—Así que le tratasteis de la forma en que los seres humanos tratan siempre a las cosas que son más grandes que ellos —dijo el Portavoz —. Os unisteis. Como cazadores intentando derribar a un mastodonte. Como toreros intentando debilitar a un toro gigantesco y prepararlo así para la matanza. Azuzadlo, golpeadlo, punzadlo. Hacedlo girar. No puede adivinar de dónde vendrá el próximo golpe. Azuzadle con banderillas. Debilitadle mediante el dolor. Enloquecedle. Porque aunque es grande, podéis hacer que haga cosas. Podéis hacerle gritar. Podéis hacerle correr. Podéis hacerle llorar. ¿Veis? Después de todo, es más débil que vosotros.
Ela estaba furiosa. Había querido que acusara a Marcão, no que le excusara. Sólo porque hubiera tenido una infancia dura no tenía derecho a golpear a Madre cada vez que se le antojara.
—No hay culpa en esto. Entonces erais niños, y los niños son crueles porque no conocen otra cosa mejor. No lo haríais ahora. Pero ahora que os lo he recordado, veis fácilmente la respuesta. Le llamasteis perro y por eso se convirtió en uno. Para el resto de su vida. Lastimando a personas indefensas. Golpeando a su mujer. Hablando tan cruel y abusivamente a su hijo Miro, que el muchacho se marchó de casa. Actuaba de la forma en que le habíais tratado, se convirtió en lo que le habíais dicho que era.
«Eres un idiota —pensó el obispo Peregrino —. Si la gente sólo reaccionara de la manera en que los demás los tratan, entonces nadie sería responsable de nada. Si tus pecados no los eliges tú mismo, entonces ¿cómo puedes arrepentirte?»
Como si hubiera oído el silencioso argumento del obispo, el Portavoz alzó una mano y descartó sus propias palabras.
—Pero la respuesta fácil no es verdad. Vuestros tormentos no le hicieron violento, le hicieron huraño. Y cuando dejasteis de atormentarle, él dejó de odiaros. No era rencoroso. Su furia se enfrió y se volvió recelo. Sabia que le despreciabais y aprendió a vivir sin vosotros. En paz.
El Portavoz se detuvo un momento, y entonces formuló la pregunta que todos se hacían en silencio.
—Entonces ¿cómo se convirtió en el hombre cruel que conocisteis? Pensad un momento. ¿Quién saboreaba su crueldad? Su esposa. Sus hijos. Algunas personas golpean a su mujer y a sus hijos porque ansían el poder, pero son demasiado débiles o estúpidos para conseguir poder en el mundo. Una esposa indefensa y unos niños, atados a un hombre así por la necesidad, la costumbre y, lo más amargo, por el amor, son las únicas víctimas sobre las que puede mandar.
«Sí —pensó Ela, mirando de reojo a su madre —. Esto es lo que quería. Por eso le pedí que Hablara de la muerte de Padre.»
—Hay hombres así —continuó el Portavoz —, pero Marcos Ribeira no era uno de ellos. Pensad un momento. ¿Oísteis alguna vez que hubiera golpeado a alguno de sus hijos? Los que trabajasteis con él… ¿intentó alguna vez obligaros a algo? ¿Parecía resentido cuando las cosas no salían a su modo? Marcão no era un hombre débil y malo. Era un hombre fuerte. No quería poder. Quería amor. No control. Lealtad.»
El obispo Peregrino sonrió sombríamente, de la manera en que un duelista saluda a un oponente valioso. «Caminas siguiendo un rumbo torcido, Portavoz, dando vueltas alrededor de la verdad, fintando. Y cuando golpees, tu intención será mortal. Esta gente vino en busca de entretenimiento, pero son tus blancos. Les golpearás en el corazón.»
