—¿Parece que tenéis mucha prisa en llegar a Hong-Kong? —le dijo un día el detective.
—¡Mucha prisa! — respondió Picaporte.
—¿Pensáis que míster Fogg tenga también mucha prisa en tomar el vapor de Yokohama?
—¡Una prisa espantosa!
—¿Luego ahora creéis en ese extraño viaje alrededor del mundo?
—Absolutamente. ¿Y vos, señor Fix?
—¿Yo? No creo en él.
—¡Truhán! —respondió Picaporte guiñando el ojo.
Esa palabra dejó pensativo al agente. El calificativo lo inquietó mucho sin saber por qué. ¿Lo había adivinado el francés? No sabía qué pensar. ¿Cómo podía Picaporte haber descubierto su condición de "detective", cuyo secreto de nadie podía ser sabido? Y sin embargo, al hablar así, Picaporte lo había hecho con segunda intención.
Aconteció también que el buen muchacho se propasó aún más otro día, sin poder contener su lengua.
—Vamos, señor Fix —preguntó a su
compañero con malicia—, ¿acaso una vez
llegados a Hong-Kong tendremos el sentimiento de dejaros allí?
—¡Vaya —respondió Fix bastante desconcertado— no lo sé! ¡Tal vez ... !
—¡Ah! —dijo Picaporte—. ¡Si nos acompañaseis, sería una dicha para mí!
¡Vamos! ¡Un agente de la Compañía Peninsular no debe quedarse en el camino! ¡No ibais más que a Bombay y ya pronto estaréis en China! ¡La América no está lejos, y de América a Europa hay sólo un paso!
Fix miraba con atención a su interlocutor, que le mostraba el semblante más amable del mundo, y adoptó el partido de reírse de él. Pero éste, que estaba de gracia, le preguntó si su oficio le producía mucho.
—Sí y no —respondió Fix sin pestañear—. Hay negocios buenos y malos. ¡Pero bien comprenderéis que no viajo a mis expensas!
—¡Oh! ¡En cuanto a eso, estoy seguro de ello! —exclamó Picaporte riéndose más y mejor.
Terminada la conversación, Fix entró en su camarote y se entregó a la meditación. De un modo o de otro, el francés había reconocido su calidad de agente de policía. Pero, ¿se lo habría dicho a su amo? ¿Qué papel hacía en todo esto? ¿Era cómplice o no? ¿El negocio estaba descubierto y por consiguiente fallido?
El agente pasó algunas horas angustiosas, creyéndolo algunas veces todo perdido, esperando otras que Fogg ignoraba la situación, y por último, no sabiendo qué partido tomar.
Entretanto, se estableció la calma en su cerebro y resolvió obrar francamente con Picaporte. Si no se encontraba en las condiciones apetecidas para prender a Fogg en Hong-Kong, y así Fogg se preparaba para salir definitivamente del territorio inglés, él, Fix, se lo diría todo a Picaporte. O el criado era cómplice del amo y éste lo sabía todo, en cuyo caso el negocio estaba definitivamente comprometido, o el criado no tenía parte alguna en el robo, y entonces su interés estaba en separarse del ladrón.
Tal era pues la situación respectiva de aquellos dos hombres, mientras que Phileas Fogg se distinguía por su magnífica indiferencia. Cumplía racionalmente su órbita alrededor del mundo, sin inquietarse de los asteroides que giraban en su derredor.
Y sin embargo, había en las cercanías — según expresión de los astrónomos— un astro perturbador que hubiera debido producir algunas alteraciones en el corazón de ese caballero. ¡Pero no! El encanto de Aouda no tenía acción alguna, con gran sorpresa de Picaporte, y las perturbaciones, si existían, hubieran sido más difíciles de calcular que las de Urano, que han ocasionado el descubrimiento de Neptuno.
¡Sí! Era un asombro diario para Picaporte, que leía tanto agradecimiento hacia su amo en los ojos de la hermosa joven. ¡Decididamente, Phileas Fogg sólo tenía corazón bastante para conducirse con heroísmo, pero no con amor, no! En cuanto a las preocupaciones que los azares del viaje podían causarle, no daba indicio ninguno de ellas. Pero Picaporte vivía en continua angustia. Apoyado un día en el pasamanos de la máquina, estaba mirando cómo de vez en cuando precipitaba éste su movimiento, cuando la hélice salió de punta fuera de las olas por un violento cabeceo, escapándose el vapor por las válvulas, lo cual provocó las iras de tan digno mozo.
—¡No están bastante cargadas esas válvulas —exclamó—. ¡Eso no es andar! ¡Al fin, ingleses! ¡Ah! Si fuese un buque americano, quizá saltaríamos, pero iríamos más de prisa.
Durante los primeros días de la travesía, el tiempo fue bastante malo. El viento arreció mucho. Fijándose en el Noroeste, contrarió la marcha del vapor, y el
"Rangoon",
demasiado inestable cabeceó considerablemente, adquiriendo los pasajeros el derecho de guardar rencor a esas anchurosas oleadas que el viento levantaba sobre la superficie del mar.
