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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

La voz del violín (11 page)

BOOK: La voz del violín
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—Oh, Dios mío. Debe de haberle ocurrido algo. ¡Ahora la llamo!

—¡Pero si ésos se van a dormir con las gallinas, mujer! Mañana por la noche, en cuanto regrese, te llamo.

—Pero no te olvides. Esta noche no podré pegar un ojo.

Nueve

Cualquier persona sensata que conociera, aunque sólo fuera superficialmente, las carreteras de Sicilia, para ir de Vigàta a Calapiano habría tomado en primer lugar la vía rápida de Catania, después habría seguido por la carretera que regresaba al interior a mil ciento veinte metros de Troìna, para bajar después a seiscientos cincuenta y un metros de Gagliano a través de una especie de sendero que había conocido el primer y último asfaltado cincuenta años atrás, en la primera época de la autonomía regional, y llegar finalmente a Calapiano por una carretera provincial que se negaba claramente a ser considerada tal y cuya auténtica aspiración era recuperar el aspecto del camino de mulas destrozado por los terremotos que había sido en otros tiempos. Pero la cosa no terminaba aquí. La finca agrícola de la hermana de Mimì Augello y de su marido se encontraba a cuatro kilómetros del pueblo y, para llegar hasta allí, se tenía que recorrer una pedregosa y tortuosa franja en la que hasta las cabras abrigaban cierto recelo en apoyar una sola de las cuatro patas de que disponían. Éste habría sido por así decirlo el mejor recorrido, el que siempre seguía Mimì Augello, pues en él las dificultades y las molestias sólo se producían en el último trecho.

Como es natural, no fue el que eligió Montalbano, el cual decidió, por lo contrario, cruzar la isla en sentido transversal de tal forma que, ya a partir de los primeros kilómetros, se vio obligado a circular por unos caminitos a cuyo borde los campesinos supervivientes interrumpían sus labores para contemplar estupefactos al valeroso automovilista que estaba pasando por allí. Sin duda lo debieron de contar en casa a sus hijos:

—¿Saben, esta mañana? ¡Ha pasado un coche!

Pero aquella era la Sicilia que le gustaba al comisario, áspera, casi sin vegetación, un lugar donde parecía (y era) imposible vivir y en el que todavía quedaba alguien, aunque cada vez más insólito, que, con polainas, gorra y fusil al hombro, lo saludaba desde la grupa de una mula, acercándose dos dedos a la visera.

El cielo estaba sereno y despejado y manifestaba claramente su intención de seguir igual hasta la noche, y hacía casi calor. Las ventanillas abiertas no impedían que en el interior del vehículo se aspirara el delicioso aroma que emanaba de los paquetes y paquetitos que ocupaban literalmente todo el asiento posterior. Antes de salir, Montalbano había pasado por el café Albanese, donde elaboraban los mejores postres de toda Vigàta, y había comprado veinte
cannoli
recién hechos, rellenos de ricota, cacao y corteza de limón y naranja confitada, y diez quilos entre confites, rosquillas, bizcochos, barquillos, pastelitos, fruta confitada de Martorana y, como colofón, una multicolor
cassata
de cinco kilos.

Llegó pasadas las doce del mediodía y calculó que había tardado más de cuatro horas. La casa daba la impresión de estar vacía y sólo por el humo de la chimenea se adivinaba que había gente. Hizo sonar la bocina y poco después apareció Franca, la hermana de Mimì. Era una alta y fornida siciliana rubia de cuarenta y tantos años. Contempló el coche que no conocía mientras se secaba las manos en el delantal.

—Soy Montalbano —dijo el comisario mientras abría la portezuela para bajar.

Franca corrió a su encuentro con una ancha sonrisa en los labios, y lo abrazó.

—¿Y Mimì?

—A último momento no ha podido venir. Lo ha sentido mucho.

Franca lo miró fijamente. Montalbano no sabía contar mentiras a las personas que apreciaba, tartamudeaba, se ruborizaba y apartaba la mirada.

—Ahora mismo voy a llamar a Mimì —dijo Franca, entrando con determinación en la casa.

Montalbano consiguió cargar milagrosamente con todos los paquetes y paquetitos y, al poco rato la siguió.

Franca estaba colgando el teléfono.

—Aún le duele la cabeza.

—¿Ya estás más tranquila? Puedes creerme, ha sido una bobada —dijo el comisario, depositando los paquetes y paquetitos sobre la mesa.

—¿Pero qué es eso? —dijo Franca—. ¿Nos quieres convertir en una pastelería?

Guardó los dulces en la heladera.

—¿Cómo estás, Salvo?

—Bien, ¿y ustedes?

—Todos bien, gracias a Dios. François ni te digo. Ha crecido y está fuerte como un roble.

—¿Dónde están?

—Por el campo. Pero cuando yo toco la campana, vienen todos corriendo para comer. ¿Te quedas con nosotros esta noche? Te he preparado una habitación.

—Te lo agradezco, Franca, pero ya sabes que no puedo. Me iré a las cinco a más tardar. Yo no soy como tu hermano que corre por estas carreteras como un loco.

