—¡Lo hizo! ¡Logró que vivieran de nuevo, lo sabría si hubiera leído el libro! No sé mucho sobre Jesús, escucho al obispo Peregrino y no creo que tenga poder para sanar las llagas o perdonar un miligramo de culpa. Pero el Portavoz de los Muertos hizo que la reina-colmena volviera a la vida.
—¿Y entonces dónde está?
—¡Está aquí! ¡Dentro de mí!
Él asintió.
—También hay alguien más en tu interior. El Portavoz de los Muertos. Eso es lo que quieres ser.
—Es la única historia verdadera que he oído. La única que me importa. ¿Es eso lo que quería oír? ¿Que soy una hereje? ¿Y que todo el trabajo de mi vida va a ser añadir otro libro al Índice de verdades cuya lectura los buenos católicos tienen prohibida?
—Lo que quería oír —dijo Pipo con suavidad —era el nombre de lo que eres, en vez del nombre de todas las cosas que no eres. Eres la reina de la colmena. Eres la Portavoz de los Muertos. Es una comunidad muy pequeña, pequeña en número, pero grande de corazón. Así que eliges no ser parte de las bandas de chiquillos que se agrupan con el único propósito de excluir de sus filas a otros, y la gente te mira y dice, probrecita, está tan sola, pero tú conoces un secreto, sabes quién eres realmente. Eres el único ser humano capaz de comprender la mente alienígena, porque eres la mente alienígena; sabes lo que es ser inhumano porque nunca ha habido ningún grupo humano que te haya dado credenciales como homo sapiens.
—¿Ahora me dice que ni siquiera soy humana? Me hace gimotear como una niña pequeña porque no me deja presentarme a la prueba, me hace que me humille, ¿y ahora me dice que no soy humana?
—Puedes presentarte a la prueba.
Las palabras colgaron en el aire.
—¿Cuándo? —susurró ella.
—Esta noche. Mañana. Empieza cuando quieras. Detendré mi trabajo para hacer que pases por las pruebas lo más pronto posible.
—¡Gracias! ¡Gracias! Yo…
—Conviértete en Portavoz de los Muertos. Te ayudaré si puedo. La ley me prohíbe tomar a nadie bajo mi tutela excepto a mi hijo Libo para salir a estudiar a los pequeninos. Pero te dejaremos ver nuestras notas. Te mostraremos todo lo que aprendamos. Todas nuestras suposiciones y especulaciones. A cambio, tú también nos mostrarás tu trabajo, lo que descubras sobre las pautas genéticas de este mundo, que pudiera ayudarnos a comprender a los pequeninos. Y cuando hayamos aprendido suficiente, juntos, podrás escribir tu libro, podrás convertirte en Portavoz. Pero esta vez no será el Portavoz de los Muertos. Los pequeninos no están muertos.
Ella sonrió a su pesar.
—El Portavoz de los Vivos.
—También he leído la Reina Colmena y el Hegemón —dijo él —. No encuentro un nombre mejor para ti.
Pero ella aún no se fiaba de él, aún no creía en lo que él parecía prometerle.
—Querré venir aquí a menudo. Todo el tiempo.
—Cerramos esto cuando nos vamos a la cama.
—Entonces el resto del tiempo. Se cansarán de mí. Tendrán que decirme que me marche. Me ocultarán sus secretos. Me dirán que me calle y que no mencione mis ideas.
—Acabamos de empezar a hacernos amigos y ya crees que soy un mentiroso y un tramposo, zoquete impaciente.
—Pero lo hará. Todos lo hacen. Todos desean que me marche…
Pipo se encogió de hombros.
—¿Y qué? En una ocasión o en otra, todo el mundo desea que todos los demás se marchen. A veces desearé que te marches. Lo que te estoy diciendo es que incluso en esos momentos, aunque te diga que te marches, no tienes que marcharte.
Era la cosa más desconcertante que le había dicho nadie.
—Es una locura.
—Sólo una cosa mas. Prométeme que nunca intentarás ir con los pequeninos. Porque no puedo dejar que lo hagas, y si lo haces de todas formas, el Congreso Estelar cerrará todo nuestro trabajo aquí, prohibirá cualquier contacto con ellos. ¿Me lo prometes? O de lo contrario, todo, mi trabajo y tu trabajo, será deshecho.
—Lo prometo.
—¿Cuándo realizaremos la prueba?
—¡Ahora! ¿Puedo empezar ahora mismo?
Él se rió con suavidad, entonces alargó una mano y sin mirar tocó el terminal. Éste cobró vida y los primeros modelos genéticos aparecieron en el aire por encima.
—Tenía el examen preparado —dijo ella —. ¡Estaba dispuesto! ¡Sabía que me dejaría hacerlo desde el principio!
Él sacudió la cabeza.
—Lo esperaba. Creía en ti. Quería ayudarte a hacer lo que soñabas hacer. Siempre y cuando fuera algo bueno.
Ella no habría sido Novinha si no hubiera encontrado otra puya que decir.
—Ya veo. Es usted el juez de los sueños.
Quizá él no sabía que era un insulto. Sonrió y dijo:
—Fe, esperanza y amor… esos tres. Pero el mayor de todos es el amor.
