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Authors: Georges Perec

Tags: #Otros

La vida instrucciones de uso (30 page)

BOOK: La vida instrucciones de uso
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Dentro de aquella caja había un pañuelo de seda verde, probablemente cortado de una tela de paracaídas, una agenda cubierta de notas sibilinas del tipo: «Arriba», «grabados en rombo», «X-27», «Gault-de-Perche», etc. cuya difícil lectura no aportó ningún dato concluyente; un fragmento del mapa a escala 1/160.000 de Jutlandia, inicialmente dibujado por J. H. Mansa; y un sobre intacto que contenía una hoja de papel doblada: arriba y a la izquierda de la hoja había un membrete grabado

encima de una silueta de león que en términos de heráldica se hubiera calificado de
pasante
o de
leopardo
. En el resto de la hoja estaba meticulosamente trazado con tinta violeta un plano del centro de El Havre, desde el Grand-Quai hasta la plaza Gambetta: una cruz roja señalaba el hotel
Les Armes de la Ville
, casi en la esquina de la calle de Estimauville con la de Frédéric-Sauvage.

Ahora bien, en aquel hotel, requisado por los alemanes el 23 de junio, hacía algo más de tres meses, caía asesinado el ingeniero general Pferdleichter, uno de los principales responsables de la Organización Todt, que, tras haber dirigido las obras de fortificación costera de Jutlandia, donde, ya en dos ocasiones, se había librado milagrosamente de dos atentados, acababa de recibir del propio Hitler el encargo de supervisar la operación
Parsifal
esta operación, análoga al proyecto
Cíclope
, que había empezado un año antes en la región de Dunkerque, debía llevar a la construcción, a unos veinte kilómetros por detrás del Muro del Atlántico propiamente dicho, entre Goderville y Saint-Romain-du-Colbosc, de tres bases de acción radiodirigida y ocho bunkers desde donde podrían salir los V2 y los cohetes de varios pisos capaces de alcanzar los Estados Unidos.

Pferdleichter murió de un disparo de bala a las diez menos cuarto —hora alemana—, en el gran salón del hotel, mientras jugaba una partida de ajedrez con uno de sus ayudantes, un ingeniero japonés apellidado Uchida. El tirador se había apostado en el desván de una casa situada enfrente mismo del hotel, deshabitada entonces, y había aprovechado que estuvieran abiertas las ventanas del gran salón; pese a un ángulo de tiro particularmente desfavorable, había bastado una sola bala para alcanzar mortalmente a Pferdleichter seccionándole la carótida. Se dedujo de este hecho que se trataba de un tirador excepcional, lo cual se confirmó al día siguiente con el hallazgo en una de las espesuras del parque de la plaza del Ayuntamiento del arma que había usado, una carabina de competición, calibre 22, de fabricación italiana.

La investigación tomó varias direcciones, ninguna de las cuales dio resultado alguno: no se halló al dueño oficial del arma, un tal Gressin, de Aigues-Mortes; en cuanto al propietario de la casa en la que se había emboscado el tirador, era un funcionario colonial con destino en Numea.

Con los datos suministrados por el registro de la habitación de Paul Hébert se reactivó el sumario. Pero Paul Hébert no había visto nunca aquel impermeable ni, con mayor motivo, la caja y su contenido; por más que lo torturó la Gestapo, no sacó nada de él.

