Llegó a creer que los gusanos no eran Shaitan, sino bendiciones de Budalá, tal vez incluso manifestaciones tangibles de Dios.
Después de meses de recuperarse y aburrirse en la antigua instalación, viviendo sin un objetivo definido, Selim supo que debía salir a montar un gusano otra vez. Necesitaba averiguar con exactitud lo que Budalá esperaba de él.
Había señalado con sumo cuidado el emplazamiento de la estación. Por desgracia, como no podía guiar a los gusanos, sabía que constituiría todo un desafío regresar a su refugio secreto. Después salir, había cargado todo lo necesario a su espalda.
Era Selim Montagusanos, elegido y guiado por Budalá. No necesitaba ayuda de los demás.
Después de matar a dos gusanos más, a base de montarlos hasta que se desplomaron de cansancio, Selim descubrió que no era necesario matar a un gusano para poder huir sin peligro. Cabía la posibilidad de desmontar de una bestia cansada saltando desde la cola, para luego correr hacia las rocas. El gusano, demasiado cansado para darle caza se hundía en la arena, enfurruñado.
Lo cual satisfacía a Selim, porque no le parecía justo destruir a los animales que le facilitaban transporte. Si los gusanos eran emisarios de Budalá, y ancianos del desierto, debía tratarlos con respeto.
En su cuarto viaje, descubrió la manera de manipular los bordes sensibles de los anillos del dragón, utilizando una especie de pala y la afilada lanza metálica para azuzar a Shaitan en la dirección que Selim deseaba. Era una idea sencilla, pero exigía mucho trabajo. Le dolían los músculos cuando saltó de un gusano agotado y corrió hacia el refugio de las rocas cercanas. Seguía perdido en las profundidades del desierto, pero en un sentido muy real, ahora desierto le pertenecía. ¡Era invencible! Budalá velaba por él.
Selim aún guardaba una provisión razonable de agua procedente de las unidades de destilación de la estación, y su dieta consistía en grandes cantidades de melange, que le proporcionaba fuerza y energía. En cuanto aprendiera a dominar a los gusanos, podría viajar a donde quisiera y volver a la estación abandonada.
Otros zensunni le habrían llamado loco, asombrados por su audaz intento de domar a los terroríficos gusanos, pero al joven exiliado ya no le importaba nada lo que su pueblo pensara de él. Estaba en contacto con otro reino. Creía en el fondo de su corazón que había nacido para esto.
Bajo la luz de las dos lunas, Selim guió a su montura entre las dunas. Horas antes, el animal había cesado de intentar descabalgar a su jinete, y siguió adelante, resignado a las órdenes del demonio que no dejaba de hacerle daño en la piel sensible que tenía entre los anillos. Selim se guiaba por las estrellas, dibujaba líneas como flechas entre las constelaciones. El implacable paisaje empezaba a parecerle familiar, y pensó que ya estaba cerca de la estación botánica, su refugio. Su hogar.
En aquella soledad, rodeada por el aroma amargo del azufre y la canela, se permitió pensar y soñar. Poco más podía hacer desde su exilio. ¿No habían empezado así los grandes filósofos?
Algún día, quizá utilizaría la estación abandonada como semilla de su propia colonia. Tal vez podría reunir gente insatisfecha de otros pueblos zensunni, exiliados como él y deseosos de vivir sin normas opresivas, que rigurosos naibs obligaban a cumplir. Gracias al control de los gusanos, la gente de Selim contaría con una fuerza que ningún forajido había poseído jamás.
¿Era eso lo que Budalá quería que hiciera?
El joven sonrió, pero luego se entristeció cuando se acordó de Ebrahim, que con tanta facilidad se había vuelto contra él. Para colmo, había lanzado piedras e insultos a Selim, imitando a los demás.
Por fin, el jinete divisó la formación rocosa familiar. Su corazón dio un brinco de alegría. El coloso le había transportado con más celeridad de la que había supuesto. Sonrió, y luego se dio cuenta de que sería todo un desafío desmontar de este demonio, que aún no estaba exhausto. ¿Otra prueba?
Selim desvió el gusano hacia las rocas, con la ayuda de la pala y la lanza, con la idea de varar al animal en los afloramientos, aunque luego podría volver a su refugio de arena. El monstruo sin ojos intuyó las rocas, reconoció una diferencia de viscosidad y vibraciones en la arena, y giró en dirección contraria. Selim le atormentó con la lanza y la pala. El confuso gusano se retorció y disminuyó la velocidad. Cuando pasó cerca de la primera línea rocosa, Selim saltó junto con su equipo. Cuando tocó el suelo, puso a correr a toda la velocidad de sus piernas.
El arrecife de roca se encontraba a menos de cien metros de distancia, y el animal se revolvió de un lado a otro, como si no diera crédito a su repentina liberación. Por fin, percibió el ritmo de los pasos de Selim. El monstruo se precipitó hacia él. Selim corrió a más velocidad, y se desvió en dirección a los peñascos. Saltó sobre una capa de lava rocosa y siguió corriendo. El gusano surgió de la arena, con las cavernosas fauces abiertas. Vaciló como si temiera acercarse más a la barrera rocosa, y luego se dejó caer sobre el suelo.