—Algunos recordáis un incidente —dijo el Portavoz —. Marcos tendría unos trece años, lo mismo que vosotros. Le estabais molestando detrás de la escuela. Atacasteis con más saña que de costumbre. Le amenazasteis con piedras, le disteis latigazos con hojas de capim. Le hicisteis sangrar, pero lo aguantó. Intentó escaparse. Os pidió que pararais. Entonces uno de vosotros le golpeó en el vientre, y le dolió más de lo que podíais haber imaginado, porque entonces estaba ya enfermo del mal que le mataría finalmente. Todavía no se había acostumbrado a su fragilidad ni al dolor. Sintió como si fuera la muerte.
Estaba acorralado. Le estabais matando. Así que os devolvió el golpe.
«¿Cómo lo supo? —pensó media docena de hombres —. Fue hace tanto tiempo. ¿Quién le ha contado cómo fue? Se nos escapó de las manos, eso es todo. Nunca tuvimos mala intención, pero cuando su brazo barrió el aire, su puño, como la patada de una cabra… iba a matarme…»
—Cualquiera de vosotros podría haber caído. Sabíais que era aún más fuerte de lo que temíais. Sin embargo, lo que más os asustó es que conocíais exactamente la venganza que os merecíais. Así que pedisteis ayuda. Y cuando los maestros llegaron, ¿qué es lo que vieron? Un niño pequeño en el suelo, llorando, sangrando. Un niño del tamaño de un hombre con unos pocos arañazos aquí y allá, diciendo lo siento, no tenía intención. Y otra media docena de niños diciendo: Le golpeó sin motivo, empezó a matarle sin razón. Intentamos detenerle, pero Cão es tan grande… Siempre está molestando a los niños pequeños.
El pequeño Grego interrumpió la historia.
—¡Mentirosos! —gritó.
Varias personas a su alrededor se rieron. Quara le mandó callar.
—Tantos testigos… —dijo el Portavoz —. Los maestros no tuvieron más elección que creer la acusación. Hasta que una niña se adelantó y fríamente les informó de que lo había visto todo. Marcos actuaba para protegerse de un ataque completamente sin provocación, doloroso, sañudo, por un grupo de niños que actuaban más como caos, como perros, que lo que Marcos Ribeira había hecho jamás. Su historia se aceptó inmediatamente. Después de todo, era la hija de Os Venerados.
Grego miró a su madre con los ojos brillantes y se levantó e increpó a la gente que le rodeaba.
—¡A mamae o libertou! Mamá le salvó.
—La gente se rió, volvió la cara y miró a Novinha. Pero ella continuó sin expresión, rehusando reconocer su momentáneo afecto por el niño. Ellos retiraron la mirada, ofendidos.
—Novinha —dijo el Portavoz —. Sus fríos modales y brillante mente la convirtieron en una marginada entre vosotros, igual que Marcão. Ninguno la habría imaginado haciendo un gesto amistoso hacia vosotros. Y aquí estaba, salvando a Marcão. Bueno, conocíais la verdad. No le estaba salvando… estaba evitando que os salierais con la vuestra.
Ellos asintieron y sonrieron, la gente cuyos intentos de amistad ella había rechazado. Ésa es Novinha, la Biologista, demasiado buena para los demás.
—Marcos no la vio así. Le habían llamado animal tan a menudo que casi lo creía. Novinha le mostró compasión, le trató como a un ser humano. Una niña hermosa, brillante, la hija de los santos Venerados, siempre distante como una diosa, había bajado a la Tierra, le había bendecido y había respondido a su plegaria. Él la adoraba. Seis años más tarde, se casaba con ella. ¿No es una historia encantadora?
Ela miró a Miro, quien le alzó una ceja.
—Casi hace que te guste el viejo bastardo, ¿no? —dijo Miro secamente.
De repente, después de una larga pausa, la voz de Ender surgió, más alta que nunca. Esto les sorprendió, les despertó.