Paul Hébert, aun siendo tan joven, vivía solo en aquel piso. Se cuidaban de él un tío a quien no veía más de una vez por semana y su abuelo el farmacéutico. Se le había muerto la madre cuando tenía diez años y su padre, Joseph Hébert, inspector de material móvil de los Ferrocarriles del Estado, estaba prácticamente siempre fuera de París. Las sospechas de los alemanes se centraron en aquel padre, del que Paul Hébert llevaba más de dos meses sin tener noticias. Pronto se comprobó que había abandonado el trabajo, pero resultaron vanas todas las pesquisas para dar con su paradero. No existía ninguna Casa Hély & Co en Bruselas, ni ningún sastre llamado Anton en el número 16 bis de la avenida de Messine, que además era un número falso, tan falso como el número de teléfono, que algo más tarde se acabó viendo que correspondía simplemente a la hora del atentado. Pasados unos meses, las autoridades alemanas, convencidas de que Joseph Hébert había caído a su vez o había conseguido pasar a Inglaterra, dieron carpetazo al asunto y enviaron a su hijo a Buchenwald. Después de las torturas que había sufrido, aquello le pareció casi una liberación.

Una joven de diecisiete años, Geneviève Foulerot, ocupa actualmente el piso con su hijito, que tiene apenas un año. El antiguo cuarto de Paul Hébert es ahora el cuarto del niño, un cuarto casi vacío con unos pocos muebles para niño: un moisés de junco blanco trenzado puesto sobre un soporte plegable, una mesa para mudar los pañales, un parque rectangular con los bordes provistos de un burlete protector.

Las paredes están desnudas. Sólo hay una fotografía clavada en la puerta. Representa a Geneviève, con el rostro resplandeciente de alegría, levantando a su bebé en vilo; lleva un bañador de dos piezas de tela escocesa y está posando al lado de una piscina desmontable cuya cara exterior metálica está decorada con grandes flores estilizadas.

Esta fotografía procede de un catálogo de venta por correspondencia del que Geneviève es una de las seis modelos femeninas permanentes. Aparece remando a bordo de una canoa de estudio con un chaleco salvavidas hinchable de plástico color butano, o sentada en una butaca de jardín de metal y lona a rayas amarillas y azules al lado de una tienda de campaña de tejado azul, vistiendo un albornoz de baño verde y acompañada de un hombre con albornoz rosa, o con un camisón adornado de encajes, levantando unas pequeñas pesas de gimnasia, y exhibiendo multitud de prendas de trabajo de todo tipo: batas de enfermera, de vendedora, de maestra, chándals de profesora de gimnasia; delantales de camarera de restaurante, de carnicera, monos con o sin tirantes, cazadoras, chaquetas, etcétera.

Aparte de ese medio de sustento poco lucido, Geneviève Foulerot va a clases de arte dramático y ha figurado ya en varias películas y series televisivas. Tal vez sea pronto la protagonista de una película para la televisión adaptada de una novela corta de Pirandello, que ahora se dispone a leer, mientras se baña, en la otra punta del piso: su cara de madona, sus grandes ojos límpidos, sus largos cabellos negros han hecho que sea ella la elegida entre unas treinta candidatas para encarnar a aquella Gabriella Vanzi cuya mirada a la vez cándida y perversa hunde a Romeo Daddi en la locura.

Capítulo XLIV
Winckler, 2

Al principio el arte del puzzle parece un arte breve, un arte de poca entidad, contenido todo él en una elemental enseñanza de la Gestalttheorie: el objeto considerado —ya se trate de un acto de percepción, un aprendizaje, un sistema fisiológico o, en el caso que nos ocupa, un puzzle de madera— no es una suma de elementos que haya que aislar y analizar primero, sino un conjunto, es decir una forma, una estructura: el elemento no preexiste al conjunto, no es ni más inmediato ni más antiguo, no son los elementos los que determinan el conjunto, sino el conjunto el que determina los elementos: el conocimiento del todo y de sus leyes, del conjunto y su estructura, no se puede deducir del conocimiento separado de las partes que lo componen: esto significa que podemos estar mirando una pieza de un puzzle tres días seguidos y creer que lo sabemos todo sobre su configuración y su color, sin haber progresado lo más mínimo: sólo cuenta la posibilidad de relacionar esta pieza con otras y, en este sentido, hay algo común entre el arte del puzzle y el arte del go; sólo las piezas que se hayan juntado cobrarán un carácter legible, cobrarán un sentido: considerada aisladamente una pieza de un puzzle no quiere decir nada; es tan sólo pregunta imposible, reto opaco; pero no bien logramos, tras varios minutos de pruebas y errores, o en medio segundo prodigiosamente inspirado, conectarla con una de sus vecinas, desaparece, deja de existir como pieza: la intensa dificultad que precedió aquel acercamiento, y que la palabra
puzzle
—enigma— expresa tan bien en inglés, no sólo no tiene ya razón de ser, sino que parece no haberla tenido nunca, hasta tal punto se ha hecho evidencia: las dos piezas milagrosamente reunidas ya sólo son una, a su vez fuente de error, de duda, de desazón y de espera.

