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Authors: Georges Perec

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La vida instrucciones de uso (29 page)

BOOK: La vida instrucciones de uso
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Las paredes y el techo están tapizados de vinilo blanco; el suelo está cubierto con una alfombra de gomaespuma idéntica a la que usan los adeptos a ciertas artes marciales; nada en las paredes; casi ningún mueble: un aparador bajo pintado con laca blanca encima del cual hay unas latas de zumo de hortalizas Seven-Up y de cerveza sin alcohol (root-beer); una jardinera «zen» octogonal llena de arena finamente estriada de la que surgen unos pocos guijarros, una infinidad de cojines de todos los colores y todas las formas.

Lo esencial del espacio está repartido entre cuatro objetos: el primero es un gong de bronce de un tamaño aproximado al que aparece al principio de las películas de la Rank, es decir, más alto que un hombre; no procede de Extremo Oriente sino de Argel; a la cuenta sirvió para juntar a los prisioneros de los tristemente famosos baños donde estuvieron encarcelados, entre otros, Cervantes, Régnard y San Vicente de Paul: en cualquier caso, lleva grabada en el centro una inscripción árabe:

la misma, el
al-Fâtiha
, que encabeza cada una de las ciento catorce azoras del Corán: «En el nombre del Dios clemente y misericordioso».

El segundo objeto es un juke-box «elvispresleyano» de cromados deslumbrantes; el tercero un billar eléctrico de un modelo particular llamado
Flashing Bulbs
: su caja y su tablero no contienen ni plots, ni muelles, ni contadores; son unos espejos atravesados por un sinfín de agujeritos, debajo de los cuales están instaladas otras tantas bombillas conectadas con un flash electrónico; los movimientos de la bolita de acero, igualmente invisible y silenciosa, desencadenan unos chispazos luminosos de una fuerza tan grande que un espectador que está en la oscuridad a tres metros del aparato puede leer letras tan pequeñas como las de un diccionario sin ningún problema; para el que está delante o al lado, aunque lleve gafas protectoras, el efecto es tan «sicodélico» que un poeta hippy lo ha comparado con un coito astral. La fabricación de esta máquina quedó interrumpida al reconocérsela culpable de seis casos de ceguera; resulta ahora muy difícil procurarse una de ellas, pues algunos aficionados, habituados a aquellos relámpagos en miniatura como a una droga, no vacilan en rodearse de cuatro o cinco aparatos y hacerlos funcionar todos a la vez.

El cuarto objeto es un órgano eléctrico, abusivamente bautizado sintetizador, con un altavoz esférico a cada lado.

Los Marquiseaux, absortos en sus contactos acuáticos, no han llegado todavía a este cuarto, donde los están aguardando dos amigos suyos, que son al mismo tiempo clientes.

Uno de ellos, un joven con traje de algodón, descalzo, tumbado entre cojines, que enciende un cigarrillo con un encendedor zippo, es un músico sueco, Svend Grundtvig. Es discípulo de Falkenhausen y de Hazefeld, adepto a la música posweberniana y autor de construcciones tan doctas como discretas, la más célebre de las cuales,
Crossed Words
, presenta una partitura curiosamente parecida a una parrilla de crucigrama; la lectura horizontal o vertical corresponde a secuencias de acordes en las que los cuadros negros funcionan como silencios. En la actualidad desea aproximarse a músicas populares y acaba de componer un oratorio,
Proud Angels
, cuyo libreto se basa en la historia de la caída de los ángeles. En la reunión de esta noche se estudiará cómo promocionarlo antes de su estreno en el festival de Tabarka.

El otro, la famosísima «Hortense», es una personalidad mucho más curiosa. Es una mujer de unos treinta años, de facciones duras y ojos inquietos; está agachada junto al órgano eléctrico y lo toca para sí misma con los auriculares puestos. Va también descalza —debe de ser una regla de la casa el quitarse los zapatos antes de entrar en esta habitación— y lleva unos largos calzones de seda caqui sujetos a la pantorrilla y a la cadera con cordones blancos provistos de cabetes de estrás y una chaqueta corta, más bien una especie de bolero, hecho con una infinidad de trocitos de pieles.