—Usted no me ama —dijo ella.
—Ah —contestó él —. Yo soy el juez de los sueños y tú eres la juez del amor. Bien, te encuentro culpable de soñar buenos sueños, y te sentencio a toda una vida de trabajo y sufrimiento por el bien de tus sueños. Sólo espero que algún día no me declares inocente del crimen de amarte —reflexionó un instante —. Perdí una hija en la Descolada. Maria. Ahora sólo seria unos pocos años mayor que tú.
—¿Y yo se la recuerdo?
—Estaba pensando que no se habría parecido a ti en nada.
Ella empezó la prueba. Le llevó tres días. La aprobó con una nota muy superior a la de muchos estudiantes graduados. Más adelante, sin embargo, ella no recordaría la prueba por haber sido el principio de su carrera, el final de su infancia, la confirmación de su vocación hacia el trabajo que ocuparía su vida. Recordaría la prueba porque sería el principio de su estancia en la Estación de Pipo, donde Pipo y Libo y Novinha formarían juntos la primera comunidad a la que perteneció desde que sus padres fueron devueltos a la Tierra.
No fue fácil, especialmente al principio. Novinha no perdió instantáneamente su costumbre de enfrentarse fríamente a los demás. Pipo lo comprendía, estaba preparado para soportar sus andanadas verbales. El desafío fue mucho mayor para Libo. La Estación del Zenador había sido un sitio donde él y su padre podían estar solos y unidos. Ahora, sin que nadie le hubiera consultado su opinión, se había añadido una tercera persona, una persona fría y exigente que le hablaba como si fuera un crío, incluso a pesar de que tenían la misma edad. Le molestaba que ella fuera una xenobióloga completa, con todos los privilegios de adulto que eso implicaba, mientras él era aún un aprendiz.
Pero intentó soportarlo con paciencia. Era de naturaleza tranquila, y la discreción era parte de su carácter. No era propenso al resentimiento. Pero Pipo conocía a su hijo, y le veía consumirse. Después de una temporada, incluso Novinha, pese a lo insensible que era, empezó a darse cuenta de que estaba provocando a Libo más de lo que ningún joven podría soportar. Pero, en lugar de dejarlo correr, empezó a considerarlo como un desafío. ¿Cómo podría forzar alguna respuesta de este joven hermoso, tranquilo y generoso?
—¿Quieres decir que habéis estado trabajando todos estos años y ni siquiera sabéis cómo se reproducen los cerdis? —le dijo un día —. ¿Cómo sabéis que todos son machos?
—Les explicamos los términos masculino y femenino al enseñarles nuestros lenguajes —explicó Libo suavemente —. Ellos eligieron el de macho. Y se refirieron a los otros, a los que nunca hemos visto, como hembras.
—Pero, por todo lo que sabéis, ¿se reproducen por apareamiento? ¡O por mitosis!
Su tono era desdeñoso, y Libo no respondió con rapidez. Pipo sintió como si pudiera oír los pensamientos de su hijo, reestructurando una y otra vez su respuesta hasta que ésta fuera amable y segura.
—Ojalá nuestro trabajo se pareciera más a la antropología física. Entonces estaríamos más preparados para aplicar tu investigación sobre las pautas de vida subcelulares de Lusitania a lo que aprendemos de los pequeninos.
Novinha parecía horrorizada.
—¿Quieres decir que ni siquiera tomáis muestras de tejido?
Libo se sonrojó ligeramente, pero cuando contestó, su voz continuó tranquila. Pipo pensó que el muchacho no cambiaría de actitud ni ante un interrogatorio de la Inquisición.
—Supongo que es una tontería —dijo Libo —, pero tememos que los pequeninos se preguntarían por qué tomamos pedazos de su cuerpo. Si uno de ellos enfermara después por casualidad, ¿pensarían que nosotros causamos la enfermedad?
—¿Y si tomarais algo que ellos sueltan de forma natural? Se puede aprender mucho del pelo.
Libo asintió; Pipo, que observaba desde su terminal al otro extremo de la habitación, reconoció el gesto: Libo lo había aprendido de su padre.
—Muchas tribus primitivas de la Tierra creían que los despojos de sus cuerpos contenían parte de su vida y de su fuerza. ¿Y si los cerdis pensaran que estamos practicando magia contra ellos?
—¿No sabéis su lenguaje? Creía que algunos de ellos hablan también el stark —ella no hizo ningún esfuerzo para disimular su desdén —. ¿No podéis explicarles para qué son las muestras?
—Tienes razón —dijo él tranquilamente —.
Pero si les explicáramos para qué usamos las muestras de tejidos, podríamos accidentalmente enseñarles los conceptos de la ciencia biológica un millar de años antes de que alcancen ese punto de manera natural. Por eso la ley nos prohíbe explicar cosas como esa.
Finalmente, Novinha claudicó.
—No me daba cuenta de lo férreamente que estáis atados por la doctrina de la intervención mínima.