—Ve a lavarte un poco, anda.

Regresó más descansado un cuarto de hora más tarde, cuando Franca ya estaba poniendo la mesa para unas diez personas. El comisario pensó que era el momento más apropiado.

—Mimì me ha dicho que querías hablar conmigo.

—Después, después —dijo expeditiva Franca—. ¿Tienes apetito?

—¡Ya lo creo!

—¿Quieres comer un poco de pan de trigo? Lo he sacado del horno hace menos de una hora. ¿Te lo preparo?

Sin esperar su respuesta, le cortó dos rebanadas de una hogaza, las aliñó con aceite de oliva, sal, pimienta negra y queso de oveja, las superpuso y se las ofreció.

Montalbano fue afuera, se sentó en un banco al lado de la puerta y, al primer bocado, se sintió rejuvenecer cuarenta años y volvió a ser un chiquilín, pues era el mismo pan que le preparaba su abuela.

Había que comerlo bajo aquel sol, sin pensar en nada, disfrutando únicamente del hecho de sentirse en armonía con el cuerpo, con la tierra y con el olor de la hierba. Poco después oyó unas voces y vio aparecer a tres niños que se perseguían corriendo, empujándose y haciéndose zancadillas. Eran Giuseppe, de nueve años, su hermano Domenico, que había sido bautizado como su tío Mimì, de la misma edad que François, y el propio François.

El comisario lo contempló asombrado: era el más alto de los tres, el más alborotador y peleador. ¿Cómo demonios se las había arreglado para experimentar semejante transformación en los dos meses escasos que él había estado sin verlo?

Corrió a su encuentro con los brazos abiertos. François lo reconoció, y se detuvo de golpe mientras sus compañeros se encaminaban hacia la casa. Montalbano se agachó con los brazos abiertos.

—Hola, François.

El niño dio un brinco y lo esquivó, describiendo una curva.

—Hola —dijo.

El comisario lo vio desaparecer en el interior de la casa. ¿Qué ocurría? ¿Por qué no había leído la menor alegría en los ojos del pequeño? Se consoló pensando que, a lo mejor, se trataba de un resentimiento infantil. Lo más probable era que François se hubiera sentido abandonado por él.

Las dos cabeceras se destinaron al comisario y a Aldo Gagliardo, el marido de Franca, un hombre muy parco en palabras, gallardo de nombre y de hecho. A la derecha se sentaron Franca y los tres niños. François era el que estaba más lejos, al lado de Aldo. A la izquierda se sentaron tres muchachos de unos veinte años, Mario, Giacomo y Ernst. Los dos primeros eran unos estudiantes universitarios que se ganaban el pan trabajando en el campo y el tercero era un alemán que estaba de paso y le explicó a Montalbano que tenía intención de quedarse tres meses. El almuerzo, pasta con salsa de salchichas y, como segundo plato, salchichas a la parrilla, fue bastante rápido, pues Aldo y sus tres ayudantes tenían prisa por regresar a sus tareas. Todos se abalanzaron sobre los dulces del comisario. Después, a una señal de la cabeza de Aldo, se levantaron y salieron de la casa.

—Te preparo otro café —dijo Franca.

Montalbano estaba inquieto, pues había observado que Aldo, antes de salir, había intercambiado una fugaz mirada de entendimiento con su mujer. Franca le sirvió el café al comisario y se sentó ante él.

—Es una cuestión muy seria —le anunció.

En aquel momento, entró François con gesto decidido y con los puños cerrados contra los costados. Se detuvo frente a Montalbano, lo miró con dureza y le dijo con trémula voz:

—Tú no me separas de mis hermanos.

Dicho lo cual, dio media vuelta y salió corriendo.

Fue como un mazazo y Montalbano sintió que le ardía la boca. Dijo lo primero que le pasó por la cabeza y, por desgracia, fue una estupidez:

—¡Hay que ver lo bien que ha aprendido a hablar!

—Lo que yo te quería decir ya lo ha dicho el niño —aclaró Franca—. Y eso que tanto yo como Aldo le hemos estado hablando constamente de Livia y de ti, de lo bien que estará con ustedes dos, de cuánto y cómo lo quieren y lo seguirán queriendo. No ha habido manera. Es un pensamiento que se le ocurrió de repente una noche, hace cosa de un mes. Yo estaba durmiendo y noté que me tocaban el brazo. Era él.

»—¿Te sientes mal?

»—No.

»—¿Pero qué tienes?

»—Tengo miedo.

»—Miedo, ¿de qué?

»—De que venga Salvo y me lleve.

»De vez en cuando, mientras juega o mientras come, le viene a la mente este pensamiento y entonces se entristece y hasta se vuelve malo.

Franca siguió hablando, pero Montalbano ya no la escuchaba. Se había perdido en un recuerdo de cuando tenía la misma edad de François, mejor dicho, un año menos. Su abuela se estaba muriendo, su madre había caído gravemente enferma (pero eso él lo supo después) y su padre, para poder atenderlas mejor, lo llevó a casa de su hermana Carmela que estaba casada con el propietario de un desordenado bazar, un hombre bondadoso y amable llamado Pippo Sciortino. No tenían hijos. Al cabo de algún tiempo, su padre fue a buscarlo, con corbata negra y un brazal negro, lo recordaba perfectamente. Pero él se negó a acompañarlo.