Durante los días 3 y 4 de noviembre fue aquello una especie de tempestad. La borrasca batió el mar con vehemencia. El
"Rangoon"
debió estarse a la capa durante media jornada, manteniéndose con diez vueltas de hélice nada más, y tomando de sesgo a las olas. Todas las velas estaban arriadas, y aun sobraban todos los aparejos que silbaban en medio de las ráfagas.
La velocidad del vapor, como es fácil concebirlo, quedó notablemente rebajada, y se pudo calcular que la llegada a Hong-Kong llevaría veinte horas de atraso y quizá más si la tempestad no cesaba.
Phileas Fogg asistía a aquel espectáculo de un mar furioso que parecía luchar directamente contra él, sin perder su habitual impasibilidad. Su frente no se nubló ni un instante, y sin embargo, una tardanza de veinte horas podía comprometer su viaje, haciéndole perder la salida del vapor de Yokohama. Pero ese hombre sin nervios no experimentaba ni impaciencia ni aburrimiento. Hasta parecía que la tempestad estaba en su programa y estaba prevista. Mistress Aouda que habló de este contratiempo con su compañero, lo encontró tan sereno como antes.
Fix no veía las cosas del mismo modo. Antes al contrario. La tempestad le agradaba. Su satisfacción no hubiera tenido límites si el
"Rangoon"
se llegase a ver obligado a huir ante la tormenta. Todas estas tardanzas le cuadraban bien, porque pondrían a míster Fogg en la precisión de permanecer algunos días en Hong-Kong. Por último, el cielo, con sus ráfagas y borrascas, estaba a su favor. Se encontraba algo indispuesto; ¡pero qué importa! No hacía caso de sus náuseas, y cuando su cuerpo se retorcía por el mareo, su ánimo se ensanchaba con satisfacción inmensa.
En cuanto a Picaporte, bien se puede presumir a que cólera se entregaría durante ese tiempo de prueba. ¡Hasta entonces todo había marchado bien! La tierra y el agua parecían haber estado a disposición de su amo. Vapores y ferrocarriles, todo le obedecía. El viento y el vapor se habían concertado para favorecer su viaje. ¿Había llegado la hora de los desengaños? Picaporte, como si debieran salir de su bolsillo, no vivía las veinte mil libras de la apuesta ya. Aquella tempestad lo exasperaba, la ráfaga lo enfurecía, y de buen grado hubiera azotado a aquel mar tan desobediente. ¡Pobre mozo! Fix le ocultó cuidadosamente su satisfacción personal, e hizo bien, porque, si Picaporte hubiera adivinado la alegría secreta de Fix, éste lo hubiera pasado mal.
Picaporte, durante toda la duración de la borrasca, permaneció sobre el puente del
"Rangoon".
No hubiera podido estarse abajo. Se encaramaba a la arboladura y ayudaba las maniobras con la ligereza de un mono, asombrando a todos. Dirigía preguntas al capitán, a los oficiales, a los marineros, que no podían menos de reírse al verle tan desconcertado. Picaporte quería a toda costa saber cuánto duraría la tempestad, y le designaban el barómetro que no se decidía a subir. Picaporte sacudía el barómetro, pero nada obtenía, ni aun con las injurias que prodigaba al irresponsable instrumento.
Por fin la tempestad se apaciguó; el estado del mar se modificó en la jornada del 4 de noviembre. El viento volvió dos cuartos al Sur y se tornó favorable.
Picaporte se serenó juntamente con el tiempo. Las gavias y foques pudieron desplegarse, y el
"Rangoon"
prosiguió su rumbo con maravillosa velocidad.
Pero no era posible recobrar todo el tiempo perdido. Era necesario resignarse, y la tierra no se divisó hasta el día 6 a las cinco de la mañana. El itinerario de Phileas Fogg señalaba la llegada para el 5. Había, pues una pérdida de veinticuatro horas, y necesariamente se perdía la salida para Yokohama.
A las seis, el piloto subió a bordo del
"Rangoon"
y se colocó en el puente que cubre la escotilla de la maquina para dirigir el buque por los pasos hasta el puerto de HongKong.
Picaporte ardía en deseos de preguntar a ese hombre si el vapor de Yokohama había partido; pero no se atrevió, por no perder la esperanza hasta el último momento. Había confiado sus inquietudes a Fix, quien trataba, el zorro, de consolarlo, diciéndole que míster Fogg lo arreglaría tomando el vapor próximo, lo cual daba inmensa rabia a Picaporte.
Pero si Picaporte no se aventuraba a hacer preguntas al piloto, míster Fogg, después de haber consultado su
"Bradshaw"
le preguntó con calma si sabía cuándo saldría un buque de Hong-Kong para Yokohama.
—Mañana a la primera marea —respondió el piloto.
—¡Ah! —exclamó míster Fogg sin manifestar ningún asombro.
Picaporte, que estaba presente, hubiera abrazado de buen grado al piloto, a quien Fix retorcería con gusto el cuello.
—¿Cuál es el nombre de ese vapor? — preguntó míster Fogg.
—El
"Carnatic"
—respondió el piloto.
—¿No debía marchar ayer?