Pipo se alegró al oír que se retiraba de su arrogancia, pero su humildad era aún peor. La muchacha estaba tan aislada del contacto humano que hablaba como un libro de ciencia excesivamente formal. Pipo se preguntó si ya sería demasiado tarde para enseñarle a convertirse en un ser humano.
No lo era. En cuanto ella se dio cuenta de que eran excelentes en su trabajo científico, del que ella apenas sabía nada, desterró su agresividad y adoptó casi el extremo opuesto. Apenas le habló a Pipo y Libo durante semanas. Al contrario, estudió sus informes, intentando comprender el propósito de lo que hacían. De vez en cuando tenía una pregunta, y preguntaba; ellos contestaban amablemente y a conciencia.
La cortesía dio paso gradualmente a la familiaridad. Pipo y Libo empezaron a conversar abiertamente delante de ella, aireando sus especulaciones sobre las causas que habían llevado a los cerdis a desarrollar aquellas extrañas pautas de conducta, qué significado subyacía detrás de algunas de sus extrañas expresiones, por qué permanecían tan enervantemente impenetrables. Y como el estudio de los cerdis era una rama completamente nueva de la ciencia, no pasó mucho tiempo antes de que Novinha también fuera experta en ella, aunque lo fuera de segunda mano, y pudiera ofrecer algunas hipótesis.
—Después de todo —dijo Pipo, animándola —, todos estamos ciegos en este asunto.
Pipo había previsto lo que iba a suceder a continuación. La paciencia de Libo, cuidadosamente cultivada, le había hecho parecer frío y reservado ante los chicos de su edad, y Pipo era para él más importante que cualquier intento de socialización; el aislamiento de Novinha era más espectacular, pero no más intenso. Ahora, sin embargo, su interés común en los cerdis les acercaba; ¿con quién más podían hablar, si nadie excepto Pipo podría comprender sus conversaciones?
Descansaban juntos y se reían hasta que se les saltaban las lágrimas ante chistes que no podrían divertir a ningún otro luso. Como los cerdis parecían tener un nombre para cada árbol del bosque, Libo se dedicó a nombrar todos los muebles de la Estación Zenador, y periódicamente anunciaba que ciertos elementos estaban en mal momento y no tenían que ser molestados.
—¡No os sentéis en Silla! ¡Tiene otra vez el período!
Nunca habían visto un cerdi femenino, y los machos siempre se referían a ellas con una reverencia casi religiosa; Novinha escribió una serie de informes satíricos sobre una imaginaria mujer cerdi llamada Reverenda Madre, que era jocosamente mandona y exigente.
No todo eran risas. Había problemas, preocupaciones y en una ocasión sintieron miedo auténtico de que hubieran hecho exactamente lo que el Congreso Estelar había intentado prevenir: crear cambios radicales en la sociedad cerdi. Empezó con Raíz, naturalmente. Raíz, que insistía en hacer preguntas desafiantes e imposibles, como: «Si no tenéis ninguna otra ciudad de humanos, ¿cómo podéis ir a la guerra? No hay ningún honor en que vayáis a matar a los Pequeños.» Pipo farfulló algo referente a que los humanos nunca matarían a los pequeninos, pero sabía que ésa no era la pregunta que Raíz estaba haciéndole realmente.
Pipo sabía desde hacía años que los cerdis conocían el concepto de guerra, pero Libo y Novinha discutieron apasionadamente durante días si la pregunta de Raíz probaba que los cerdis consideraban la guerra como algo deseable o simplemente inevitable. Había otros fragmentos de información de Raíz, algunos importantes, otros no… y muchos cuya importancia era imposible de juzgar. En cierto modo, el propio Raíz era la prueba de la sabiduría de la política que prohibía a los xenólogos hacer preguntas que pudieran revelar expectativas humanas y, por tanto, prácticas humanas. Las preguntas de Raíz invariablemente les daban más respuestas que las que obtenían de sus respuestas a sus propias preguntas.
La última información que Raíz les dio, sin embargo, no iba incluida en una pregunta. Fue una suposición dicha a Libo en privado, mientras Pipo estaba con algunos otros cerdis examinando la manera en que construían la casa de troncos.
—¡Lo sé, lo sé! —dijo Raíz —. Sé por qué Pipo está aún vivo. Vuestras mujeres son demasiado estúpidas para saber que él es sabio.
Libo se esforzó en encontrar sentido en este galimatías aparente. Qué pensaba Raíz, ¿que si las mujeres humanas fueran más listas matarían a Pipo? Hablar de matar era preocupante: esto era, obviamente, un asunto importante, y Libo no sabía cómo llevarlo solo. Sin embargo, no podía pedir ayuda a Pipo, pues estaba claro que Raíz quería discutirlo donde Pipo no pudiera oír.
Al ver que Libo no contestaba, Raíz insistió.
—Vuestras mujeres son débiles y estúpidas. Se lo dije a los otros y me dijeron que debía preguntarte. Vuestras mujeres no ven la sabiduría de Pipo. ¿Es cierto?
Raíz parecía muy excitado, respiraba agitadamente y se arrancaba pelos de los brazos, a puñados de cuatro o cinco a la vez. Libo tenía que responder.
—La mayoría de las mujeres no le conocen —dijo.