Hasta mil novecientos setenta y tres, «Hortense» —se ha impuesto la costumbre de escribir siempre su nombre entre comillas— era un hombre llamado Sam Horton. Era guitarrista y compositor de un pequeño conjunto neoyorquino, los Wasps. Su primera canción,
Come in, little Nemo
, duró tres semanas en el Top 50 del Variety, pero las siguientes —
Susquehanna Mammy, Slumbering Wabash, Mississippi Sunset, Dismal Swamp, I’m homesick for being homesick
— no alcanzaron el éxito esperado, a pesar de su encanto muy «años cuarenta». El grupo vegetaba, pues, y veía con angustia cómo escaseaban cada vez más los contratos y cómo en las casas de discos les respondían siempre que el director estaba reunido, cuando, a comienzos de 1973, Sam Horton leyó, por casualidad, en una revista que estaba hojeando en la sala de espera de su dentista un artículo sobre aquel oficial del ejército de la India transformado(a) en una respetable lady. Lo que de inmediato interesó a Sam Horton no fue tanto el que un hombre hubiera podido cambiar de sexo cuanto el éxito editorial conseguido por el libro que relataba aquella experiencia poco corriente. Cediendo a la falaz seducción del razonamiento analógico, se convenció de que un grupo pop formado por transexuales tendría necesariamente éxito. Claro que no logró persuadir a sus cuatro compañeros, pero siguió preocupado por ello. Aquella idea respondía sin duda a una necesidad no publicitaria, pues marchó solo a Marruecos decidido a someterse a los tratamientos quirúrgicos y endocrinológicos adecuados en una clínica especializada.

Al regresar «Hortense» a Estados Unidos, no fue admitida por los
Wasps
, que, entre tanto, habían contratado a un nuevo guitarrista y parecían estar saliendo a flote, y catorce editores le devolvieron su manuscrito, «mero refrito —dijeron— de un éxito reciente». Fue el inicio de un período malísimo que duró varios meses, en los que pasó las de Caín; para poder subsistir tuvo que fregar suelos por las mañanas en alguna agencia de viajes. Desde el fondo de su amargura —como reza en las biografías impresas en el dorso de las fundas de sus discos—, «Hortense» empezó a escribir nuevas canciones y como nadie las quería cantar, se decidió a interpretarlas ella misma: su voz ronca e insegura tenía indiscutiblemente ese
new sound
que andan siempre persiguiendo los de la profesión y las canciones mismas respondían perfectamente al deseo inquieto de un público cada vez más febril, para el que no tardó en convertirse en el símbolo incomparable de toda la fragilidad del mundo: con
Lime Blossom Lady
, historia nostálgica de una vieja herboristería destruida para dejar sitio a una pizzería, logró en pocos días el primero de sus 59 discos de oro.

Philippe Marquiseaux, consiguiendo atrapar en un contrato exclusivo para Europa y África del Norte a aquella criatura medrosa y vacilante, realizó ciertamente el mejor negocio de su hasta entonces corta carrera; y no por «Hortense» en sí, que con sus incesantes escapadas, sus rupturas de contrato, sus suicidios, sus procesos, sus ballets rosas y azules, sus curas y sus múltiples chifladuras, le cuesta por lo menos tanto como le produce, sino porque ahora todos aquellos que sueñan con hacerse un nombre en el mundo del espectáculo quieren pertenecer a la misma agencia que «Hortense».

Capítulo XLII
Escaleras, 6

Dos hombres se encuentran en el rellano del cuarto piso, ambos de unos cincuenta años, ambos con gafas de montura rectangular, ambos vestidos con idéntico traje negro, pantalón, americana y chaleco algo grandes para ellos, calzados con zapatos negros, y con corbata negra sobre camisa blanca de cuello sin puntas y bombín negro. Pero el que está de espaldas lleva un echarpe estampado de tipo cachemira, mientras que el otro lleva un echarpe rosa a rayas violetas.

Son dos representantes. El primero ofrece una
Nueva llave de los sueños
, presuntamente basada en la Enseñanza de un brujo yaki, recogida a finales del siglo XVII por un viajero inglés llamado Henry Barrett, pero redactada, en realidad, unas semanas antes por un estudiante de biología de la Universidad de Madrid. Independientemente de los anacronismos, sin los que, naturalmente, esta llave de los sueños no abriría nada, y de los ornamentos con los que la imaginación de aquel estudiante español pretendió embellecer esa tediosa enumeración, a fin de resaltar su exotismo cronológico y geográfico, varias de las asociaciones presentadas poseen un sabor sorprendente:

