—¡Dímela!
Él se echó a reír.
—No hagas trampas. Libo te la dirá si no la puedes ver sola.
—¿Adónde vas?
—A preguntarle a los cerdis si tengo razón, naturalmente. Pero sé que sí, aunque me mientan. Si no he vuelto en una hora, es que he resbalado con la lluvia y me he roto un pie.
Libo no llegó a ver las simulaciones. La reunión del comité planificador duró más de la cuenta por una discusión referente a la ampliación del ganado, y después Libo aún tuvo que recoger las compras de la semana. Cuando regresó, Pipo llevaba fuera cuatro horas, oscurecía, y la lluvia se convertía en nieve.
Salieron a buscarle de inmediato, temiendo que les costaría horas localizarle en el bosque. Lo encontraron pronto. Su cuerpo estaba casi congelado por efecto de la nieve. Los cerdis ni siquiera habían plantado un árbol en su interior.
Lamento profundamente no haber podido atender su petición de más detalles referentes a las costumbres de apareamiento de los lusitanos aborígenes. Esto debe estar causándoles una angustia inimaginable o de lo contrario nunca le habrían pedido a la Sociedad Xenológica que me reprendiera por no cooperar con sus investigaciones.
Cuando los futuros xenólogos se quejan de que no estoy consiguiendo el tipo de datos adecuados de mis observaciones de los pequeninos, siempre les hago volver a leer las limitaciones que me impone la ley. No se me permite llevar a más de un ayudante en mis visitas; no debo hacer preguntas que puedan revelar expectativas humanas; no puedo quedarme con ellos más de cuatro horas seguidas; excepto mis ropas, no puedo emplear en su presencia productos derivados de la tecnología, lo que incluye cámaras, grabadoras, ordenadores o incluso bolígrafo y papel; tampoco puedo observarlos a escondidas.
En resumen: no puedo decirles cómo se reproducen los pequeninos porque ellos han elegido no hacerlo delante mío.
¡Naturalmente que nuestra investigación es incompleta! ¡Naturalmente que nuestras conclusiones sobre los cerdis son absurdas! Si tuviéramos que observar nuestra universidad bajo las mismas limitaciones que nos atan para observar a los aborígenes lusitanos, sin duda llegaríamos a la conclusión de que los humanos no se reproducen, no forman grupos afines, y dedican su ciclo vital entero a la metamorfosis de estudiante larval a profesor adulto. Podríamos incluso suponer que los profesores detentan un poder notable en la sociedad humana. Una investigación competente revelaría rápidamente lo inadecuado de tales conclusiones… pero en el caso de los cerdis, no se permite ni se contempla ninguna investigación de ese tipo.
La antropología no es nunca una ciencia exacta: el observador nunca experimenta la misma cultura que el participante. Pero éstas son limitaciones naturales a la ciencia. Son las limitaciones artificiales las que nos atan de manos, a nosotros y a ustedes a través de nosotros. Con este ritmo de progreso, lo mismo daría que les enviáramos cuestionarios por correo a los pequeninos y esperásemos que ellos entregaran trabajos eruditos como respuesta.
João Figueira Álvarez, réplica a Pietro Guataninni de la Universidad de Sicilia, Campus de Milán, Etruria, publicada póstumamente en Estudios Xenológicos, 22:4:49:193.
La noticia de la muerte de Pipo no tuvo solamente importancia local. Fue transmitida instantáneamente, a través del ansible, a los Cien Mundos. Los primeros alienígenas, descubiertos desde los tiempos de Ender el Genocida, habían torturado a muerte a un humano cuya misión era observarles. En cuestión de horas, eruditos, científicos, políticos y periodistas empezaron a asumir sus papeles.
Pronto se llegó a un consenso: «Un incidente, bajo circunstancias confusas, no prueba que la política del Congreso Estelar hacia los cerdis esté equivocada. Al contrario, el hecho de que sólo un hombre muriera parece demostrar la sabiduría de la presente política de inacción casi completa. Deberíamos, por tanto, no hacer nada excepto seguir observando a un ritmo ligeramente menos rápido». El sucesor de Pipo tenía instrucciones de que no visitara a los cerdis más a menudo que de costumbre, y de no estar con ellos más de una hora seguida. No tenía que instar a los cerdis a responder preguntas referidas a su conducta con Pipo. La vieja política de inacción quedó reforzada.
También hubo mucha preocupación sobre la moral de la gente de Lusitania. Se les enviaron muchos programas de entretenimiento a través del ansible, a pesar del alto coste, para ayudarles a que distrajeran sus mentes de tan horrible asesinato.
Y después de haber hecho lo único que podía hacerse por los framlings, quienes estaban, después de todo, a años luz de Lusitania, la gente de los Cien Mundos volvió a sus preocupaciones locales.