—¿Por qué llegó a odiarla, a golpearla, a despreciar a sus hijos? ¿Y por qué esta mujer brillante y voluntariosa lo soportó? Podía haber interrumpido el matrimonio en cualquier momento. La Iglesia puede que no permita el divorcio, pero siempre existe el desquite, y no sería la primera persona en Milagro que abandona a su marido. Pero ella se quedó. La alcaldesa y el obispo le sugirieron que le dejara. Ella les dijo que podían irse al infierno.
Muchos lusos se echaron a reír; se imaginaban perfectamente a Novinha replicándole al propio obispo, encarándose a Bosquinha. Tal vez no les gustara mucho Novinha, pero era la única persona en Milagro que no tenía que inclinar la nariz ante la autoridad.
El obispo recordó la escena en sus habitaciones, hacia más de una década. Ella no había usado exactamente las palabras que el Portavoz había citado, pero el efecto fue muy parecido. Sin embargo, él estaba solo. No se lo había dicho a nadie. ¿Quién era este Portavoz y cómo sabia tantas cosas?
Cuando la risa cesó, el Portavoz continuo.
—Había un lazo que les unía en un matrimonio que odiaban. Ese lazo era la enfermedad de Marcão.
Ahora su voz se suavizo. Los lusos prestaron atención.
—Modeló su vida desde el momento de su concepción. Los genes que sus padres le dieron se combinaron de tal manera que, desde el momento en que empezó su pubertad, las células de sus glándulas comenzaron a transformarse constantemente en tejidos grasos. El doctor Navio podrá deciros cómo progresa esa enfermedad mejor que yo. Marcão supo su condición desde niño; sus padres lo supieron antes de morir por la Descolada; Gusto y Cida lo supieron por los exámenes genéticos que hicieron de todos los humanos de Lusitania. Todos los que lo supieron estaban muertos. Sólo una persona lo sabía, la que heredó los archivos xenobiológicos. Novinha.
El doctor Navio estaba anonadado. Si ella sabía aquello antes de casarse, seguramente sabía que la mayoría de las personas con esa enfermedad eran estériles. ¿Por qué casarse con él cuando era posible que no pudiera tener hijos? Entonces advirtió lo que debería haber sabido antes, que Marcão no era una rara excepción en el modelo de la enfermedad. No había excepciones. Navío se ruborizó. Lo que el Portavoz de los Muertos estaba a punto de decir era inenarrable.
—Novinha sabia que Marcão se estaba muriendo —dijo el Portavoz —. También sabía, antes de casarse con él, que era completamente estéril.
El significado de estas últimas palabras tardó un segundo en hacerse patente. Ela sintió como si sus órganos se derritieran en el interior de su cuerpo. Vio, sin girar la cabeza, que Miro se había puesto rígido y que sus mejillas habían palidecido. El Portavoz continuó a pesar de los murmullos de la audiencia.
—He visto las pruebas genéticas. Marcos Maria Ribeira nunca engendró a ningún hijo. Su esposa los tuvo, pero no eran suyos, y él lo sabia, y ella sabía que él lo sabía. Fue parte del trato que hicieron cuando se casaron.
Los murmullos se convirtieron en un clamor, los gruñidos en quejas, y mientras el ruido alcanzaba su clímax, Quim se puso en pie de un salto y le chilló al Portavoz.
—¡Mi madre no es una adúltera! ¡Te mataré por llamarla puta!
Su última palabra colgó en el silencio. El Portavoz no respondió. Sólo esperó, sin dejar de mirar la cara enrojecida de Quim. Hasta que el niño comprendió finalmente que había sido él, no el Portavoz, quien había pronunciado la palabra que aún resonaba en sus oídos. Se dio la vuelta. Miró a su madre sentada junto a él en el suelo, pero perdida ya la rigidez, un poco encorvada, con las manos temblorosas.
—Díselo, Madre —pidió Quim. Su voz sonó más quejumbrosa de lo que había pretendido.
