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Authors: José Luis Sampedro

La vieja sirena (74 page)

BOOK: La vieja sirena
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Ahram la mira incrédulo. Ante esos ojos se rinde a la verdad.

—Parece imposible. No sé qué pensar, no sé… Un hombre adulto ya…

Reflexiona, se extraña. Piensa en Rhakotis, no puede remediar unas sombras. Al mismo tiempo un oscuro orgullo.

Como si lo adivinara, Glauka:

—No era un amorío de Rhakotis. Su amor era como el mío y el tuyo. Todos estos años. Así era Krito. Hubiera sido feliz gozado por ti en tu lecho.

Las sombras huyen.

—¿Por qué no me habló? En aquel tiempo yo… No me hubiera costado nada. Yo también le admiraba.

—Por eso. Porque no te hubiera costado nada y porque solamente le admirabas.

El hombre piensa que el Ahram de la Roca —y más aún, el prisionero en Alejandría— ha comprendido muchas cosas, pero aún le faltan las más hondas. Y descubre, de pronto, que él sospechó ese amor pero que jamás se le pasó por la mente. Se pregunta ahora, si su desprecio por el Krito que huía a Rhakotis no era otra cosa, no era… ¿Será posible? ¿Como una celosa envidia…? No, no, aunque la amistad fuera tan honda y antigua, no… ¡quién sabe!

—Cuando todo pase —suspira Glauka tras un silencio— le enterraremos arriba, junto a la torre.

—Yo estaba pensando en su casita.

—No. Se la daremos a Eulodia, para que la habite.

Glauka explica entonces a Ahram el amor de la muchacha por Krito, un amor tan escondido como el que el filósofo profesó a Ahram. Ella y Jovino se han dado cuenta de que entre ambos sólo había una fraternidad en la fe y la proximidad en el trato; Jovino ha comprendido además que su vocación es el diaconado. Lo que no dice Glauka es el derecho de Krito a yacer en la torre: porque fue el señor de aquel ámbito durante el tiempo del lagarto.

Tardes después, con Ahram casi repuesto, los refugiados deciden aprovechar una noche oscura, con marejada suave y favorable viento Euro para poner en práctica el plan ya elaborado. Los cuatro hombres, con Glauka y Eulodia vistiendo ropas masculinas, se deslizan entre las matas hacia la playita occidental, en cuyas aguas está fondeado un pequeño velero de los godos. No habrá a bordo, si acaso, más que un guardián pues terminadas las hostilidades en la ciudad y vigilados los accesos marítimos por naves de mayor bordo, la vigilancia es muy somera.

Artabo, Soferis y Malki se meten en el agua y nadan sigilosos hacia el falucho, mientras en la playa Ahram se consume junto a las mujeres, porque no le han permitido participar en la captura. Al cabo de un rato el chinchorro del velero se acerca a la orilla con Malki a los remos. Fue fácil acabar con el descuidado vigilante y arrojarle al agua. Poco después los hombres aparejan y emprenden la navegación hacia poniente, buscando las costas de Cirenaica no invadidas por los palmirenos.

Tres días después, cuando empezaban a escasearles las provisiones, logran llegar a Antiphrae, donde les reciben jubilosas las gentes del astillero de Ahram, con uno de sus hijos llegado del emporio de Atenas, apenas conoció la caída de Alejandría. Allí averiguan que la tropas de Zenobia se han detenido y atrincherado en Taposiris y que Filópator se encuentra al frente del gran astillero de Darnis. Pudo escapar de Alejandría gracias al tabernero Psachys, que le puso en manos de un pescador lacustre del Mareotis.