Fuera de Lusitania, sólo un hombre del casi medio billón de seres humanos de los Cien Mundos sintió la muerte de João Figueira Álvarez, apodado Pipo, como un gran cambio en su propia vida. Andrew Wiggin era Portavoz de los Muertos en la ciudad universitaria de Reykiavik, renombrada como conservadora de la cultura nórdica y situada en las afiladas pendientes de un fiordo que taladraba el granito y el hielo del mundo helado de Trondheim justo en el ecuador. Era primavera, y por eso la nieve desaparecía, y unas cuantas flores y hierbas asomaban con todas sus fuerzas en busca de un poco de sol. Andrew estaba sentado en la cima de una colina soleada, rodeado por una docena de estudiantes que analizaban la historia de la colonización interestelar. Andrew sólo escuchaba a medias la apasionada discusión de que si la completa victoria humana en las Guerras Insectoras había sido un preludio necesario a la expansión humana. Esas discusiones siempre degeneraban rápidamente en una difamación del monstruo humano Ender, que comandaba la flota estelar que cometió el Genocidio de los Insectores. Andrew solía dejar que su mente divagara; la materia no le aburría exactamente, pero prefería que tampoco requiriera toda su atención.
Entonces, el pequeño ordenador implantado como una joya en su oído le contó la cruel muerte de Pipo, el xenólogo de Lusitania, e instantáneamente Andrew se puso alerta e interrumpió a sus estudiantes.
—¿Qué sabéis de los cerdis? —les preguntó.
—Son nuestra única esperanza de redención —contestó uno, que tomaba a Calvino mucho más en serio que a Lutero.
Andrew miró al instante a la estudiante Plikt, pues sabía que no podría soportar tal misticismo.
—No existen para ningún propósito humano, ni siquiera el de la redención —dijo Plikt con fulminante desdén —. Son auténticos ramen, como los insectores.
Andrew asintió, pero frunció el ceño.
—Usas una palabra que no es todavía koiné común.
—Debería serlo —dijo Plikt —. Todo el mundo en Trondheim, todo norteño en los Cien Mundos debería haber leído ya La Historia de Wutan en Trondheim de Demóstenes.
—Deberíamos, pero no lo hemos hecho —suspiró un estudiante.
—Haz que deje de pavonearse, Portavoz —dijo otro —. Plikt es la única mujer que conozco capaz de pavonearse sentada.
Plikt cerró los ojos.
—El lenguaje nórdico reconoce cuatro tipos de extranjeros. El primero es el habitante de otras tierras, o utlanning, el extraño que reconocemos como humano de nuestro mundo, pero que pertenece a otro país o a otra ciudad. El segundo es el framling.
Demóstenes simplemente cambió el acento de la palabra nórdica frámling. —Se trata del extranjero que reconocemos como humano, pero de otro mundo. El tercero es el raman, el extranjero que reconocemos como humano, pero de otra especie. El cuarto es el auténtico alienígena, el varelse, que incluye todos los animales, con los cuales no es posible la conversación. Viven, pero no podemos adivinar qué propósitos o causas les hace actuar. Puede que sean inteligentes, puede que sean conscientes de si mismos, pero no tenemos medio de saberlo.
Andrew advirtió que varios estudiantes estaban molestos. Requirió su atención.
—Pensáis que estáis molestos por la arrogancia de Plikt, pero no es así. Plikt no es arrogante, sino simplemente precisa. Os avergonzáis con razón por no haber leído la historia de Demóstenes sobre vuestra propia gente, y por eso en vuestra vergüenza os enfadáis con Plikt, porque no es culpable.
—Creía que los Portavoces no creían en el pecado —dijo un muchacho malhumorado.
Andrew sonrío.
—Tú crees en el pecado, Styrka, y actúas siguiendo esa creencia. Por tanto, el pecado es real para ti, y al conocerte, el Portavoz debe creer en el pecado.
Styrka no quiso darse por vencido.
—¿Qué tiene que ver toda esta charla de utlannings, framlings, ramen y varelse con el Genocidio de Ender?
Andrew se volvió hacia Plikt. Ella pensó un momento.
—Tiene que ver con la estúpida discusión que manteníamos. A través de la distinción nórdica de los grados de extranjería, podemos ver que Ender no era un auténtico genocida, pues cuando destruyó a los insectores los conocía únicamente como varelse; no fue hasta años después, cuando el primer Portavoz de los Muertos escribió la Reina Colmena y el Hegemón, que la humanidad comprendió por vez primera que los insectores no eran varelse en absoluto, sino ramen. Hasta entonces, no había habido comprensión ninguna entre los insectores y los humanos.
—El genocidio es el genocidio —dijo Styrka —. El hecho de que Ender no supiera que eran ramen no hace que estén menos muertos.
Andrew suspiró ante la actitud de Styrka, incapaz de perdonar: era común entre los calvinistas de Reykiavik negar cualquier peso al motivo humano para juzgar el bien o el mal de un hecho. Los hechos son buenos o malos en sí mismos, decían; y ya que los Portavoces de los Muertos tenían por única doctrina que el bien y el mal existen enteramente en los motivos humanos y no en los hechos, los estudiantes como Styrka solían ser bastante hostiles con Andrew. Afortunadamente, Andrew no se ofendía: comprendía el motivo que había detrás.