—No quiero irme contigo. Me quedo con Carmela y Pippo. Me llamo Sciortino.

Aún le parecía ver el apenado rostro de su padre y la turbada expresión de Pippo y Carmela.

—... porque los chicos no son paquetes que se pueden dejar ahora aquí y ahora allí —terminó diciendo Franca.

A la vuelta, siguió el camino más cómodo y hacia las nueve de la noche ya estaba en Vigàta. Quiso pasar a ver a Mimì Augello.

—Te veo mejor.

—Hoy después del almuerzo he conseguido dormir. No has podido engañar a Franca, ¿verdad? Me ha telefoneado muy preocupada.

—Es una mujer muy, pero muy inteligente.

—¿De qué te quería hablar?

—De François. Hay un problema.

—¿El chico se ha encariñado con ellos?

—¿Cómo lo sabes? ¿Te lo ha dicho tu hermana?

—Conmigo no ha hablado de eso. Pero, ¿cuesta tanto comprenderlo? Ya suponía que acabaría así. Montalbano lo miró con expresión sombría. —Sé que te duele —añadió Mimì—, ¿pero quién te dice que eso no es una suerte?

—¿Para François?

—También. Pero sobre todo para ti, Salvo. Tú no tienes pasta de padre, ni siquiera de un hijo adoptivo.

Apenas cruzó el puente vio que las luces de la casa de Anna estaban encendidas. Se acercó y bajó.

—¿Quién es?

—Soy Salvo.

Anna le abrió la puerta y lo acompañó al comedor. Estaba viendo una película, pero apagó enseguida el televisor.

—¿Quieres un whisky?

—Sí, solo.

—¿Estás abatido?

—Un poquito.

—No es una cosa fácil de digerir.

—No, no lo es.

Pensó un instante en lo que acababa de decirle Anna: no es una cosa fácil de digerir. Pero, ¿cómo podía haberse enterado de lo de François?

—¿Pero tú cómo te has enterado, Anna?, y perdona que te lo pregunte.

—Lo han dicho a las ocho por la televisión.

¿Pero de qué estaba hablando?

—¿Qué televisión?

—Televigata. Han dicho que el jefe de policía le ha encargado la investigación del delito al jefe de la móvil.

A Montalbano le entraron ganas de reír.

—¿Pero qué quieres que me importe eso a mí? ¡Yo me refería a otra cosa!

—Entonces, dime por qué estás abatido.

—Perdona, otra vez.

—¿Viste por fin al marido de Michela?

—Sí, ayer después de comer.

—¿Te habló de su matrimonio blanco?

—¿Lo sabías?

—Sí, ella me lo había contado. Michela le tenía mucho aprecio, ¿sabes? En tales condiciones, tener un amante no era una traición propiamente dicha. El doctor estaba al corriente.

Sonó el teléfono en otra habitación, Anna fue a contestar y regresó muy alterada.

—Me ha llamado una amiga. Hace media hora este jefe de la móvil se ha presentado en casa del ingeniero Di Blasi y se lo ha llevado a la Jefatura de Montelusa. ¿Qué quieren de él?

—Muy fácil, saber dónde se esconde Maurizio.

—¡Pero entonces ya lo consideran sospechoso!

—Es lo más obvio, Anna. Y el doctor Ernesto Panzacchi, el jefe de la móvil, es un hombre absolutamente obvio. Bueno, gracias por el whisky y buenas noches.

—Cómo, ¿te vas así?

—Perdóname, estoy cansado. Nos vemos mañana. Acababa de tener un acceso de mal humor, espeso y pesado.

Abrió la puerta de la casa de un puntapié y corrió a contestar el teléfono.

—¡Salvo!, ¿pero qué mierda es esto? ¡Menudo amigo!

Reconoció la voz de Nicolò Zito, el periodista de Retelibera, a quien lo unía una estrecha amistad.

—¿Es cierta esta historia de que ya no estás a cargo de la investigación? Yo no he dado la noticia, quería que me la confirmaras tú primero. Pero si es cierta, ¿por qué no me lo has dicho? .

—Perdóname, Nicolò, ocurrió anoche muy tarde. Y esta mañana he salido a primera hora para ir a ver a François.

—¿Quieres que haga algo en la televisión?

—No, nada, gracias. Ah, te voy a decir una cosa que seguro que no sabes todavía, así te compenso. El doctor Panzacchi se ha llevado a la Jefatura al ingeniero de la construcción Aurelio Di Blasi de Vigàta para someterlo a un interrogatorio.

—¿La mató él?

—No; sospechan de su hijo Maurizio, que desapareció la misma noche en que mataron a la Licalzi. Este chico estaba enamoradísimo de ella. Ah, otra cosa. El marido de la víctima está en Montelusa y se aloja en el hotel Jolly.

—Salvo, si te echan de la policía, te contrato yo. Mira el telediario de las doce de la noche. Y gracias, muchas gracias.

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