—Sí, señor, pero tenía que hacer reparaciones en su caldera y se aplazó la salida para mañana.
—Os doy las gracias —respondió míster Fogg, que con paso automático bajó al salón del
"Rangoon".
En cuanto a Picaporte, tomó la mano del piloto y la estrechó vigorosamente diciendo:
—¡Vos, piloto, sois un hombre digno!
El piloto nunca habrá llegado a saber probablemente por qué sus respuestas le valieron tan amistosa expansión. Después de un silbido de la máquina, dirigió el vapor entre aquella flotilla de juncos, tankas, barcos de pesca y buques de todo género que obstruían los pasos de Hong-Kong.
A la una, el
"Rangoon"
estaba en el muelle y los pasajeros desembarcaron.
En esta circunstancia debemos convenir en que el azar había singularmente favorecido a
Phileas Fogg. Sin la necesidad de reparar sus calderas el
"Carnatic"
se hubiera marchado el 5 de noviembre, y los viajeros para el Japón hubieran tenido que aguardar durante ocho días la salida del vapor siguiente. Es cierto que míster Fogg estaba veinticuatro horas atrasado, pero este atraso no podía tener para él consecuencias sensibles.
En efecto, el vapor que hace la travesía del Pacífico desde Yokohama a San Francisco, estaba en correspondencia directa con el de Hong-Kong y no podía salir antes de la llegada de éste. Habría evidentemente veinticuatro horas de atraso en Yokohama, pero durante los veintidós días que dura la travesía del Pacífico sería fácil recobrarlas. Phileas Fogg se hallaba, pues, con veinticuatro horas de diferencia en las condiciones de su programa, treinta y cinco días después de su salida de Londres.
El
"Carnatic"
no debía salir hasta el día siguiente a las cinco, y por consiguiente podía míster Fogg disponer de dieciséis horas para sus asuntos; es decir, para los de Aouda. Al desembarcar ofreció su brazo a la joven y la condujo a una litera pidiendo a los porteadores que le indicasen una fonda. Le designaron el "Hotel del Club", adonde llegó el palanquín veinte minutos después, seguido de Picaporte.
Se tomó un cuarto para la joven, y Phileas Fogg cuidó que nada le faltase. Después le dijo que iba inmediatamente a ponerse en busca de los parientes en poder de quienes debía dejarla. Al mismo tiempo dio a Picaporte la orden de permanecer en el hotel hasta su regreso, para que la joven no estuviese sola.
El
gentleman
se hizo conducir a la Bolsa. Allí conocerían probablemente a un personaje tal como el honorable Jejeeh, que era uno de los más ricos comerciantes de la ciudad.
El corredor a quien se dirigió míster Fogg conocía en efecto al negociante parsi; pero hacía dos años que éste, después de haber hecho fortuna, había ido a establecerse a Europa —en Holanda, según se creía— lo cual se explicaba por las numerosas relaciones que había tenido con este país durante su existencia comercial.
Phileas Fogg volvió al "Hotel del Club", y al punto se presentó ante mistress Aouda, a quien sin más le manifestó que el honorable Jejeeh no residía ya en Hong-Kong, habitando probablemente en Holanda.
Aouda al pronto no respondió nada. Se pasó la mano por la frente y estuvo meditando durante algunos instantes. Después, dijo con suave voz:
—¿Qué debo hacer, míster Fogg?
—Muy sencillo —respondió el
gentleman—.
Venir a Europa.
—Pero yo no puedo abusar...
—No abusáis, y vuestra presencia no entorpece mi programa. ¿Picaporte?
—Señor —respondió Picaporte.
—Id al
"Carnatic"
y tomad tres camarotes.
Picaporte, gozoso de seguir el viaje en compañía de la joven que lo trataba con mucho agrado, dejó al punto el "Hotel del Club".
Hong-Kong no es más que un islote cuya posesión quedó asegurada para Inglaterra por el Tratado de Tonkín después de la guerra de 1842. En algunos años el genio colonizador de la Gran Bretaña había fundado allí una ciudad importante y creado un puerto, el puerto Victoria. La isla se halla situada en la embocadura del río de Cantón, habiendo solamente sesenta millas hasta la ciudad portuguesa de Macao, construida en la ribera opuesta. Hong-Kong debía por necesidad vencer a Macao en la lucha mercantil, y ahora la mayor parte del tránsito chino se efectúa por la ciudad inglesa. Los docks, los hospitales, los muelles, los depósitos, una catedral gótica, la casa del gobernador, calles macadamizadas, todo haría creer que una de las ciudades de los condados de Kent o de Surrey, atravesando la esfera terrestre, se ha trasladado a ese punto de la China, casi en las antípodas.
Picaporte se dirigió con las manos metidas en los bolsillos hacia el puerto Victoria, mirando los palanquines, las carretillas de vela, todavía usadas en el celeste Imperio, y toda aquella muchedumbre de chinos, japoneses y europeos que se apiñaban en las calles. Con poca diferencia, aquello era todavía muy parecido a Bombay, Calcuta o Singapore. Hay como un rastro de ciudades inglesas así alrededor del mundo.