—Styrka, Plikt, dejadme que os ponga otro ejemplo. Supongamos que nos enteramos de que los cerdis, que han aprendido a hablar stark, y cuyos lenguajes han aprendido también algunos humanos, sin provocación o explicación alguna, han torturado de repente hasta la muerte al xenólogo enviado para observarlos.
Plikt saltó inmediatamente ante la pregunta.
—¿Cómo podemos saber que no hubo provocación? Lo que a nosotros nos parece inocente podría ser insoportable para ellos.
Andrew sonrío.
—Incluso así. Pero el xenólogo no les ha hecho daño, ha dicho muy poco, no les ha costado nada… bajo ningún sistema de pensamiento que podamos concebir, merece esa muerte dolorosa. ¿No convierte a los cerdis en varelse en vez de ramen este incomprensible asesinato?
Ahora le tocaba el turno a Styrka para responder rápidamente.
—El asesinato es el asesinato. Esta charla de varelse y ramen no tiene sentido. Si los cerdis asesinan, entonces son malvados, como los insectores lo fueron. Si el acto es malvado, el actor es malvado.
Andrew asintió.
—Ése es nuestro problema. ¿El acto era malo o, de alguna manera, al menos para la comprensión de los cerdis, era bueno? ¿Son los cerdis raman o varelse? De momento, Styrka, calla la boca. Conozco los argumentos de tu calvinismo, pero incluso Juan Calvino diría que tu doctrina es estúpida.
—¿Cómo sabe que Calvino…?
—¡Porque está muerto —rugió Andrew —, y por esto tengo derecho a hablar por él!
Los estudiantes se rieron, y Styrka se encerró en un silencio testarudo. Andrew sabía que el muchacho era brillante; su calvinismo no sobrepasaría su educación antes de que se graduara, aunque la escisión sería larga y dolorosa.
—Talman, Portavoz —dijo Plikt —. Habla usted como si esa situación hipotética fuera real, como si los cerdis hubieran matado de verdad al xenólogo.
Andrew asintió con gravedad.
—Sí, es cierta.
Fue preocupante. Despertó ecos del antiguo conflicto entre humanos e insectores.
—Reflexionad un momento —dijo Andrew —. Descubriréis que bajo vuestro odio hacia Ender el Genocida y vuestro pesar por la muerte de los insectores, también sentís algo mucho más feo. Tenéis miedo del extraño, sea utlanning o framling. Cuando pensáis que ese extraño mata a un hombre a quien conocéis y valoráis, entonces no importa qué forma tiene. Entonces es varelse, o peor… djur, las espantosas bestias que rondan por la noche con sus mandíbulas esclavizantes. Si tuvierais la única arma de vuestro pueblo, y las bestias que han masacrado a vuestra gente volvieran, ¿os pararíais a pensar si también tienen derecho a vivir, o actuaríais para salvar a vuestro pueblo, a la gente que conocéis, la gente que depende de vosotros?
—¡Según ese razonamiento suyo, deberíamos de matar a los cerdis ahora, por primitivos e indefensos que sean! —gritó Styrka.
—¿Mi razonamiento? He hecho una pregunta. Una pregunta no es un razonamiento, a menos que sepas que conoces mi respuesta, y te aseguro, Styrka, que no la sabes. Pensad en esto. La clase ha terminado.
—¿Hablaremos mañana sobre esto? —preguntaron.
—Si queréis… —dijo Andrew, pero sabía que si lo discutían, sería sin él.
Para ellos, el tema de Ender el Genocida era simplemente filosófico. Después de todo, las Guerras Insectoras habían sucedido más de tres mil años antes. Estaban en el año 1948 CE, contando a partir del año en que el Código Estelar fue establecido, y Ender había destruido a los insectores en el año 1180 antes del código. Pero para Andrew los hechos no eran tan remotos. Había hecho más viajes interestelares de lo que sus alumnos se atreverían a suponer: desde que tenía veinticinco años, hasta que llegó a Trondheim nunca se había quedado más de seis meses en ningún planeta. El viaje a la velocidad de la luz entre los mundos le había hecho saltar como una piedra sobre la superficie del tiempo. Sus estudiantes no sospechaban que su Portavoz de los Muertos, que seguramente no tenía más de treinta y cinco años, poseía recuerdos muy claros de los sucesos de tres mil años antes, que de hecho esos sucesos sólo le parecían alejados unos veinte años, la mitad de su edad. No tenían idea de lo profundamente que la pregunta de la antigua culpa de Ender quemaba en su interior, y cómo la había contestado en un millar de formas insatisfactorias. Conocían a su maestro solamente como Portavoz de los Muertos: no sabían que cuando era un simple chiquillo, su hermana mayor, Valentine, no podía pronunciar el nombre de Andrew y que por eso le llamaba Ender, el nombre que él mismo volvió infame antes de cumplir los quince años. Así que dejó que el severo Styrka y la analítica Plikt reflexionaran sobre la gran pregunta de la culpa de Ender; para Andrew Wiggin, Portavoz de los Muertos, la pregunta no era académica.