La venganza de la valquiria (37 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La venganza de la valquiria
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—Y vaya avisando también al departamento forense. Da la impresión de que tenemos aquí el escenario de un crimen.

—Esto es otra cosa —dijo Vestergaard sin el menor asomo de ironía.

La primera unidad de agentes uniformados había tardado menos de dos minutos en presentarse y derribar la puerta de la casa con un ariete. Lo que primero les llamó la atención al entrar fue el olor, el inconfundible hedor de la muerte. Encontraron el cuerpo de Sparwald en el salón, detrás del sofá, con un pie asomando por un extremo, como habían visto a través de la ventana. Aquel horror era distinto del que habían presenciado en el caso de Drescher, y Fabel comprendió a qué se refería Vestergaard. El olor se debía a que Sparwald había permanecido allí durante días, o tal vez semanas, sin que nadie lo descubriera, pero el método utilizado para matarlo había sido mucho más limpio que con Drescher. Sin simbolismos ni rituales. Sin pasión.

Fabel y Vestergaard se habían puesto protectores en los zapatos y guantes de látex antes de entrar en la casa, y ordenaron a los agentes que hicieran lo mismo. Cubriéndose la boca y la nariz con un pañuelo, Fabel se agachó y examinó el cadáver de Sparwald, que yacía boca arriba, con la piel de la cara lívida y salpicada de manchas. Tenía un orificio de bala en mitad de la frente y otro debajo de la mandíbula. Una forma profesional y eficiente de acabar con una vida.

—¿Se da cuenta de que es exactamente el mismo modus operandi que con Halvorsen?

Vestergaard también se tapaba la nariz con el dorso de la mano para mitigar el hedor de la muerte, pero, por lo demás, advirtió Fabel, parecía impasible frente a aquel panorama. Tenía la frente ligeramente arrugada, pero se trataba más bien de la concentración de una profesional mientras analizaba los datos que se le ofrecían.

—Sí —dijo él—. Juraría que lo han matado con un proyectil de punta hueca de baja velocidad.

—La Valquiria —dijo Vestergaard en voz baja, como para sí.

La comisaría de policía de Poppenbüttel formaba parte de la división este de la Polizei de Hamburgo y no podría haber sido más distinta de Davidwache o de Klingberg. Situada en Wenzelplatz, junto a la estación de metro, la comisaría 35 era un imponente edificio nuevo compuesto por una serie de bloques macizos modernos. Había algo casi intimidante en la severidad de aquella construcción, pensó Fabel; la Davidwache debía de resultarle mucho más accesible a la gente.

Había reunido allí a todos los efectivos que necesitaba: Holger Brauner y su equipo forense, Anna, Werner, Henk y Dirk. La comisaría de Poppenbüttel había retenido a los agentes de servicio al llegar los del turno siguiente, doblando así el número de policías disponibles. Fabel había llamado también a Van Heiden, cuyo tono de desaprobación parecía indicar que lo responsabilizaba a él personalmente por el hallazgo de otro asesinato. Pero, por lo demás, no había mostrado reticencias a la solicitud de refuerzos de Fabel.

Con los primeros que habló fue con los forenses. Brauner se había presentado con un convoy de furgonetas compuesto por doce especialistas equipados con todo el material técnico necesario para estudiar a fondo la casa.

—Si no te importa —le dijo Brauner—, me gustaría que Astrid entrara sola primero. Tiene un don especial para rastrear los escenarios antiguos.

—Tú decides, Holger —dijo Fabel—. Es asunto tuyo. Aunque debe de ser muy buena, porque normalmente ya habríais entrado todos corriendo en un caso como este.

—Lo es, créeme. Una de las mejores con las que he trabajado nunca.

Fabel mantuvo una concurrida sesión informativa en la sala de reuniones de la comisaría. Su estrategia era simple: llamar a todas las puertas, sonsacar a todos los testigos, anotar todos y cada uno de los detalles. Al mismo tiempo, se aferraba a la esperanza de que el análisis forense de la escena revelase algo que los orientara en dirección a la Valquiria. Con la ayuda de Vestergaard calculó cuándo había estado la asesina en Oslo y cuándo podía haber muerto Sparwald, de acuerdo con las primeras estimaciones de Astrid. Una vez establecido un calendario aproximado de la asesina, puso a un equipo de agentes a revisar vuelos, trenes y ferris. Era una búsqueda muy improbable, sobre todo porque se las veían con alguien que no dejaba huellas ni cometía errores. Nunca.

Fabel volvió a casa hacia las diez y le explicó a Susanne lo que el día había dado de sí.

—Pareces agotado —dijo—. ¿Has comido?

—He tomado algo en Poppenbüttel. —Suspiró—. Nos hemos pasado horas tratando de rastrear sus pasos. No sé, Susanne… esta asesina, y toda la historia de Margarethe Paulus, a veces creo que me supera. Por primera vez en diez años me siento totalmente perdido con un caso.

Susanne sonrió y le apartó un mechón de pelo de la frente.

—¿Quieres que te diga lo que pienso?

—Claro. Siempre me interesa tu opinión, ya lo sabes.

