En una ocasión, había derramado agua sin querer (la ración de todo un día), mientras trabajaba en un almacén. Como castigo, el naib Dhartha le negó toda clase de líquidos durante dos días, e insistió en que debía aprender la lección si quería llegar a formar parte de la tribu. Pero Selim nunca había visto que se infligiera tamaño castigo a otros que habían cometido errores semejantes.
Cuando solo tenía ocho años estándar, había ido a explorar riscos y rocas, a cazar lagartos y buscar hierbas de raíces comestibles. Una tormenta de arena le había pillado por sorpresa, y obligado a buscar refugio. Selim recordaba el terror que había experimentado durante los dos días que había pasado solo. Cuando por fin había regresado a la aldea, con la esperanza de ser recibido con alegría, se dio cuenta de que nadie había reparado en su ausencia.
Por el contrario, Ebrahim, el hijo de un respetado padre de la tribu, tenía demasiados hermanos para que nadie le prestara atención. Tal vez a modo de compensación, Ebrahim se metía en muchos líos, y ponía a prueba constantemente las restricciones del naib, al tiempo que procuraba contar siempre con la compañía de Selim, por si había que echar la culpa a alguien.
Por ser un bribón indeseable, Selim nunca había conocido lo que era la verdadera camaradería. Había aceptado las manipulaciones de Ebrahim con ingenuidad, sin pensar en la posibilidad de que el otro muchacho se estuviera aprovechando de él. Selim había tardado en aprender la lección, y solo lo consiguió tras pagar el precio del exilio en el desierto, donde esperaban que muriera.
Pero había sobrevivido. Había montado a Shaitan, y Budalá le había guiado hasta este lugar escondido…
Como las largas tormentas le ponían nervioso, Selim se decidió a explorar el centro de investigaciones. Estudió las hileras de instrumentos sofisticados y registros, pero no llegó a desentrañar las complejidades de la atrasada tecnología. Conocía vagamente la función de los sistemas, pero no comprendía el funcionamiento de las máquinas instaladas por los científicos del Imperio Antiguo. Como la estación se había conservado intacta durante centenares, tal vez miles, de años, las investigaciones de un joven curioso no podrían perjudicarla…
Algunas células de energía todavía estaban activas, y consiguió conectar los sistemas, iluminar los paneles. Por fin, descubrió la forma de activar un archivo, la holograbación de un hombre alto de extrañas facciones, grandes ojos y piel clara. Los huesos de su cara eran peculiares, como si procediera de una raza humana diferente. El científico imperial vestía ropas de colores brillantes, algunas metálicas, otras de diseños inusuales. Él y otros investigadores habían sido enviados al planeta para analizar los recursos de Arrakis y averiguar si era apto para la colonización. Pero no habían encontrado nada interesante.
—Esta será nuestra última grabación —dijo el científico, en un oscuro dialecto del galach que resultó apenas comprensible para Selim. Pasó cinco veces la grabación hasta comprender por entero mensaje—. Aunque nuestra misión aún no ha terminado, una nueva nave de transporte ha aterrizado en el espaciopuerto local. El capitán nos ha transmitido un mensaje urgente, referente a los disturbios y el caos que se han apoderado del Imperio. Una junta de tiranos se ha hecho con el control de nuestras serviles máquinas pensantes, y las ha utilizado para apoderarse del gobierno galáctico. ¡Nuestra civilización está perdida!
Detrás de él, los compañeros del científico murmuraban en voz baja, nerviosos.
—El capitán de la nave de transporte ha de partir dentro de escasos días. No podremos finalizar nuestro trabajo a tiempo, pero si no nos vamos ahora, los disturbios pueden propagarse por todo el Imperio.
Selim contempló a los investigadores, de expresión preocupada y mirada distante.
—Tal vez los líderes políticos tarden un tiempo en resolver esta disputa y restaurar la normalidad. Ninguno de nosotros desea quedar aislado en este espantoso lugar, así que nos iremos con el transporte después de desconectar todos los sistemas de nuestras estaciones experimentales. En cualquier caso, poco queda por descubrir en el desierto Arrakis, pero si alguna vez volvemos, hemos tomado medidas para que las estaciones permanezcan intactas y operativas, aunque transcurran algunos años.
Cuando la grabación terminó, Selim lanzó una risita.
—¡Han pasado más de algunos años!
Pero las imágenes de los científicos del fenecido Imperio no contestaron, con la mirada perdida en un futuro incierto. Selim tuvo ganas de compartir su deleite con alguien, pero no pudo. El desierto le retenía prisionero. Sin embargo, encontraría una forma de escapar.
El peligro disminuye a medida que aumenta nuestra confianza en los seres humanos.
X
AVIER
H
ARKONNEN
, arenga militar
Siete días.