Ahram pudo pronto recobrar la dirección de sus asuntos para preparar el retorno a Alejandría, pero la historia prolongó largo tiempo aquella provisionalidad, porque Aureliano no se arriesgó a intentar de inmediato la reconquista de la ciudad, por mucho que necesitara los cereales de Egipto. Como había previsto Ahram, el emperador inició la ofensiva por Capadocia y Siria. Durante todo el siguiente año de 1024 avanzó lentamente hacia el sur, conquistando Ankyra y entrando en Tyana gracias a la traición de su defensor Heraklammon, que arrastró en su defección hacia Aureliano a otros aliados de Palmira. Antioquía, la tercera ciudad del imperio, fue asimismo conquistada, y entonces Zenobia se replegó a su capital del desierto, estallando de inmediato en Alejandría numerosos disturbios, a lo largo de un confuso período. Con gran asombro de Ahram, informado de todo, el financiero Firmus logró hacerse con el dominio de la ciudad e incluso proclamar su aspiración al trono imperial, al parecer con aliados en el propio Senado romano; y en su persecución a los partidarios del clero egipcio resultó asesinado Neferhotep, cuyo cuerpo fue arrojado al mar quedando así privado de su anhelada tumba. Firmus, a su vez fue pronto derrotado por otras facciones y el caos se generalizó hasta que un ataque desde Cirenaica por tropas romanas reconquistó la ciudad y restauró el orden a fines del año 1025. Veintiséis largos meses habían así transcurrido antes de que Ahram y los suyos pudieran por fin embarcar, apenas abierta la estación navegable, para retornar a Alejandría e instalarse en su Casa saqueada, como la torre, pero en pie salvo la incendiada porción occidental. Sólo la caverna había escapado a los intrusos y, por su vacía insignificancia, la casita de Krito. Ahram y Glauka vieron en esas dos inmunidades todo un símbolo.

Durante aquellos meses los jinetes dálmatas y africanos de Aureliano consumaron la derrota de Palmira, conquistando Emesa y acabando por sitiar a la reina en su capital. Zenobia llamó en su ayuda a los persas, invocando sus secretos acuerdos con Shapur, pero la fuerza enviada en su auxilio fue también derrotada. Cuando ella preparó entonces una fuga por el desierto su pequeño grupo fue capturado. Zabdas y otros personajes fueron conducidos a Emesa para ser juzgados y, algunos, decapitados. La reina y su hijo acabaron desfilando a pie en Roma, tras el carro de Aureliano en el triunfo tributado al emperador, que exhibió en la misma ocasión a Tétrico, otro de sus rivales, usurpador de las Galias.

El antiguo Ahram se hubiera regocijado con la desgracia de Zenobia y se hubiera indignado al mismo tiempo al saber que Clea brillaba entre la buena sociedad romana y que, no obstante, proseguía su amistad con Zenobia e incluso la ayudaba a mantenerse con cierto rango. El nuevo Ahram se limitó a comentarlo a Glauka, reconociendo que «Las Amazonas» sabían organizarse.

Análoga indiferencia le inspiraban los intereses a los que había dedicado toda su vida. Durante unos meses planeó y dirigió, con sus arquitectos y técnicos, la reconstrucción total de la Gran Casa y el ordenamiento de otros asuntos, pero poco a poco fue dejando las actividades administrativas en manos de Soferis, y las financieras en las de Botrys, que durante la ocupación palmirena y el caos posterior había sabido hacerse útil a los sucesivos dominadores de la ciudad, salvando al mismo tiempo con hábil lealtad casi todo el patrimonio de Ahram. Ambos, con Artabo y Malki, completaban un equipo muy capaz de dejar a Ahram libertad para el descanso.

Así fue como poco después, en otro velero, ya que el Jemsu resultó hundido durante la batalla en el puerto, embarcaron Ahram y Glauka, con Eulodia, rumbo a levante. Se detuvieron en la isla Karu, donde la gruta y la tumba de Bashir permanecían intactas, y llegaron a un Tanuris donde también se encontraron pocos cambios. Las mujeres de Neferhotep, el Excelso Señor, habían vuelto con sus hijos a sus respectivos hogares al morir su esposo y la casa estaba vacía. Los colonos de la aldea vieron llegar a un Ahram benévolo, que les dio una inmediata satisfacción al restaurar el deteriorado santuario de Nuestra Señora de las Aguas: la imagen le recordaba a Itnanna, a la diosa de Karu, a la de la caverna bajo la torre. A todas las representaciones de la Gran Madre.