—No hablo de mi opinión profesional. Me refiero a mi opinión personal.

—Muy bien.

—Los hombres siempre estáis tratando de averiguar cuál es el secreto para tener éxito con las mujeres. Siempre os lo preguntáis unos a otros. Y la verdad es que el hombre que más éxito tiene con las mujeres no posee ningún secreto. Simplemente no las trata como si fueran de otro planeta.

—¿Pretendes mejorar mis dotes para ligar?

—No, Jan. Tú te las apañaste en ese aspecto. Ahora, en este caso… justamente porque estás lidiando con mujeres, con una asesina en serie o con una asesina profesional, crees que no tienes ningún marco de referencia. Es cierto que existen diferencias en el comportamiento delictivo de cada género. Pero si estás enfocando las cosas equivocadamente es porque quieres enfocarlas de modo diferente. Haz lo que siempre haces, Jan. Olvídate del género y céntrate en los crímenes.

Fabel reflexionó en lo que Susanne había dicho.

—Quizá tengas razón —dijo.

—Venga —le dijo ella—. Vamos a la cama. Necesitas una buena noche de sueño. Verás las cosas de otra manera mañana.

Le costó dormirse y, cuando lo hizo al fin, tuvo sueños fragmentarios. Imágenes vagas. Irma Grese. Margarethe Paulus. Y otra mujer cuya cara no consiguió distinguir.

8

M
e ha estado buscando.

Se interrumpió. Otro ataque de tos y una serie de ruidos amortiguados que indicaban que había tapado el auricular con la mano. Cuando volvió a hablar su voz sonaba más ronca, más firme, como enojada con su propia flaqueza.

—Sé que me ha estado buscando.

—Por supuesto que sí —dijo Sylvie Achtenhagen—. ¿Qué esperaba? ¿Tiene más información para mí?

—Ya ha visto todo lo que tenía que ver. Es suficiente. No hace falta que me busque ni que intente localizarme —dijo Siegfried—. Quiero que nos veamos.

—¿Cara a cara? —preguntó Sylvie.

Mientras hablaba, miró por la ventana del hotel —un hotel de carretera, de los que estaban a la salida de la autovía—, y observó las siluetas de los coches y camiones, borrosas a causa de la lluvia, que se deslizaban a cierta distancia por la cinta de asfalto.

—Cara a cara —dijo él—. ¿Tiene mi dinero?

—Usted ya conoce la respuesta. No es tan sencillo.

—En la vida todo es tan sencillo como uno decide que lo sea. Las decisiones sobre la vida y la muerte son las más sencillas. Y una decisión sobre si desea que sea otro quien se quede esta exclusiva no puede ser más simple.

—Escuche —dijo Sylvie—, podemos llegar a un acuerdo.

—Claro que podemos. Yo quiero algo de usted y estoy seguro de que me lo dará. Es muy sencillo, ya se lo he dicho.

Después de que Siegfried colgara, Sylvie permaneció todavía un momento junto la ventana, contemplando los coches silenciosos en la distancia. Estaba estrechando el cerco en torno a él, no cabía duda. Si Siegfried sabía que lo buscaba era porque ella había mirado en los lugares adecuados. Volvió a la cama y extendió las hojas con los nombres en los que se había centrado. Estaban por todo el Este de Alemania, salvo uno que vivía en Hamburgo. Uno de ellos era Siegfried, estaba segura.

Sylvie se levantó temprano a la mañana siguiente y condujo cincuenta kilómetros hasta Dresde. Allí fue a ver a un contable jubilado, un tal Berger. Como Frau Schneeg, Berger había intentando ocultar su pasado en la Stasi y se había trasladado desde su ciudad natal a Dresde. No obstante, le explicó él mismo, lo más frecuente era que acabase corriendo la voz.

—Usted estaba entre el personal de Ulrich Adebach, ¿verdad, Herr Berger?

Sylvie echó una ojeada por el apartamento. Pulcro pero pequeño y amueblado sin gusto. Deprimente.

—¿Dice que puedo ganarme algo con esto? —preguntó Berger. Era un hombre menudo de sesenta y tantos años, con el pelo todavía oscuro y una cara estrecha y demacrada.

—Puedo pagarle algo —dijo Sylvie—. Si la información es útil.

—¿Y nadie sabrá que yo he intervenido?, ¿que la he ayudado?

—Nadie sabe que he venido, Herr Berger, y nadie lo sabrá, se lo prometo. Todo lo que me diga quedará entre nosotros.

—Sí. Yo era del personal de Adebach. Un viejo hijo de puta.

—¿Cuánto tiempo?

—Seis años y medio. Desde 1977 hasta 1984. Luego me trasladaron.

—¿Voluntariamente?

—No. Acabé en otro departamento, revisando cintas de conversaciones grabadas. Ese tipo de cosas.

—¿Por qué lo trasladaron?

—Adebach se hizo con un nuevo ayudante. Un mal bicho llamado Helmut Kittel, que la tenía tomada conmigo.

