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Authors: Jorge Javier Vázquez

Tags: #Biografía

La vida iba en serio (5 page)

BOOK: La vida iba en serio
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La sede de la revista estaba en el quinto piso de un edificio de María de Molina y la persona que estaba al mando de la misma era una señora de mediana edad, bajita, regordeta y con un peinado que sólo puedo calificar de espectacular. A mí, recién llegado a la capital, me parecía en aquel entonces todo un monumento, pero en cuanto me integré más a fondo en la vida y la sociedad madrileña comprendí que se trataba de un peinado típico de algunas señoras del barrio de Salamanca a las que parece que les echan Maizena en el pelo para que adquiera la consistencia de un bizcocho demasiado cargado de levadura. Es cierto, por otra parte, que Juanita —que así se llamaba— me recibió con sonrisas desde un primer momento; pero también es verdad que en aquella oficina me hacía sentir como un intruso. Supongo que pensaría que en Barcelona me habían encargado como tarea adicional que les cotilleara todo lo que se cociese en aquella delegación, así que en cuanto ponía los pies allí se producía un cruce de miradas más que significativo entre ella y su secretaria y el silencio se adueñaba de la sala. Trabajaban en mesas separadas y estaban muy cerca la una de la otra, pero cada vez que tenían que decirse algo, por insulso que fuera, se levantaban y se lo susurraban al oído, y aquel paripé me resultaba tan ridículo y bochornoso que, como consecuencia, decidí pisar lo menos posible aquella oficina. Sin embargo a veces era inevitable tener que hacerlo, y cuando aquello ocurría al menos me desquitaba a mi manera lanzándome con ansia sobre el teléfono y aprovechando para llamar a diestro y siniestro. Me producía especial satisfacción llamar desde allí a mi casa y pasarme minutos y minutos hablando con mi madre sin temor a que mi padre se metiera por medio recordando lo caras que eran las conferencias.

Cuando llamaba y se ponía mi madre, lo primero que hacía era decirle:

—Tranquila, que estoy en la oficina.

Y entonces ella se relajaba e invariablemente pronunciaba la expresión «¡Ah, pues que paguen!» o alguna otra semejante.

Con mi padre, en cambio, hablaba poco, pero cuando se ponía advertía en su tono cierto matiz de orgullo porque su hijo podía utilizar en el trabajo un artículo de lujo como era el teléfono sin temor a que le llamaran la atención. Es cierto: ni Juanita ni su acólita me reprendieron jamás por eso, pues ellas hacían lo mismo, pero sí es verdad que se miraban entre ellas cada vez que tenían que pasar alguno de mis textos por módem a Barcelona para que los maquetaran. No soportaban que un catalán como yo —es decir, un extranjero— aterrizara en la capital y la expoliase.

En aquella época los colaboradores cobrábamos por piezas, de modo que cuanto más escribíamos, más ganábamos. Antes de que yo llegara sólo había uno en Madrid, Ernesto de Prieto, que entre la gente de la profesión era conocido como
la Morsa
, porque era alto, gordo, fofo y con un espeso bigote.

Por las mañanas supuestamente trabajaba como funcionario y por las tardes escribía para la revista, pero en realidad se pasaba su trabajo matutino por el forro de los huevos y gastaba el día entero husmeando el rastro de viejas glorias, que eran su especialidad y el motivo por el cual a punto había estado de tener que declarar el tanatorio como segunda vivienda, porque cada mes cascaban alrededor de tres de sus personajes de cabecera. No hay quien me quite de la cabeza que, cuando alguno pasaba demasiado tiempo en el hospital y ya no podía vender más reportajes acerca de su agonía, él mismo se encargaba de desenchufar la máquina que lo mantenía con vida para poder vender el entierro y la posterior entrevista con la desconsolada viuda. Era, en definitiva, un mezquino, y además un cobarde, y lo peor es que yo no podía cantarle las cuarenta porque sólo hablaba mal de mí a mis espaldas y, sin embargo, cuando coincidíamos en la redacción me dedicaba sonrisas y consejos de lo más empalagosos.