Entra ahora el verano y Glauka y Ahram están sentados por fin en la terraza de la villa, frente al infinito verde y azul de la mar y el cielo. En lo alto la majestad de las nubes, la permanente serenidad del mundo. Envolviéndoles un aire espeso y cargado, caluroso y fecundo, el mismo que conoció Glauka el día en que llegó conducida por Amoptis, en un Egipto donde todo era posible. El recuerdo de aquellas fechas, en la inminencia de otra inundación, la mueve súbitamente a levantarse y acercarse al pretil de la terraza. Ahram, sorprendido, se alza también y llega junto a ella. Ambos miran abajo, hacia el patinillo con el pozo.

—¿Recuerdas? —pronuncia la dulce voz—. Ahí me encontraste hace dieciséis años.

—Sí. Haciendo frente a un perro furioso para salvar a Malki.

Ahram ciñe amoroso el talle de la mujer y posa la barba sobre los adorados cabellos, mientras concluye:

—Y para salvarme a mí.

III. La vieja sirena

(274 d. J. C.)

A donde me esperaba

quien yo bien me sabía

en parte donde nadie parecía

SAN JUAN DE LA CRUZ

29. El último viaje

¡Esplendor carmesí, media luna de sangre, chorreante el trozo de sandía alzado en la mano de Ahram contra el azul! Con el suave balanceo del barco anclado, el escarlata oscila sobre un fondo alternativo de agua más oscura y de celeste seda blanquecina. Likos volvió hace un rato de tierra y trajo la sandía: en Quíos maduran pronto.

El pescador al largo de la bahía de Elata reconoce en ese barco, que ayer no estaba, uno más de la flota verdepúrpura del Navegante, pero se asombra de su casco, largo y ligero, de su arboladura al estilo godo y de la cabina a popa, impropia de un buque pirata y hasta de un mercante. Lee el nombre escrito bajo el ojo pintado a cada lado de la proa: Samio, el de Samos. Pero no puede saber que es el propio Ahram quien proyectó la embarcación con Filópator y Artabo, ni que ahora está sentado sobre un tapiz a la sombra de la cabina. Ignora igualmente que ese nombre le recuerda al Navegante la isla en que se encontró con el amigo para toda su vida. Y continúa recogiendo sus redes intrigado por el propósito de ese fondeo en las aguas de la isla. Si le dijeran que ese fin es tan sólo navegar no podría comprenderlo, por su dura dedicación cotidiana a ganarse el sustento.

Tampoco lo hubiera comprendido el antiguo Ahram, pero sí este que ha pasado por la Roca, por la traición de Zenobia, por un año en Tanuris. Ha planeado el barco, relevando con él al Jemsu perdido en la guerra, para que lo mande Malki llevando de copiloto a Tages, el hijo de Artabo, tres años mayor que su nieto. Y recién botado se ha embarcado en él con Glauka para volver al mar, escapando en su brisa de la pesada estación del Nilo desbordado. Zarparon de Alejandría el 20 de Epeiph y vagaron unos cuantos días por las calas meridionales de Creta, donde les esperaba un regalo del mar.

Les llegó una mañana, cuando ella se sumergía como tantas veces, para vivir las ondas con su cuerpo. Tardó bastante en remontar a la superficie y Ahram, como años atrás en la isla Karu, estaba ya a punto de tirarse a buscarla. Pero ella emergió con el regalo de Poseidón: una anforilla de perfume de un navío hundido, mostrando claramente en su lacrado cierre el sello de la última Cleopatra. La abrieron y pese al mar y a los siglos, les invadió el aroma hasta que volvieron a taparla.

