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Authors: José Luis Sampedro

La vieja sirena (77 page)

BOOK: La vieja sirena
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Tentada está unos instantes, en su abatimiento, de regresar al Samio y deshacer camino en él hasta Thera, para sumergirse en aquellas aguas definitivamente; aunque esa rápida muerte no sea el piadoso acompañamiento proyectado junto a los restos amados, para guardarlos de peces y crustáceos voraces, para deshacerse junto a ellos… Pero una sensación la retiene, algo como notar una presencia indefinible, y aguarda, expectante. De pronto descubre algo inesperado: la existencia de una cavidad capaz de dejar paso a una persona agachada. La percibe tras el desplomado murete que antes daba fondo a la estatua tras el pedestal. Glauka recuerda entonces que los pescadores de la aldea no llamaban Afrodita a la imagen sino que le daban otro nombre bárbaro, por una leyenda que ellos repetían junto al fuego, relativa a una caverna existente bajo el santuario y cegada al construirlo. Glauka comprende que se halla ante la boca de esa gruta, sin duda asiento de una arcaica divinidad sobre la que generaciones posteriores instauraron el culto a Afrodita Urania.

Penetra por la oquedad y, envuelta en tinieblas, advierte que dentro puede ponerse de pie. Le es imposible apreciar las dimensiones del lugar, pero lo supone amplio y hondo por la frescura húmeda del aire y por las resonancias que llenan el silencio como si ella se encontrase dentro de la caja sonora de una gigante cítara.

Allí permanece inmóvil, llena de respeto, comprendiendo la presencia que afuera la retuvo, la de la Gran Madre. Evoca la caverna de la isla Karu con la estatua de Itnanna, ahora a salvo bajo la torre de Faros, y se encomienda fervorosamente a la deidad. Traspasada por esos recuerdos, envuelta en un aire sagrado que le afila los sentidos, siente agudizarse su percepción. Va siendo capaz de ver en la oscuridad y acaba por escuchar unas palabras que no suenan, que no son pronunciadas, sino que se forman dentro de ella como recibidas por su corazón. Acaso nacen en él, porque es en él, afirmaba Krito, donde en verdad residen los dioses.

—¿Qué deseas, a qué has venido?

Impetuosa, ardiente de esperanza y de fe, habla sin palabras también, como cuando era sirena y se dirigía a otras criaturas del mar. Despliega su proyecto, expone su ansia, llora su congoja.

—Quiero la gracia de estar a su lado mientras se disgrega y desmorona. Quiero ahuyentar a las morenas y a los cangrejos, desprender las pertinaces lapas y las anémonas, impedir que después en sus huesos arraigue el coral y la esponja, limpiarlo de algas invasoras… Y acabar allí tan junto a él que al cabo ya no necesitemos dos medallas, sino que baste la que cuelga de mi cuello…

—Por esa medalla te he atendido, porque es mi sello, que ambos llevasteis.

¿Es voz en el silencio, es sólo otro pensamiento llegado desde las profundidades sagradas, como nacen las aguas en el seno de la tierra antes de manar en fuentes? El caso es que esas palabras brotan y permanecen, a la vez refulgentes y oscuras, más reales y eternas que las moldeadas con aire por las gargantas humanas.

—Para durar a su lado quiero ser la sirena que fui —insiste la mujer estremecida.

El silencio ahora —¿qué significa «ahora» en ese espacio, en ese tiempo, en ese trance?— es absoluto. Esa súbita sordera de su corazón agarrota en espanto a la mujer. Pero a poco vuelve a soplar el aura impalpable, poco a poco se reanima ese espacio.

—Te transformaré otra vez en ella, pero no puedo ya salvarte del tiempo ni de la muerte. El tiempo es invencible porque él mismo se destruye a cada instante; no puede escapársele quien se prendió en él. Volverás a tu ser y volverás a Thera; no soy yo quien te lo concede, sino el heroísmo de tu amor. Acepta lo que allí encuentres.