Ella no respondió. No dijo una sola palabra, no le miró. Si no lo supiera, pensaría que el temblor de sus manos era una confesión, que estaba avergonzada, como si lo que el Portavoz decía fuera la verdad que el propio Dios le diría a Quim si le preguntara. Recordó al Padre Mateu explicando las torturas del infierno: Dios escupe sobre los adúlteros, pues se ríen del poder de la creación que compartía con ellos, no tienen en su interior nada mejor que las amebas. Quim saboreó la bilis en su boca. Lo que el Portavoz decía era cierto.
—Mamãe —dijo en voz alta, burlona —. ¿Quem fôde p'ra fazerme?
La gente contuvo la respiración. Olhado se puso en pie de inmediato, con los puños extendidos. Sólo entonces reaccionó Novinha, alargando una mano para evitar que Olhado golpeara a su hermano. Quim apenas advirtió que Olhado había saltado en defensa de su madre; todo lo que pudo pensar fue que Miro no lo había hecho. Miro también sabía que era verdad.
Quim inspiró profundamente y luego se dio la vuelta, perdido por un instante.
Entonces se abrió paso entre la multitud. Nadie le habló, aunque todo el mundo le vio marcharse.
Si Novinha hubiera negado el cargo, la habrían creído, se habrían rebelado contra el Portavoz por acusar a la hija de Os Venerados de un pecado semejante.
Pero ella no lo había negado. Había escuchado cómo su propio hijo la acusaba obscenamente, y no había dicho nada.
Era cierto. Y ahora escucharon fascinados. Pocos de entre ellos tenían ningún motivo de preocupación auténtico.
Sólo querían saber quién era el padre de los hijos de Novinha.
El Portavoz resumió tranquilamente su relato.
—Después de que murieran sus padres y antes de que nacieran sus hijos, Novinha sólo amó a dos personas. Pipo fue su segundo padre. Novinha apoyó en él su vida; durante unos pocos años supo lo que era tener una familia. Entonces Pipo murió, y Novinha creyó que le había matado.
La gente sentada alrededor de la familia de Novinha vio a Quara arrodillarse delante de Ela y preguntarle:
—¿Por qué está Quim tan enfadado?
—Porque Papai no era realmente nuestro padre —respondió Ela suavemente.
—Oh —dijo Quara —. ¿Es el Portavoz nuestro padre ahora? —parecía esperanzada.
Ela la mandó callar.
—La noche en que Pipo murió —dijo el Portavoz —, Novinha le mostró algo que había descubierto, algo que tenía que ver con la Descolada y la manera en que funciona con las plantas y los animales de Lusitania. Pipo vio más en su trabajo de lo que ella misma había visto. Corrió hacia los bosques donde esperaban los cerdis. Tal vez les dijo lo que había descubierto. Tal vez sólo lo supusieron. Pero Novinha se echó la culpa por haberle mostrado el secreto por cuya conservación los cerdis serían capaces de matar.
»Era demasiado tarde para deshacer lo que había hecho. Pero podía evitar que sucediera de nuevo. Así que selló todos los archivos que tenían relación con la Descolada y con lo que le había mostrado a Pipo aquella noche. Sabía que alguien querría ver los archivos: Libo, el nuevo Zenador. Si Pipo había sido su padre, Libo había sido su hermano, y mas que su hermano. Fue duro soportar la muerte de Pipo, soportar la de Libo podía ser peor. Le pidió los archivos. Demandó verlos. Ella le dijo que nunca le dejaría hacerlo.
»Los dos sabían exactamente lo que significaba aquello. Si alguna vez se casaba con ella, podría deshacer la protección de esos archivos. Se amaban desesperadamente, se necesitaban mutuamente más que nunca, pero Novinha no podría jamás casarse con él. Él no prometería nunca no leer los archivos, e incluso aunque hiciera tal promesa, no podría mantenerla. Seguramente vería lo que su padre había visto. Moriría.
»Una cosa era rehusar casarse con él. Otra, vivir sin él. Así que no vivió sin él. Hizo su trato con Marcão. Se casaría con él ante la ley, pero su marido real y el padre de sus hijos sería, y fue, Libo.