Read La vida instrucciones de uso Online

Authors: Georges Perec

Tags: #Otros

La vida instrucciones de uso (20 page)

BOOK: La vida instrucciones de uso
11.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

En otros términos, Bartlebooth decidió un día que toda su existencia quedara organizada en torno a un proyecto cuya necesidad arbitraria tuviera en sí misma su propia finalidad.

Se le ocurrió esta idea cuando tenía veinte años. Fue primero una idea vaga, una pregunta que se hacía a sí mismo —¿qué hacer?—, una respuesta que se iba esbozando: nada. No le interesaban el dinero, el poder, el arte ni las mujeres. Tampoco la ciencia, ni tan siquiera el juego. A lo sumo las corbatas y los caballos o, si se prefiere, imprecisa pero palpitante tras estas fútiles ilustraciones (aunque millares de personas orientan eficazmente su vida alrededor de sus corbatas y un número mucho mayor aún alrededor de sus caballos del domingo), cierta idea de la perfección.

Idea que se fue desarrollando durante los meses y los años siguientes, articulándose alrededor de tres principios rectores:

El primero fue de orden moral: no se trataría de una proeza o un récord: ni escalar un pico ni alcanzar una fosa marina. Lo que Bartlebooth hiciera no sería espectacular ni heroico; sería simple y discretamente un proyecto, difícil, pero no irrealizable, dominado de cabo a rabo y que dirigiría la vida de quien se dedicara a él en todos sus pormenores.

El segundo fue de orden lógico: al excluir todo recurso al azar, el proyecto haría funcionar el tiempo y el espacio como coordenadas abstractas en las que vendrían a inscribirse, con una recurrencia ineluctable, acontecimientos idénticos que se producirían inexorablemente en su lugar y fecha.

El tercero, por último, fue de orden estético: el proyecto, inútil, por ser la gratuidad la única garantía de su rigor, se destruiría a sí mismo a medida que se fuera realizando; su perfección sería circular: una sucesión de acontecimientos que, al enlazarse unos con otros, se anularían mutuamente: Bartlebooth, partiendo de un cero, llegaría a otro cero, a través de las transformaciones precisas de unos objetos acabados.

De este modo quedó organizado concretamente un programa que se puede enunciar sucintamente del modo siguiente:

Durante diez años, de 1925 a 1935, se iniciaría Bartlebooth en el arte de la acuarela.

Durante veinte años, de 1935 a 1955, recorrería el mundo, pintando, a razón de una acuarela cada quince días, quinientas marinas de igual formato (65 × 50, o 50 × 64 standard), que representarían puertos de mar. Cada vez que estuviera acabada una de estas marinas, se enviaría a un artista especializado (Gaspard Winckler) que la pegaría a una delgada placa de madera y la recortaría, formando un puzzle de setecientas cincuenta piezas.

Durante veinte años, de 1955 a 1975, Bartlebooth, de regreso en Francia, reconstruiría, siguiendo su orden, los puzzles así preparados, a razón, una vez más, de un puzzle cada quince días. A medida que se reconstruyeran los puzzles, se reestructurarían las marinas, de tal manera que pudieran despegarse de su soporte, trasladarse al lugar mismo en el que —veinte años atrás— habían sido pintadas y sumergirse en una solución detersiva, de la que saldría una simple hoja de papel Whatman intacta y virgen.

Así no quedaría rastro de aquella operación que durante cincuenta años habría movilizado por entero a su autor.

