especial.

—Perfecto —dijo Fabel—. Tenemos detenida a una asesina, pero hay otra, o quizá sean dos, que sigue suelta. Y está relacionada con la víctima, con Drescher. Necesito algo, cualquier cosa, que pueda orientarnos en la dirección correcta.

—¿Cree que ella ha estado en este apartamento?

—No. Seguramente no. Pero si hay cualquier indicio de que alguien, aparte de la víctima, ha estado aquí quiero saberlo. Avísame también si tropiezas con algo insólito. Pero puedes empezar con esto. —Fabel le dio a Astrid el ejemplar de
Muliebritas
—. Esta revista no encaja aquí. Podría ser que se la hubiera dado la persona que buscamos. O eso, o es el mecanismo que utilizaba para contactar con ella. Necesito que la revises antes de que empecemos a estudiarla con un criptógrafo.

—Me pongo ahora mismo —dijo Astrid, sonriéndole.

Lo primero que hizo Fabel cuando volvió al Präsidium fue telefonear al Kriminaldirektor Van Heiden para que aprobase las horas extras de su equipo y los agentes de refuerzo que necesitaba reclutar. Van Heiden le dio la autorización de inmediato y sin hacerle preguntas, cosa que sorprendió a Fabel. Estaba acostumbrado a oírlo renegar por cualquier gasto extra que acarreara una investigación, como si tuviera que sufragarlo él personalmente. Pero, por otro lado, el caso se había complicado y ramificado en tres: la muerte de Jespersen, los crímenes del Ángel en Sankt Pauli y la tortura y asesinato de Drescher. El asunto se estaba embrollando demasiado: empezaba a adquirir tintes políticos y los medios lo tenían en su punto de mira. Si había algo que no le gustaba a Van Heiden eran las complicaciones. Fabel dedujo que su superior debía de estar sufriendo muchas presiones para aclararlo todo cuanto antes.

—¿Tú estás convencido de que todos estos crímenes está relacionados? —preguntó Van Heiden.

—Bastante, sí —dijo Fabel. Le hizo una seña a Karin Vestergaard, que acababa de entrar en su despacho, para que se sentara—. Creo poder afirmar que ese escuadrón de la muerte de la RDA integrado por las llamadas Valquirias ha estado actuando por dinero desde Hamburgo. Drescher lo dirigía y ha sido asesinado por una de sus antiguas discípulas.

—¿No la reconoció? —preguntó Van Heiden.

—Tengo la impresión de que ella fue rechazada en su momento, seguramente a causa de sus problemas mentales. Y ya había pasado mucho tiempo. Es probable que él le perdiera la pista y que la olvidase.

—Está bien —dijo Van Heiden—. Manténme al día. Para que pueda tener informados a los demás.

—Claro.

Fabel colgó y se volvió hacia Vestergaard. Una vez más advirtió que se había maquillado de un modo distinto que cambiaba sutilmente su aspecto. Y una vez más le llamó la atención lo atractiva que era su cara y lo olvidable que resultaba al mismo tiempo. Era algo que Margarethe Paulus tal vez compartía con ella. Quizá la apariencia de las Valquirias había sido un criterio para escogerlas: atractivas pero olvidables. Tal vez por eso Drescher no había reconocido a su asesina.

—¿Dice que ha recibido nuevos datos de los noruegos sobre el asesinato de Halvorsen? —le preguntó Fabel.

—La policía nacional noruega ha contactado conmigo a través de mi oficina. —Vestergaard se echó hacia delante y puso una nota sobre el escritorio—. Este hombre, Ralf Sparwald, estaba al parecer en contacto con Jørgen Halvorsen. Se cree que Halvorsen vino a Hamburgo a hablar con él.

—¿Quién es exactamente? —Fabel miró el nombre y la dirección anotados en el papel.

—Es médico o biólogo, parece. Su nombre apareció cuando la policía noruega obtuvo una orden para entrar en la cuenta de correo de Halvorsen. Solo pudieron rescatar los mensajes sin abrir de la bandeja de entrada. Y había una respuesta automática del tipo «estoy fuera de la oficina» remitida por el correo de este sujeto. Los noruegos saben que estoy en Hamburgo y creen que podría haber una conexión, así que me lo han pasado a mí.

Fabel consultó su reloj. Había consumido la mayor parte del día en la escena del crimen y en reuniones diversas. Eran las seis y media de la tarde.

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