Vuelve a ser silencio de piedra la oquedad, pero ahora un silencio natural, Glauka queda unos instantes en suspenso y al fin da un paso hacia la salida… ¡Pero ya no puede tenerse de pie! Obligada a sentarse en tierra y alcanzadas sus piernas por la luna las ve entrelazarse, confundirse, cubrirse poco a poco de escamas, terminar en la media luna de la cola. Vuelve a tener de sirena el cuerpo que tuvo… Aunque no, ya no es el mismo. Las escamas no relucen y faltan a trozos, dejando ver una epidermis de pez; los pechos han perdido aquella firmeza y cuelgan fláccidos, los sedosos cabellos rojizos se han vuelto mustios y canosos… Una vieja sirena, aunque sea imposible imaginar el envejecimiento de una inmortal. Imposible, pero así sucede: Glauka es ahora una vieja sirena que, jubilosa por la gracia recibida, se inclina con apasionado fervor, besa reverente el umbral de la gruta, eleva su agradecido corazón a la Eterna, la que pervive con diferentes nombres, la Madre de sucesivos dioses, el Gran Útero, origen sagrado de toda vida.

La vieja sirena se arrastra con las manos, tal como subió la escala aquella remota noche y se sorprende al recordar. Tiene memoria y comprende que no la ha perdido porque sigue siendo súbdita del tiempo y de la muerte. Contemplando el mundo sublunar se da cuenta de que aquella catarata que la arrebató al convertirse en mortal acaba de petrificarse. La nube se desplaza, sí, en lo alto; la punta de los cipreses se balancea, pero son movimientos de durmiente, balbuceos inexpresivos. Lo mismo ocurre en sus ríos interiores: la sangre, la linfa, sus humores siguen sin duda corriendo al impulso del tiempo, pero apenas los perciben los ahora torpes sentidos de Glauka.

Y entonces la vieja sirena tiene prisa. Prisa por volver junto a Ahram. No puede desperdiciar el tiempo que le queda de vida. Contempla el paisaje que no volverá a ver, el fondeado navío que la trajo. Sigue arrastrándose escalones abajo con la misma dificultad con que, años atrás, ensayó el uso de sus recién nacidas piernas. Al final se sumerge y nada fácilmente con su vieja cola. No necesita emerger no le hace falta el aire. ¡Qué felicidad poder así estar constantemente junto a Ahram!

Me he dormido sin duda, ¿dormido?, ¿cuando jamás durmió una sirena?, toco asustada mis caderas, sí, escamosas, y estoy reclinada en una duna submarina, sin necesitar aire, un delfín se mantiene inmóvil frente a mí moviendo sus aletas, ¿qué fue del mío, de Nereo, nuestro guía a la Roca?, me mira estupefacto, asombrado de mi sueño, ¡ah!, también de la medalla en mi garganta, el brazalete en mi muñeca, sólo conoce adornos de corales o de algas, me llega su pregunta de mente a mente, le contesto, «soy como tú, también concluirá mi vida, pero ¡oh!, cómo valió la pena, me ha besado el sol, he ardido de amor, ¡si yo te contara!, pero es demasiado largo…», y de pronto se me ocurre una idea, él podría llevarme en su lomo rápidamente hacia el sur, hasta Thera, pero cuando lo pienso ya se ha ido, son animales fugaces, no saben estar quietos, qué lástima…

Pero ya me falta poco y no, no soy como él, he estado mil veces más viva que él, he podido hablar, pude decirle aquel día, cuando nos unió Tijón, que me haría responsable de su nieto, y ahora voy a encontrarle otra vez, nos unirá para siempre la mar, de prisa, antes de que la penumbra submarina, con su escarceo de ópalos y sombras, confunda mi vista ya cansada, he de avanzar todo cuanto mis fuerzas me permitan, antes de que las algas me enreden, él me espera, esa tortuga más vieja que yo, cuántas cosas habrá visto, se asombra aún más que el delfín… «Sí, hermana, mis pechos están fláccidos, pero fueron arrogantes, gozaron sus ápices con la caricia del hombre, la de sus dedos y sus labios, e incluso el mordisqueo de sus dientes, y la boquita dulcísima de la niña, llevándose vida de la mía con sus encías aún sólo de carne, ¡qué felicidad!, las manitas infantiles me aferraban un pecho arañándolo mientras la boquita chupaba del otro, y los redondos ojos cerrándose dichosos y la cara de nácar volviéndose de rosa, y al fin desprendiéndose como una sanguijuela benéfica, para eso fueron mis pechos, para dar vida y encender amor… Tú podrás comprenderme, tú que derramas lágrimas casi humanas, yo os he visto de noche, cuando escarbas un hoyo en la arena de la playa y te abres y desgarras para depositar allí tus huevos, hermana tortuga.»