Capítulo XXVII
Rorschash, 3

Aquí habrá algo así como un recuerdo petrificado, como uno de esos cuadros de Magritte en los que no se sabe muy bien si es la piedra la que se ha vuelto viva o si se ha momificado la vida, algo así como una imagen fijada una vez por todas, indeleble: este hombre sentado, con su bigote caído, sus brazos cruzados sobre la mesa, su cuello de toro que surge de una camisa sin cuello; y esa mujer, a su lado, con el cabello tirante, la falda negra y la blusa de flores, de pie detrás del hombre, apoyando en su hombro el brazo izquierdo; y los dos gemelos, de pie también delante de la mesa, vestidos de marinos, con pantalón corto, su brazal de primera comunión, sus calcetines caídos hasta los tobillos; y la mesa, con su tapete de hule y la cafetera de esmalte azul; y el retrato del abuelo en su marco oval; y la chimenea, entre los dos tiestos de pie cónico, decorados con chevrones blancos y negros, en los que están plantadas unas matas azulosas de romero, la corona de boda bajo su oblongo fanal de vidrio, con su azahar artificial —gotitas de algodón enrollado sumergidas en cera—, su soporte aljofarado, sus adornos de guirnaldas, pájaros y espejos.

En los años cincuenta, mucho antes de que Gratiolet le vendiera a Rorschash los dos pisos superpuestos que transformaría en dúplex, vivió algún tiempo en el cuarto izquierda una familia italiana, los Grifalconi. Emilio Grifalconi era un ebanista de Verona, especializado en la restauración de muebles, que había venido a París a trabajar en la restauración del mobiliario del palacio de la Muette. Estaba casado con una mujer joven, a la que llevaba quince años, Laetizia, con la que había tenido dos gemelos hacía tres años.

Laetizia, cuya belleza severa y casi sombría fascinaba a toda la casa, a la calle y al barrio, paseaba todas las tardes a sus hijos por el parque Monceau en un cochecito doble, diseñado especialmente para gemelos. Fue sin duda durante aquellos paseos diarios cuando conoció a uno de los hombres a los que más había trastornado su belleza. Se llamaba Paul Hébert y vivía también en la casa, en el quinto derecha. Detenido el siete de octubre de 1943, cuando la gran redada del bulevar Saint-Germain, tras el atentado que había costado la vida al capitán Dittersdorf y a los tenientes Nebel y Knödelwurst, había sido deportado cuatro meses más tarde a Buchenwald. Liberado en el cuarenta y cinco e internado durante siete años en un sanatorio de los Grisones, había vuelto a Francia hacia poco tiempo y había sido nombrado profesor de física y química en el colegio Chaptal, cuyos alumnos no habían tardado, naturalmente, en llamarlo pH
19
.

Sus relaciones, que, sin ser deliberadamente platónicas, debían de reducirse a abrazos rápidos y a apretones furtivos de mano, duraban ya cerca de cuatro años cuando, en 1955, al ir a empezar el curso, pH fue trasladado a Mazamet, por solicitud expresa de sus médicos, que le recomendaban un clima seco y semimontañoso.

Durante varios meses escribió a Laetizia, suplicándole que fuera a reunirse con él, a lo que se negaba ella cada vez. Quiso la casualidad que el borrador de una de sus cartas cayese en manos de su marido:

«Estoy triste, aburrida, terriblemente irritada. Vuelvo a ser, como hace dos años, de una sensibilidad dolorosa. Todo me hace daño y me desgarra. Tus dos últimas cartas me hicieron latir el corazón como si se me fuera a partir. ¡Me trastornan tanto! Cuando las abro y me sube a la nariz el perfume del papel y me penetra en el corazón la fragancia de tus frases acariciadoras… ¡Sé más considerado conmigo! ¡Tu amor me da vértigo! Y sin embargo hemos de convencernos de que no podemos vivir juntos. Hemos de resignarnos a una existencia más vulgar y más pálida. Quisiera saber que te haces a esta idea, que mi imagen, en vez de quemarte, te reconforta, en vez de desesperarte, te consuela. Es necesario. No podemos estar siempre con esa excitación en el alma y con el abatimiento mortal que la sigue. Trabaja, piensa en otras cosas. Tú que tienes tanta inteligencia úsala un poco para estar más tranquilo. A mí las fuerzas se me acaban. Tenía bastante ánimo para mí sola, pero ¡para dos! He de sostenernos a todos y estoy rendida: no me aflijas más con tus arrebatos, que me hacen maldecirme a mí misma, sin que de ello resulte ningún remedio…»