Brigit Paterson no había deseado limitar tanto el tiempo, pero su equipo había trabajado con denuedo. Comprobó una y otra vez su trabajo, para asegurarse de que no habían cometido errores. Estaba en juego la suerte de todo un planeta.
Según los cálculos más optimistas de Serena, los ingenieros habían terminado con el tiempo justo.
Después de probar el sistema de descodificación y comprobar que funcionaba, pese a sus exigencias, Brigit concedió por fin a su gente unas horas de descanso. Algunos se quedaron sentados, con la vista clavada en el cielo grisáceo que se veía a través de las ventanas de plaz de sus barracones improvisados. Otros se durmieron de inmediato, como en animación suspendida.
La Armada llegó la mañana del noveno día.
El sistema detector que habían empalmado en la red sensora de Omnius disparó las alarmas. Brigit despertó a su equipo y dijo que la flota de la liga se acercaba al sistema, dispuesta a reconquistar Giedi Prime. Confiaba en que Serena hubiera interceptado las naves para informar de lo que debían esperar.
Los cimeks, desdeñosos, no quisieron creer que los humanos osaran atacarles, mientras la encarnación de Omnius se esforzaba en analizar la situación para encontrar una respuesta.
La flota de máquinas pensantes mantenía en órbita varios patrulleros, pero casi todas las naves de guerra robot se utilizaban en tierra para subyugar a la población. Ahora que se acercaba la Armada de la Liga, el Omnius de Giedi Prime propagó órdenes por la red informática. Las naves de combate robóticas calentaron motores, con el fin de lanzar una enorme fuerza sincronizada contra los invasores hrethgir.
Brigit Paterson escuchó los planes y sonrió.
El subjefe de los ingenieros se acercó corriendo.
—¿No deberíamos conectar los escudos descodificadores? Todos están preparados. ¿A qué estás esperando? Brigit le miró.
—Estoy esperando a que esos estúpidos robots caigan en la trampa.
Vio en las toscas pantallas instaladas en el complejo inconcluso que cien naves de combate despegaban de los campos de aterrizaje conquistados. Las enormes naves se alzaron del suelo, cargadas con una potencia de fuego increíble.
—No tan deprisa.
Por fin, Brigit activó los escudos descodificadores Holtzman renovados. Las torres de transmisión bombearon energía a la red de satélites, y la interrupción se propagó como una telaraña, invisible y mortífera para los circuitos gelificados de inteligencia artificial.
La flota robot nuca supo qué les había alcanzado.
Incapaces de creer que algo pudiera afectar a sus planes, las máquinas pensantes colisionaron con el delgado velo que destruyó de inmediato sus cerebros electrónicos, sistemas de borrado y unidades de memoria. Las naves, una por una, fueron cayendo desde el cielo, hasta estrellarse contra el suelo.
Algunas impactaron en zonas deshabitadas. Otras, por desgracia, no.
Brigit Paterson no quiso ni pensar en los
daños colaterales
que acababa de causar en el ya devastado planeta. Al ver su éxito, los ingenieros prorrumpieron en vítores. Las restantes naves de guerra no podrían oponerse a la fuerza combinada de la Armada, ni descender a la superficie para provocar destrozos.
—Aún no hemos ganado —advirtió Brigit—, pero quizá no tardemos mucho en marcharnos de esta roca.
La Armada se acercaba a Giedi Prime, con todas las armas preparadas para repeler a las máquinas pensantes. Xavier rezó para que el audaz plan de Serena hubiera tenido éxito, y se encontrara sana y salva donde fuera.
Había insistido en tomar el mando del peligroso ataque, no porque deseara reclamar la gloria de una victoria que elevara la moral, sino porque deseaba con desesperación rescatar a Serena.
Omnius había calculado mal los planes y capacidad de los humanos. Después de debatir los pros y las contras, y llegar a la conclusión de que la liga contaba con escasas probabilidades de vencer, la supermente había desechado la amenaza. Ningún enemigo sensato atacaría con tantas probabilidades en contra.
Pero Xavier Harkonnen no se negaba nunca a emprender misiones desesperadas. Y en este caso, la supermente de Giedi Prime no estaba en posesión de esa información fundamental. Este Omnius carecía de datos vitales acerca de las hechiceras de Rossak, acerca de los nuevos descodificadores portátiles y, confiaba Xavier, de los nuevos transmisores de escudo secundarios, ahora en funcionamiento.
Cuando las naves de guerra robóticas en órbita detectaron la llegada de la Armada, adoptaron la formación habitual para destruir al enemigo. Xavier oyó por el comunicador un informe de su segundo, el cuarto Powder.
—Señor, las máquinas pensantes se acercan. Sus cañoneras de misiles están abiertas.
Xavier dio la primera orden.
—Enviad las divisiones de asalto terrestres… Lanzad los transportes blindados de tropas.