Tengo otra vez sueño, me canso, mis fibras son perecederas, me gusta seguir siendo mujer en eso, no preciso comer pero me duermo, he de llegar a él, me reconocerá enseguida a pesar de mi cambio cuando me llamaba «sirena» los presentes sonreían, lo tomaban como expresión de cariño, sólo él sabía estar diciendo la verdad, llegar hasta él, descansar a su lado, sobre la arena ondulada por las corrientes no serán muy fuertes en bahía tan cerrada, tan cóncava, allí dormiré tranquila abrazándole, ya no me falta mucho, nos disgregaremos juntos, por fortuna mis fibras humanas siguen teniendo memoria, ¡qué terrible hubiera sido volverme sirena olvidando!, como en mis primeros tiempos de mujer, cuando no me acordaba de la mar, quiero revivir mi vida, contársela otra vez en silencio, como cuando hablábamos después del amor, quiero evocarla toda, también los dolores, tenazmente, «¡eres tan fuerte como yo!», me decía Uruk, y recordar a los demás, a todos los que me llevaron hacia él, me hicieron para él… ¿acaso me engendraría mi padre Nereo en una mortal?, ¿acaso por eso amo tanto a los humanos y quise ser como ellos?…, allá voy, amor mío, ya falta poco… ¡El primer día! Te amé antes que tú a mí, desde que descubrí que el marino de la sencilla túnica desembarcando del Jemsu eras tú, hasta desnudo eras un gran señor, tu porte estatuario, ¡qué grande es el hombre cuando es hombre, y tú el supremo, tú la hombría misma!, contigo llegaba mi destino, yo lo supe en el acto, ahora voy a ser el tuyo, allá voy donde estás, a acercar mi carne a tu cuerpo que me espera, con tus pies para pisar navíos, tu vello para enredar mis dedos, abriré tu sudario, ya no lo necesitas cuidándote yo, sí, dándote mi carne, mi carne que está viva porque no es inmortal…

¡Qué negra la roca incluso bajo el sol!, no cabe duda, he llegado a Thera, los farallones exteriores, ninguna otra tierra se le parece, esas islas ocres, leonadas, sepias, violáceas, amarillas, ninguna tan oscura, merecías esta tumba de basalto, es Thera, entro por la bocana norte, ya falta poco, emerjo, el islote inconfundible, Apronisi, junto a esa arista atracamos, ahí estás, bastará sumergirme, será fácil hallarte, a ti voy, desciendo, continúo, ¿cómo no toco ya fondo?, ¿cómo tan vertical la roca?, me adentro en la oscuridad, oscuridad creciente, y calor en el agua…