La Morsa
, para más inri, dividía a las mujeres en putas y estrechas y a los hombres en maricones y folladores, y ese vocabulario podrido venía a indicar que, a su limitado y sucio modo de ver, los tíos de verdad eran los que se dedicaban a follar con tías guarras y los maricones sólo se dejaban dar por culo, algo que para él poco tenía que ver con la idea de echar un polvo
comme il faut
. A mí me incluyó desde el primer momento dentro del grupo de los maricones, por supuesto, y así se lo dijo a unas primas lejanas de Madrid con las que coincidió cubriendo la boda de unos actores de culebrones venidos a menos.

Mis primas se habían plantado delante de la iglesia para ejercer de mironas, y, descubriendo no sé cómo que la Morsa trabajaba en
Pronto
—supongo que al llegar se lo hizo saber a la concurrencia para procurarse un buen sitio—, se acercaron a él con el fin de que me saludara de su parte.
La Morsa
meneó el bigote y comenzó a sudar por la excitación que le producía cometer aquella acción tan canallesca que estaba a punto de llevar a cabo. Cogió aire, sonrió y les comentó a mis primas: «Oye, vuestro primo es un poco raro, ¿no? Parece que no le gustan mucho las… Bueno, ya sabéis… Las mujeres». Así de finas eran sus maneras de proceder.

En cualquier caso, los desplantes de Juanita y las mezquinas artimañas de
la Morsa
no conseguían desanimarme, porque la verdad era que me gustaba tener un trabajo sin horarios fijos. Pero, aunque desde un principio me fue muy bien desde el punto de vista económico, no conseguía relajarme del todo: sencillamente, me parecía imposible que se pudiera ser feliz con tan poco esfuerzo. Me pesaba la herencia emocional de mi padre, y el tipo de gente de la que me rodeaba en Madrid tampoco ayudaba a que se calmaran aquellas punzadas de inquietud. ¿Serían del agrado de mi padre mis amigos Marisol y Antonio? Seguro que no.

Ya he contado que los conocí durante un viaje a Jordania. Yo estaba todavía en la facultad, acabando la carrera, e iba bien de pelas porque me sacaba un buen sueldo colaborando en un semanario local y trabajando los viernes y los sábados reponiendo frutas y verduras en un centro comercial, si bien he de reconocer que desempeñar dos actividades tan dispares a la vez me hizo pasar más de un mal trago; y es que, cuando descubría paseando por el centro comercial a alguna persona que había entrevistado, me escondía tan rápido como podía detrás de los sacos de patatas o de las montañas de pimientos rojos para que no me viera, porque me daba vergüenza, aunque debería haberme dado mucho más apuro no saber construir montañas de limones sin que se me vinieran abajo. Menos mal que un día mi jefe me confesó que no me tenía trabajando allí por mi destreza, sino porque lo entretenía. A partir de entonces me relajé y me limité a hacer lo que podía, que durante aquella época era fundamentalmente comer: las cámaras de fruta estaban al lado de las de la bollería industrial y los viajes al baño con los bolsillos repletos de palmeras de chocolate, donuts y porquerías varias eran constantes. Por culpa de los diez kilos de bollería industrial que me eché en el cuerpo durante el tiempo que me duró aquel trabajo, mis piernas se frotaban con singular insistencia, lo que me llevó a conocer de primera mano las bondades del Halibut para reparar las escoceduras de las ingles.

El caso es que aproveché una Semana Santa que tenía vacaciones y me apunté a un viaje organizado que salía desde Madrid para conocer Jordania.

¿Por qué escogí ese país? Supongo que por barato y porque tenía un nombre que me parecía exótico. Vamos, que no es que muriera por conocer Petra, es más, hasta entonces no sabía de su existencia.