Emilio, naturalmente, no sabía a quién iba dirigido aquel borrador incompleto. Tenía tanta confianza en Laetizia que, al principio, pensó que había copiado simplemente una fotonovela y, si ella hubiera querido que se lo creyera, no le hubiera costado nada. Pero Laetizia, si bien había sido capaz de disimular la verdad durante todos aquellos años, era incapaz de deformarla. Al interrogarla Emilio, le confesó con una tremenda tranquilidad que su mayor anhelo era ir a reunirse con Hébert, pero se negaba a hacerlo por él y por los gemelos.

Grifalconi la dejó marchar. No se suicidó, no se sumió en el alcoholismo, sino que se ocupó de los gemelos con una atención inflexible, llevándolos cada mañana al colegio antes de ir al trabajo, yendo a buscarlos por la tarde, haciendo la compra, preparando las comidas, bañándolos, cortándoles la carne, repasando sus deberes, leyéndoles historias antes de dormirse, yendo los sábados por la tarde a la avenida de Ternes a comprarles zapatos, duffle-coats, camisitas de manga corta, enviándolos al catecismo, mandándoles hacer la primera comunión.

En 1959, al caducar su contrato con el Ministerio de Asuntos Culturales —del que dependían las obras de remozamiento del palacio de la Muette—, Grifalconi regresó a Verona con sus hijos. Pero unas semanas antes fue a ver a Valène y le encargó un cuadro. Quería que el pintor lo representara con su mujer y los dos gemelos. Estarían los cuatro en el comedor. El aparecería sentado: la mujer llevaría su falda negra y su blusa de flores, permanecería de pie detrás del marido con la mano izquierda apoyada en su hombro izquierdo en un ademán lleno de confianza y serenidad; los dos gemelos llevarían su hermoso trajecito de marinero y su brazal de la primera comunión; y habría encima de la mesa el retrato del abuelo, que visitó las Pirámides, y en la repisa de la chimenea la corona de novia de Laetizia y los dos tiestos de romero que le gustaban tanto.

Valène no hizo un cuadro sino un dibujo a pluma con tintas de colores. Haciendo posar a Emilio y a los gemelos y usando para Laetizia algunas fotos ya viejas, trabajó primorosamente los detalles solicitados por el ebanista: las florecillas azules y malva de la blusa de Laetizia, el casco colonial y las polainas del antepasado, los dorados fastidiosos de la corona de boda, los pliegos adamascados de los brazales.

Emilio quedó tan contento con el trabajo de Valène que se empeñó no sólo en pagárselo sino también en regalarle dos objetos a los que tenía muchísimo cariño: llamó al pintor a su casa y puso en la mesa un cofrecillo oblongo de cuero verde. Tras encender un foco colgado del techo para iluminar el cofre, lo abrió: sobre el forro de un rojo deslumbrador yacía un arma; su empuñadura lisa era de fresno, su hoja plana en forma de hoz era de oro. «¿Sabe qué es?», preguntó. Valène alzó las cejas en señal de ignorancia. «Es el hocino de oro, el hocino que usaban los druidas galos para coger el muérdago». Valène miró a Grifalconi con aire incrédulo, pero el ebanista no pareció turbarse. «El mango lo fabriqué yo, claro está, pero la hoja es auténtica; se encontró en una tumba de los alrededores de Aix; por lo visto es una muestra típica de cómo trabajaban los salios». Valène examinó la hoja con mayor atención; en una de las caras estaban finamente cincelados siete minúsculos grabados, pero no consiguió ver qué representaban, ni con la ayuda de una gruesa lupa; sólo vio que en varios de ellos había posiblemente una mujer de cabellera muy larga.