OSO = RELOJ

PELUCA = SILLON

ARENQUE = CANTIL

MARTILLO = DESIERTO

NIEVE = SOMBRERO

LUNA = ZAPATO

NIEBLA = CENIZA

COBRE = TELEFONO

JAMON = SOLITARIO

El segundo representante vende un periodiquillo titulado
Debout
!, órgano de los Testigos de la Nueva Biblia. En cada fascículo hay varios artículos de fondo: «¿Qué es la dicha de la humanidad?», «Las 67 verdades de la Biblia», «¿Fue Beethoven realmente sordo?», «Misterio y Magia de los gatos», «Aprenda a estimar las chumberas», algunas informaciones de tipo general: «¡Actúe antes que sea demasiado tarde!», «¿Apareció casualmente la vida?», «Menos casamientos en Suiza» y algunas máximas del tipo de
Statura justa et aequa sint pondere
. Metidos subrepticiamente entre las páginas se hallan algunos anuncios publicitarios para artículos higiénicos acompañados de garantía de envío discreto.

Capítulo XLIII
Foulerot, 2

Una habitación en el quinto derecha. Fue el cuarto de Paul Hébert, hasta su detención, un cuarto de estudiante con una alfombra de lana agujereada por las colillas encendidas, un papel verdoso en las paredes, una cama turca cubierta con una tela rayada.

Los autores del atentado que, el siete de octubre de 1943, en el bulevar Saint-Germain, costó la vida a tres oficiales alemanes, fueron detenidos al atardecer de aquel mismo día. Eran dos antiguos oficiales de la escala activa pertenecientes a un «Grupo de Acción Davout», del que muy pronto se supo que eran los únicos miembros; con su acción pretendían devolver a los franceses su Dignidad perdida: los detuvieron en el momento en que se disponían a repartir unas octavillas que empezaban con estas palabras: «El soldado boche
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es un ser fuerte, sano, que sólo piensa en la grandeza de su país.
Deutschland über alles
! ¡Mientras que nosotros nos hemos sumido en el diletantismo!».

Todos los detenidos en la razzia efectuada durante las horas inmediatas a la explosión fueron puestos en libertad al día siguiente, tras comprobarse su identidad, excepto cinco estudiantes cuya situación pareció irregular y sobre los cuales las autoridades de ocupación pidieron una información suplementaria. Paul Hébert era uno de ellos; su documentación estaba en regla, pero al comisario que lo interrogó le pareció extraño que lo hubieran cogido en la plaza del Odeón un jueves a las tres de la tarde, cuando debía estar en la Escuela de Ingenieros, avenida de Wagram 152, preparando el ingreso en la Escuela Superior de Química. La cosa en sí tenía realmente poca importancia, pero las explicaciones que dio Paul Hébert no eran nada convincentes.

Nieto de un farmacéutico instalado en el 48 de la calle de Madrid, se aprovechaba más de la cuenta de aquel abuelito bonachón sustrayéndole frascos de elixir paregórico que vendía por cuarenta o cincuenta francos a jóvenes drogadictos del Barrio Latino; aquel día había entregado su provisión mensual y, al ser detenido, se disponía a ir a los Campos Elíseos a gastarse los quinientos francos que acababa de ganar. Pero en vez de explicar, sin más complicaciones, que se había fumado las clases para ir al cine a ver
Pontcarral, coronel del Imperio
o
Goupi manos rojas
, se lió a dar explicaciones cada vez más embrolladas empezando por contar que había tenido que ir a la librería Gibert a comprar el
Tratado de Química Orgánica
de Polonovski y Lespagnol, un tomazo de 856 páginas publicado por Masson hacía dos años. «Y ¿dónde está el tratado ese?», preguntó el comisario. «No lo tenían en Gibert», afirmó Hébert. El comisario, que en aquel momento de la investigación seguramente sólo tenía ganas de divertirse un poco, mandó a la librería a un guardia que, naturalmente, volvió a los pocos minutos con el tratado de marras. «Sí, pero era demasiado caro para mí», murmuró Hébert metiéndose definitivamente en un lío.

Puesto que se acababa de detener a los autores del atentado, el comisario ya no buscaba a toda costa a los «terroristas». Pero por simple conciencia profesional mandó cachear a Hébert, encontró los quinientos francos y, creyendo haber echado mano a una red de estraperlistas, ordenó un registro domiciliario.

En el trastero contiguo a la habitación de Hébert, entre montones de zapatos viejos, reservas de hierba luisa-menta, calientapiés eléctricos de cobre llenos de abolladuras, patines de hielo, raquetas de cuerdas fláccidas, revistas desparejadas, novelas ilustradas, ropa vieja y viejas cuerdas, se halló un impermeable gris y en el bolsillo de aquel impermeable una caja de cartón más bien plana de unos quince centímetros por diez, en la que estaba escrito
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