Lo mío con Marisol y Antonio fue amor a primera vista, aunque al principio sentí por ella una profunda lástima. Uno de los primeros días paramos a almorzar en un restaurante y en la mesa oí cómo Antonio decía: «Joder, vamos a todos los sitios con el petardo en el culo, no nos da tiempo ni a picarnos». Al pronunciar la palabra «picarnos» se señaló las venas e inmediatamente clavé la mirada en su mujer. Sentí muchísima pena porque conocía los estragos de la heroína: en mi barrio había caído toda una generación por sobredosis, y en mi casa nadie se había atrevido jamás a hacer una broma sobre la droga, ya que llegamos a conocer muy de cerca sus devastadores efectos a raíz de que no uno, sino muchos vecinos con los que mis hermanas y yo habíamos jugado de pequeños, fueran encontrados muertos, tirados en los bancos, con jeringuillas clavadas en las venas.

Pero Antonio no le daba al caballo, sólo al hachís, y aquella frase perdida que oí en el restaurante no era más que una de las muchas bromas con que manifestaba, luego lo sabría, su negrísimo sentido del humor.

No tengo claro en qué momento nos volvimos inseparables, pero si echo la vista atrás me recuerdo siempre junto a ellos en aquel viaje: charlando los tres mientras recorríamos Petra o durmiendo con ellos en Wadi Rum. Me acuerdo especialmente de una noche en que habíamos salido de excursión. Comenzó a caer la tarde en el desierto y los tres tuvimos claro que no podíamos dejar escapar la oportunidad de pasar la noche en el lugar donde se rodó
Lawrence de Arabia
. Nos pusimos tan pesados que el guía tuvo que claudicar y hacer un par de llamadas, después de las cuales nos llevó a un sitio en el que no crecía ni un matojo y, ante nuestro asombro, a la media hora comenzó a obrarse el milagro: de la nada empezó a aparecer gente que transformó el lugar en un campamento de ensueño. Con cuatro palos levantaron unas jaimas que a mí me parecieron majestuosas, escarbaron en la tierra y comenzaron a sacar botellas de whisky, y al rato apareció más gente con comida e instrumentos musicales. Bebimos y nos pusimos ciegos de porros. Éramos felices porque sí y porque nos sentíamos unos privilegiados. Al despertar, pronuncié una frase que pasó a la posteridad: «¡Anda! Si mi madre viera que hemos pagado por dormir entre cuatro trapajos me daba dos hostias». Y es que lo que por la noche era un palacio digno de
Las mil y una noches
, por el día no pasaba de ser un apaño tan cutre como poco aseado.

A raíz de aquel viaje Marisol me bautizó con el nombre de
Raulito
, uno de los protagonistas de
Garras de astracán
, de Terenci Moix: un gay adolescente tan culto como marisabidillo que iba por la vida pidiendo a gritos que se la metieran. Y con
Raulito
me quedé para los restos.

Marisol y Antonio contribuyeron de manera decisiva a mostrarme un mundo hasta entonces desconocido. Abrieron las puertas de mi mente y comenzaron a desempolvar los absurdos miedos y múltiples complejos que había ido almacenando con el paso de los años. Desde mi llegada a Madrid estrechamos nuestros lazos y empecé a pasar mucho tiempo en su casa de la calle Hortaleza, en pleno barrio de Chueca, un piso que tenía poco que ver con el que había dejado atrás en Badalona.