¿Calor en el agua?… ¡Cómo no comprendí, no recordé antes! El negro basalto, el acantilado en círculo, esta agua tibia… ¡El cráter de un volcán! Si ya lo había oído contar, este islote lo levantó una erupción, está escrito, y otra hizo emerger la tercera isla, Apronisi, que con Thera y Therasia cierra el círculo, ahora más claro aún, merecías esta tumba, no fue azar tu final aquí, te reclamó la Madre Subterránea, por eso me habló sibilina en Psyra, «acepta lo que allí encuentres», ¡cómo no voy a aceptarlo!, acéptame tú a mí, ¡oh Diosa Madre!, te sigo, Ahram, no esperarás en vano, ya sé que no habrá fondo, que descansas en Su seno…, ya no es oscuridad sino negrura, ya el agua se condensa, frena mis movimientos, agarrota mis brazos y mi cola, avanzo en hidrargirio tenebroso, intenta rechazarme pero no podrá conmigo, no será más poderoso que mi joven corazón, ningún corazón enamorado es viejo, no podrá rechazarme, si acaso traspasarme, qué opresión este abrazo, mis sienes estallantes, mis pechos ya no fláccidos: hundidos, una mano de hierro en mis costillas, pero avanzo, Ahram, voy hundiéndome, hacia ti a reunirnos en Su seno, de la Más Grande que dioses y hombres, gran puerta el volcán para tu llegada, a la Caverna Máxima, madre de las cavernas, la puerta a ti debida porque tú eras fuego, me aturde la idea y me exalta, no desciendo, ¡subo!, como cuando tú me privabas del sentido en el amor, cuando me alzabas al Vértigo, este abrazo de la mar me lo recuerda… Sé que es el fin, que un dios retrocedería, pero yo soy mujer enamorada, ¡soy mortal, qué milagro!, un dios renunciaría, a ellos no les es dado el heroísmo, sólo se llega a héroe en el altar de la muerte, adelante, en este sofocante abrazo del agua…, del fuego…, tus brazos ardientes llevándome contigo al surtidor altísimo… ¡Abajo, abajo! ¡Más adentro que los dioses, arrebatada a ti por ese amor en el morir que un inmortal nunca podrá gozar!

Apéndices

Acerca de las sirenas y su mundo

Las sirenas de la Grecia clásica eran grandes aves con cabeza y pechos femeninos, pero como después nos hemos acostumbrado a la mujer-pez de la mitología nórdica, he considerado preferible configurar a mi vieja sirena de acuerdo con la visión moderna.

Aparte de esa deliberada infidelidad histórica confío en no haber cometido muchos errores al describir las grandes líneas y los detalles del mundo antiguo en el siglo III de nuestra era. Los emperadores romanos o persas mencionados existieron realmente y también los príncipes de Palmira y sus cortesanos, así como otros personajes secundarios en el relato: el prefecto Tenagino Probo, el intrigante Antonino de Canope o el banquero Firmus, entre otros. No es segura la muerte de Odenato por Zenobia, pero algunos autores respaldan mi versión. En todo caso nunca pretendí hacer historia, sino comprender mejor el amor y el poder, esas dos grandes pasiones de todos los tiempos.

Los detalles de la vida cotidiana en aquella época se comprenden por el contexto, sin necesidad de notas eruditas. Unicamente deseo aclarar aquí las funciones de ciertos cargos públicos. El agoránomo se encargaba de la policía en los mercados; el alabarca era un dirigente de la comunidad judía; el archidikasta era una autoridad judicial, el dioiketa y el euteniarca administraban la tesorería pública y las cuentas; el gimnasiarca dirigía el gimnasio y el cosmeta gobernaba a los efebos que, al cumplir dieciocho años, empezaban en Grecia a adiestrarse en el ejercicio de las armas y a prepararse para la ciudadanía. El navarca estaba al frente de la flota y el epistratega era un mando militar superior, sobre los cuatro gobernadores regionales existentes en el Egipto romano. Recordaré además que la hetaira griega no era la esposa legítima, pero tampoco una concubina ni prostituta: era compañera y amiga como lo fue de Pericles la famosa Aspasia.

Los grandes acontecimientos de la época están fechados a partir de la fundación de Roma, como referencia más cómoda que la basada en los años de cada olimpiada o los de la accesión al trono de los sucesivos emperadores. Se utilizan, en cambio, los meses del año egipcio, cuyo comienzo (día primero del mes Thoth) variaba en un día cada cuatro años naturales porque dependía de la aparición de la estrella Sirio (Sopdit) al amanecer, en el punto del horizonte por donde asomaba el sol. La tabla de correspondencia entre los años romanos y los de la era cristiana situará cronológicamente al lector, que además encontrará los lugares mencionados en el texto utilizando los mapas y el plano de Alejandría. En este último el emplazamiento en Faros de la imaginaria Casa Grande de Ahram se basa, por supuesto, en mi fantasía, que también ha exagerado algo los contornos rocosos de la famosa isla, para crear la caverna bajo la torre del Navegante.

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