Siguieron navegando, saboreando las islas como si fueran uvas de un racimo de tierras. La rocosa Kasos, Karpathos la de las liebres y el pez rumiante, luego Rodas la grande, ya con su Coloso abatido por el terremoto, pero siempre ilustre sobre los mares con su código marítimo por todos reconocido. Luego hacia el norte, serpenteando entre pequeñas islas, probando en Kos ese vino mezclado con agua marina que llaman leukokum, y al fin Samos la de las famosas hembras —Myrina amada por Demetrio, Polioneta, Rhodope fiel esclava de Esopo— y con el recuerdo de Krito en lugares que Ahram visita conmovido, evocando para el oído de Glauka, entre palabras adorantes, aquel encuentro de los dos hombres. Después, en la cercana península de Asia, más recuerdos de Krito: su frontera natal, entre Teos y Clazomene, entre Jonia y Eolia. Ahora, en Quíos, el crujiente frescor de la sandía deshaciéndose en la boca y, al lado, la jarra de vino de Arvisio. Artabo, que conoce todo lo curioso de las islas, ha advertido al ofrecerlo que era el preferido de Julio César, quien lo descubrió cuando le hicieron prisionero los piratas.

Y, en todas partes, Glauka. Sus blancos dedos aparecen ahora asiéndose a la amura por donde está colgada la escala, anunciando la aurora ambarina de sus cabellos, el rostro, el cuello, el torso, su cintura, sus piernas pisando una tras otra la cubierta, sus pies caminando hacia Ahram. Más que todo, el resplandor de su sonrisa… Ahram la retiene por la muñeca, la hace sentarse junto a él, venciendo una juguetona resistencia:

—¡Tonto! Estoy chorreando, voy a mojar el tapiz.

—¿Crees que no lo veo, si toda la ropa se te pega al cuerpo, a tus pechos maduros como la sandía, a tus caderas frutales, a tus piernas espigadas?… Vamos, siéntate a mi lado: harás dichoso al tapiz.

Ella le mira ahora con inquietud:

—Si te mojo puedes acatarrarte.

La recia carcajada desprecia el riesgo.

—¿Qué me traes esta vez de tus profundidades?

La diosa del mar sonríe y muestra las manos vacías.

—No encontré buques hundidos, ni tesoros, ni prodigios para mi señor.

—Tú eres el prodigio.

Callan. Hasta las palabras estorban para tocar la felicidad, para olerla y paladearla. Hacia proa, bajo un toldillo, los compañeros hablan entre sí, lanzando furtivas miradas. Felices también, porque lo es la pareja.

Ahram observa a su compañera y sabe que está mirando a la misma persona, pensando en lo mismo:

—¡Qué hombre se ha hecho Malki! —exclama ella en ese instante, confirmando la impresión—. A sus años tú serías como él.

—No tan hermoso.

—Calla, o te beso en público como no besan las mujeres decentes.

Ríen.

—Toma —ofrece Ahram la cajita que encargó también a Likos—. El famoso mástic de Quíos. No lo necesitas para perfumar tu aliento, pero te gustará. Sabe a vida de árbol, a hierba salutífera.

Le encanta observar los amorosos labios absorbiendo la golosina.

—¿A qué día estamos? —pregunta ella, e inmediatamente ríen ante preocupación tan fuera de lugar.

El casco ha rolado poco a poco a merced de la corriente litoral. Ahora queda a babor el islote de Pelagonesos próximo a la playa, mientras a estribor se va alejando el contorno de la isla, con sus casitas a media ladera, entre parrales, cipreses y olivos, con algarrobos hacia lo alto y pinos en las playas. A lo lejos, como a ciento cincuenta estadios, se dibuja la silueta de otra isla, difuminada por la leve calima de la ya avanzada primavera.

—¿Sabes cuál es esa isla?

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