Me encantaba aquella casa situada en un edificio decimonónico, de techos altos, con paredes lisas pintadas de gris —hasta entonces yo sólo conocía el estucado blanco— y amueblada con piezas rarísimas —
déco
, decían que eran— además de con unas butacas que habían comprado en la India, pieles de cebra en lo que para mí era el recibidor y para ellos el
hall
y cortinas inmensas que parecían telones. Pero lo que más me gustaba era estar con ellos, adoraba pasar la tarde de domingo después del
brunch
—jamás hasta entonces había oído esa palabra— tirado en la terraza tomando el sol y dándole al gin-tonic. Por ella pasaban muchos gays, y quien no lo era no se sorprendía de que otro lo fuera. Se hablaba de sexo con libertad, se podían hacer chistes sobre cuartos oscuros, sobre polvos mal echados, sobre pollas pequeñas que no servían ni para ser chupadas, sobre pollas inmensas que no te cabían en ningún sitio… Vivía tan relajado que desapareció la ansiedad por sumergirme en la noche para encontrar sexo y descubrí un hecho insólito: que la gente podía llegar a ligar durante el día, que los tíos se intercambiaban los teléfonos sin dificultad después de haber cruzado un par de miradas por la calle, que podían quedar aquella misma tarde para tomar unas cañas y que luego ya se encamaban o no. Y que, en el caso de que lo hicieran, follar era una fiesta, o al menos eso se pretendía, y al acabar podías quedar para repetir o te largabas corriendo a la calle para contarles entre risas a tus amigos que habías echado un polvo desastroso en una casa más fea que la madre que la parió. No me pasaba lo que en Barcelona, no tenía que volver a casa de noche, sigiloso, intentando no hacer ruido al entrar y repasando mi aspecto con angustia para borrar cualquier indicio que denotara que había practicado un sexo que me hacía sentir sucio.

Descubrí, en fin, que se podía pillar en sitios que no fueran saunas o cuartos oscuros, lugares donde en la mayoría de los casos una relación nacía ya muerta porque las prisas asesinaban el deseo.

Una de aquellas tardes de domingo sonó el teléfono. Era Silvia, una de las mejores amigas de Marisol y Antonio. Había oído hablar mucho de ella pero jamás la había visto en persona y sólo sabía que había dejado su trabajo para cuidar a un hermano que se estaba muriendo de sida. Fue Marisol la que cogió el teléfono y la conversación fue breve. Al colgar, volvió a la terraza, se sentó en la hamaca y sólo acertó a pronunciar dos palabras:

—Su hermano.

Aquellas dos palabras bastaron para comunicar la noticia de su fallecimiento, y así fue cómo me di cuenta de que el sida no sólo se cargaba a los gays norteamericanos, sino que estaba empezando a matar a gente cercana.

Me vine abajo. Pensé en mis padres, en la vergüenza que tendrían que soportar si yo muriera de esa enfermedad, y sobre todo pensé en mis hermanas, en si serían capaces de hacer por mí lo que había hecho Silvia por su hermano.

Abandoné el piso de la calle Hortaleza porque Marisol y Antonio querían estar al lado de su amiga, y durante el trayecto a casa me pregunté dónde habían estado mis hermanas los últimos años, porque, por mucho que lo intentara, no lograba encontrarlas por ninguna parte.

6

HERMANAS

Cuando yo nací mi hermana Ana tenía diez años y Esther ocho. Supongo que mis primeros años los pasé en la habitación de mis padres, pero muy pronto me trasladaron a dormir con mi hermana Esther en una cama que no llegaría a medir un metro de ancho. Dormimos juntos en aquella cama hasta que yo cumplí ocho años, y nos separaron no porque mis padres consideraran que una adolescente debía tener su propio espacio, sino porque no veían con buenos ojos que un hombre tuviera que compartir sus dominios. La que salió perdiendo con el cambio fue mi hermana Ana, que se vio obligada a recibir a Esther en su diminuta habitación. La reformaron y compraron una cama-nido, la única manera de que el cuarto pudiera respirar un poco, y es que cuando Esther quería desplegar su cama, tanto ella como Ana tenían que entrar de lado porque los bordes pegaban con la puerta, y si Esther se acostaba temprano Ana tenía que pasar por encima de la cama desplegada hasta llegar a la suya, lo que originaba frecuentes quejas, puesto que la torpeza ha sido una peculiaridad inherente a mi hermana mayor desde siempre. Así, cuando Esther no sufría un pisotón recibía un manotazo, porque Ana era incapaz de llegar a su cama sin repartir golpes.

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