El papel del creador de puzzles es difícil de definir. En la mayoría de los casos —en el caso de todos los puzzles de cartón en particular— se fabrican los puzzles a máquina y sus perfiles no obedecen a ninguna necesidad: una prensa cortante adaptada a un dibujo inmutable corta las placas de cartón de manera siempre idéntica; el verdadero aficionado rechaza esos puzzles, no sólo porque son de cartón en vez de ser de madera, ni porque la tapa de la caja lleva reproducido un modelo, sino porque ese sistema de cortado suprime la especificidad misma del puzzle; contrariamente a una idea muy arraigada en la mente del público, importa poco que la imagen inicial se considere fácil (un cuadro de costumbres al estilo de Vermeer, por ejemplo, o una fotografía en color de un palacio austriaco) o difícil (un Jackson Pollock, un Pissarro o —paradoja mísera— un puzzle en blanco): no es el asunto del cuadro o la técnica del pintor lo que constituye la dificultad del puzzle, sino la sutileza del cortado, y un cortado aleatorio producirá necesariamente una dificultad aleatoria, que oscilará entre una facilidad extrema para los bordes, los detalles, las manchas de luz, los objetos bien delimitados, los rasgos, las transiciones, y una dificultad fastidiosa para lo restante: el cielo sin nubes, la arena, el prado, los sembrados, las zonas umbrosas, etcétera.

Las piezas de esos puzzles se dividen en unas cuantas grandes clases, siendo las más conocidas:

los muñequitos

las cruces de Lorena

y las cruces

y una vez reconstruidos los bordes, colocados en su sitio los detalles —la mesa con su tapete rojo de flecos amarillos muy claros, casi blancos, sosteniendo un atril con un libro abierto, el suntuoso marco del espejo, el laúd, el traje rojo de la mujer— y separadas las grandes masas de los fondos en grupos según su tonalidad gris, parda, blanca o azul celeste, la solución del puzzle consistirá simplemente en ir probando una tras otra todas las combinaciones posibles.

El arte del puzzle comienza con los puzzles de madera cortados a mano, cuando el que los fabrica intenta plantearse todos los interrogantes que habrá de resolver el jugador, cuando, en vez de dejar confundir todas las pistas al azar, pretende sustituirlo por la astucia, las trampas, la ilusión: premeditadamente todos los elementos que figuran en la imagen que hay que reconstruir —ese sillón de brocado de oro, ese tricornio adornado con una pluma negra algo ajada, esa librea amarilla toda recamada de plata— servirán de punto de partida para una información engañosa: el espacio organizado, coherente, estructurado, significante del cuadro quedará dividido no sólo en elementos inertes, amorfos, pobres en significado e información, sino también en elementos falsificados, portadores de informaciones erróneas; dos fragmentos de cornisa que encajan exactamente, cuando en realidad pertenecen a dos porciones muy alejadas del techo; la hebilla de un cinturón de uniforme que resulta ser in extremis una pieza de metal que sujeta un hachón; varias piezas cortadas de modo casi idéntico y que pertenecen unas a un naranjo enano colocado en la repisa de una chimenea, y las demás a su imagen apenas empañada en un espejo, son ejemplos clásicos de las trampas que encuentran los aficionados.

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