El segundo objeto era más extraño todavía. Cuando Grifalconi lo sacó de su caja acolchada, Valène empezó creyendo que se trataba de un ramo de coral. Pero Grifalconi meneó negativamente la cabeza: en el desván del palacio de la Muette había encontrado los vestigios de una mesa: el tablero oval, maravillosamente incrustado de nácar, se hallaba en un estado de conservación notable, pero el pie central, una pesada columna fusiforme de madera jaspeada, resultó completamente carcomido; la acción de la carcoma había sido subterránea, interior, formando innumerables canales y canalillos llenos de madera pulverizada. Por fuera no se advertía aquella labor de zapa, y Grifalconi vio que no se podía conservar el pie original, que, casi vacío, era absolutamente incapaz de sostener el peso del tablero, si no se reforzaba interiormente; por consiguiente, después de extraer por aspiración toda la madera carcomida de los conductos, inyectó en ellos una mezcla casi líquida de plomo, alumbre y fibras de amianto. La operación salió bien, pero en seguida se vio que, aun consolidado de aquel modo, el pie seguía siendo demasiado frágil, y Grifalconi hubo de decidirse a sustituirlo por otro. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea de disolver la madera que quedaba, con lo que se hizo visible aquella arborescencia fantástica, representación exacta de lo que había sido la vida del gusano en el interior de aquel fragmento de madera, superposición inmóvil, mineral, de cuantos movimientos habían constituido su existencia ciega, aquella obstinación única, aquel itinerario pertinaz, aquella materialización fiel de cuanto había comido y digerido, arrancando de la compacidad del mundo circundante los imperceptibles elementos necesarios para su supervivencia; imagen desnuda, visible, inconmensurablemente turbadora de aquel caminar sin fin, que había reducido la madera más dura a una red impalpable de galerías pulverulentas.

Grifalconi regresó a Verona. Valène le mandó una vez o dos aquellos pequeños grabados sobre linóleo que hacía para felicitar a sus amigos por Año Nuevo. Pero nunca recibió respuesta. En 1972, por una carta de Vittorio —uno de los gemelos—, que era profesor de taxonomía vegetal en Padua, supo que su padre había muerto de resultas de una triquinosis. Del otro gemelo, Alberto, sólo decía que vivía en América del Sur y que estaba bien de salud.

A los pocos meses de marcharse los Grifalconi, Gratiolet vendió a Rémi Rorschash el piso que habían ocupado. Actualmente es la planta baja del dúplex. El comedor es ahora salón. La chimenea encima de la cual había puesto Grifalconi la corona de boda de su mujer y los dos tiestos de romero ha sido modernizada y presenta exteriormente el aspecto de una estructura de acero bruñido; el suelo está cubierto por una multitud de alfombras de lana de dibujos exóticos, apiladas unas sobre otras; los únicos muebles son tres butacas llamadas «de director de cine», de lona gris y tubos metálicos, que en realidad no son más que sillas de camping ligeramente perfeccionadas; por todas partes se ve cantidad de gadgets americanos y en particular un juego de chaquete electrónico, el
Feedback-Gammon
, en el que los jugadores no tienen más que echar los dados y pulsar dos teclas que corresponden a sus valores numéricos; el avance de las fichas se efectúa por medio de microprocesadores incorporados en el aparato; las piezas del juego están materializadas en unos círculos luminosos que se desplazan por el tablero translúcido según estrategias optimizadas; disponiendo alternativamente cada jugador del mejor ataque y/o la mejor defensa, el desenlace más frecuente de una partida es el bloqueo de las piezas, equivalente a un empate.

BOOK: La vida instrucciones de uso
11.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Face Value by Michael A Kahn
Guilty Passion by Bright, Laurey;
Crooked Hearts by Patricia Gaffney
Severed Key by Nielsen, Helen
Moments of Julian by Keary Taylor
Good Chemistry by George Stephenson
The Lonely by Tara Brown