—Mientras estuvo con Adebach, ¿se tropezó alguna vez con un tal comandante Georg Drescher? Era de la HVA, o de operaciones especiales. Tal vez incluso de la Sección A. Y tengo motivos para creer que trabajó en un proyecto llamado Operación Valquiria.

Berger se quedó pensando un rato. Sylvie notaba que estaba haciendo un gran esfuerzo para ganarse la recompensa.

—No… no puedo decir que me lo cruzara nunca en el departamento. Ni tampoco oí hablar de ninguna Operación Valquiria.

—Consistía en el adiestramiento de mujeres jóvenes para operaciones especiales.

Berger volvió a sumirse en sombrías reflexiones; de repente se iluminó su expresión.

—Espere un momento, sí hubo algo… Recuerdo que Adebach solicitó que le llevaran unos expedientes que habían llegado con un mensajero. Al parecer, el mensajero había preguntado por Kittel; debían haberle ordenado que se los entregara en mano para que este, a su vez, se los hiciera llegar a Adebach. Pero Kittel había salido a almorzar, así que se los llevé yo. Adebach estaba al teléfono y me ordenó que esperase. Echó una ojeada a los expedientes y luego me despidió con un gesto. Pero recuerdo que en los expedientes había fotos de mujeres muy jóvenes. Adolescentes, en realidad. Y también figuraba el sello de la HVA. Cuando Kittel volvió de su almuerzo se puso como loco. Poco después me trasladaron.

—¿Qué aspecto tenía Kittel?

—Un miserable pedazo de mierda. Medía un metro noventa y estaba en los huesos, seguramente por todos los cigarrillos que se fumaba. Era lo que se dice un fumador empedernido.

—¿Qué edad tenía?

—Treinta años, quizá —dijo Berger con una mueca de aversión—. Parecía más joven. Era el niño prodigio del departamento.

—Así que estaba implicado en el proyecto que contenían esos expedientes…

—No sé si «implicado» sería la palabra idónea. Él no era más que un correveidile, un mero administrativo. Pero debe de haber visto muchos de los expedientes que pasaban por el escritorio de Adebach.

Sylvie permaneció un momento en silencio, mirando alrededor pero sin fijarse en realidad en el exiguo y gris apartamento.

—¿Le ha sido de ayuda? —preguntó Berger, expectante.

—Oh, sí —dijo Sylvie—. Creo que ya conozco a Herr Kittel.

—Yo de usted me andaría con cuidado. Oí decir que se había metido en cosas más importantes: investigaciones, erradicación de elementos indeseables… Se hizo una fama siniestra.

—No importa. Siegfried y yo nos entendemos a la perfección… —dijo Sylvie, sin hacer caso de la perplejidad de Berger.

9

E
ra una mañana luminosa. Otra vez había un agradable frescor en el aire y Fabel se despertó de mejor humor. Karin Vestergaard ya estaba en el Präsidium cuando él llegó. Aguardó con paciencia mientras ella hacía varias llamadas en danés.

—Disculpe —dijo—. He hablado con mi oficina para ver si podían averiguar algo sobre Gina Brønsted y NeuHansa desde una perspectiva danesa. Según parece, Brønsted tiene casi tantos intereses en Copenhague como aquí en Hamburgo. Además de eso, posee empresas en todos los países escandinavos.

—¿Nada sospechoso? —preguntó Fabel.

—No que nosotros sepamos. Parece muy activa en gestión y tecnología medioambiental. Ayuda a otras empresas a volverse más «verdes». Es un gran negocio ahora.

—He concertado una cita con ella para esta tarde —dijo Fabel—. Créame, no ha sido fácil. Pero bueno, esta mañana no tenemos que ir muy lejos…

Fabel cumplió su palabra: la Academia de Policía Estatal de Hamburgo, en Braamkamp, quedaba a menos de un kilómetro del Präsidium. Era allí donde recibían formación los agentes para ascender en la cadena de mando y donde se estudiaban, desarrollaban y difundían las nuevas técnicas policiales. Fabel conocía bien el edificio. El vestíbulo principal estaba atestado de estudiantes, y no pudo por menos que pensar en su hija Gabi, en las intenciones que había manifestado últimamente y que podrían llevarla a aquellas aulas.

Fabel no se había cruzado hasta la fecha con el comisario principal Michael Lange. Según había averiguado, Lange había empezado en la Polizei de Schleswig-Holstein para trasladarse muy pronto a la policía de Hamburgo. Ahora ejercía como profesor en la academia de policía estatal; pero era sobre todo la experiencia de Lange en los inicios de su carrera lo que había impulsado a Fabel a visitarlo en compañía de Vestergaard.

El viejo agente de recepción les indicó que subieran al primer piso. Un tipo alto y delgado, con el uniforme azul de la Schutzpolizei de Hamburgo, los esperaba apoyado en el pasillo junto a su oficina. Sin duda lo habían avisado desde recepción.

—¿Kriminalhauptkommissar Fabel? —dijo Lange, sonriendo y tendiéndole la mano. Tendría unos cuarenta años, pero a Fabel le pareció que la expresión de sus ojos era la de un hombre mucho mayor. Tal vez eso era solo porque estaba al corriente de la experiencia de Lange.

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