Las naves transportaban a la hechicera Heoma y a sus guardaespaldas de Rossak, así como a soldados que utilizarían los descodificadores portátiles contra los robots de Giedi City.
De repente, el cuarto Powder alzó la vista de su puesto, después de verificar los análisis que sus oficiales tácticos le acababan de Facilitar.
—¡Señor, parece que los escudos descodificadores se han activado en todo el planeta!
El corazón de Xavier se hinchó de esperanza.
—Tal como Serena prometió.
Los soldados lanzaron vítores, pero él sonrió por un motivo muy diferente. Ahora, sabía que ella estaba viva. Serena había logrado lo imposible, tal como ocurría a menudo.
—¡Las naves robóticas están cayendo! ¡Los descodificadores las han desconectado!
—Bien, pero las máquinas pensantes instaladas en tierra intentarán desmantelar las torres de transmisión secundarias. Hemos de terminar el trabajo mientras la flota robot esté atrapada aquí y el resto de máquinas pensantes se halle inmovilizada en las ciudades. —Xavier no iba a permitir que el esfuerzo de Serena fuera estéril—. Vamos a reconquistar el planeta.
Ocho kindjals surgieron de las escotillas de lanzamiento de la ballesta capitana, flanqueando el transporte de Heoma, todos armados hasta los dientes y dispuestos a batirse con el enemigo. La misión de los kindjals era causar confusión y caos, distraer a los robots carentes de imaginación, con el fin de que la hechicera aterrizara y llevara a cabo su trascendental misión.
Al ver que las naves de guerra robóticas apuntaban sus armas, Xavier ordenó a los transportes de tropas que se dieran prisa. Enjambres de naves de la Armada de menor tamaño penetraron en la atmósfera y se dirigieron hacia Giedi City.
Xavier cerró los ojos, deseó lo mejor a sus camaradas, y se concentró en la amenaza que aguardaba en órbita.
Algunas vidas se toman, mientras otras se entregan con absoluta libertad.
Z
UFA
C
ENVA
, repetida frase de alabanza
Heoma, rodeada por seis silenciosos hombres de Rossak, pilotaba el transporte de tropas. Todos sus guardaespaldas llevaban uniformes y cascos acolchados, que les proporcionaban cierta protección contra el fuego de proyectiles. Los hombres echaron un vistazo al altímetro, mientras la nave descendía, y engulleron cócteles de drogas de Rossak. Los potentes estimulantes quemaron como lava sus venas y fibras musculares, al tiempo que apaciguaban el miedo y el dolor.
Gracias a su capacidad telepática, Heoma vio que los hombres drogados se convertían en tormentas humanas, dispuestas a lanzar rayos contra sus enemigos. La miraron de uno en uno, comunicando una certeza no verbalizada, la de que estaban a punto de morir.
El transporte se estremecía mientras capeaba peligrosos vientos cortantes. Heoma no era una piloto experta, pero podría posar la nave. No requeriría un aterrizaje delicado, solo poder salir por su propio pie.
Había esperado que naves robot les interceptaran, pero Heoma vio que los transportes de las máquinas pensantes se estrellaban en tierra, cayendo como piedras sobre edificios y parques. Otras naves que habían conseguido volar lo bastante bajo para evitar los peores efectos de los escudos descodificadores se esforzaban por aterrizar con sus sistemas dañados.
—No están en condiciones de preocuparse por nosotros —transmitió un hombre desde uno de los kindjals. Las veloces naves de la Armada abrieron fuego de artillería y vaporizaron algunas naves enemigas.
En órbita, las naves de combate de la Armada intercambiaban furiosos disparos con las naves de inteligencia artificial, que ya no podían descender a la superficie para defender a Omnius. El tercero Harkonnen también había enviado una fuerza de asalto terrestre, después de que Heoma y su reducido equipo hubieran seguido su ruta predeterminada. Cada punta del ataque tenía su misión concreta, y era preciso controlar todos los detalles.
Heoma fijó la vista en los controles de la nave, mientras contaba los segundos. Su ataque iba a ser desesperado. No gozaría de otra oportunidad. Y tenía que terminar antes de que los soldados de la liga tomaran posiciones.
Cuando atravesaron las nubes bajas, vio la ciudad, calles y altos edificios construidos por orgullosos humanos que habían imaginado un futuro próspero. Manzanas enteras se veían ennegrecidas, en especial los complejos residenciales, que al parecer carecían de todo valor para los inhumanos conquistadores.
Recordó el informe recibido, durante el cual había memorizado los únicos planos disponibles de Giedy City, y localizó la ciudadela que había sido la residencia del gobernador. En ella, los cimeks habían instalado una nueva encarnación de Omnius, según el mensajero Pinquer Jibb. La mansión del magno se había convertido en una fortaleza de las máquinas pensantes.