Selim ya había salvado la segunda hilera de peñascos y encontrado refugio en una pequeña oquedad. El gusano golpeaba el risco como un martillo gigante, pero no sabía dónde se había ocultado el pequeño humano.
El gusano, enfurecido, se echó hacia atrás, y un potente hedor a melange brotó de su boca. Descargó su enorme cabeza contra las rocas una vez más, y después retrocedió. Frustrado y vencido, se alejó por fin, hasta hundirse bajo una duna. Se encaminó hacia las profundidades del desierto, lento e indignado.
Selim salió de su refugio con el corazón acelerado. Paseó la vista a su alrededor, asombrado de estar vivo. Rió y dio gracias a Budalá con toda la fuerza de sus pulmones. La antigua estación botánica se alzaba sobre él, esperándole. Pasaría varios días en su hogar reponiendo sus provisiones y bebiendo mucha agua.
Cuando empezó a trepar con brazos y piernas fatigados, Selim vio algo que brillaba a la luz de la luna, perdido en las rocas rotas que el furioso gusano había triturado. Otro diente de cristal, y más largo. Se había roto durante el ataque de la bestia, y resbalado hasta el fondo de una hendidura. Selim se apoderó del arma lechosa. ¡Una recompensa de Budalá! La alzó con aire triunfal antes de regresar hacia la estación abandonada.
Ahora, tenía dos.
El tiempo depende de la posición del observador y la dirección en que mira.
P
ENSADORA
K
WYNA
, archivos de
la Ciudad de la Introspección
Todavía furiosa, Zufa Cenva regresó a Rossak, donde tenía la intención de concentrarse en la guerra. Después de bajar en la pista de aterrizaje construida sobre las hojas púrpura y plata, se dirigió de inmediato a la amplia habitación que compartía con Aurelius Venport.
Zufa se había ganado la suntuosa residencia gracias a su habilidad política y sus poderes telepáticos. No podía evitar fruncir el ceño cada vez que veía las ambiciones comerciales de Venport, sus pingües beneficios y sus metas hedonistas. Unas prioridades estúpidas. Todo eso no significaba nada si las máquinas pensantes ganaban la guerra. ¿Acaso no comprendía que se había cegado a la terrible amenaza?
Agotada del largo viaje, y todavía disgustada por la discusión sostenida con su hija, Zufa entró en sus aposentos de paredes blancas, con el único deseo de descansar antes de planificar la siguiente ronda de ataques contra las máquinas pensantes.
Encontró a Venport solo, pero no la estaba esperando. Se hallaba sentado a una mesa de vetas verdes tallada de los acantilados. Su rostro, cubierto de sudor, seguía siendo hermoso, con las facciones nobles que ella había elegido, un buen complemento de su linaje.
Venport ni siquiera reparó en ella. Su mirada era distante, sumida en las secuelas de alguna nueva droga con la que estaría experimentando.
Había ante él sobre la mesa una caja de malla metálica que contenía avispas escarlata, de aguijón largo y alas ónice. Tenía el brazo desnudo metido en la caja, con la malla metálica cerrada alrededor de su codo. Las irritadas avispas le habían picado en repetidas ocasiones, e inyectado veneno en su torrente sanguíneo.
Más furiosa que horrorizada, Zufa le miró estupefacta.
—¿A esto te dedicas mientras yo intento salvar a la raza humana? —Apoyó las manos sobre el cinturón enjoyado que ceñía su túnica oscura, al tiempo que su boca formaba una línea recta y delgada—. Una hechicera ha muerto en combate, alguien a quien yo adiestré, alguien a quien quería. Heoma dio su vida por nuestra libertad, y aquí estás tú, entregado a orgías alucinógenas.
El hombre no se movió. Su expresión vaga no se alteró.
Las agresivas avispas se lanzaban contra la malla metálica, mientras emitían una especie de zumbido musical. Los insectos aguijonearon su carne hinchada una y otra vez. Zufa se preguntó qué sustancia psicotrópica proporcionaba el veneno, y cómo la había descubierto Venport.
—Me das asco —dijo por fin, incapaz de encontrar palabras que expresaran su furia.
Una vez, después de hacer el amor, Aurelius había afirmado que experimentaba con drogas para algo más que divertirse o conseguir ganancias comerciales. Mientras velas perfumadas ardían en una oquedad rocosa situada sobre su lecho, Venport le había confiado:
—En algún lugar de la selva, espero encontrar una sustancia farmacéutica capaz de despertar el potencial telepático masculino.
De tal forma, confiaba en que los hombres estuvieran a la par que las hechiceras.
Zufa había reído de sus ridículas fantasías. Herido, Aurelius nunca más había vuelto a hablar del tema.
Mucho tiempo antes, los primeros colonos de Rossak habían quedado contaminados por productos químicos de la selva, los cuales habían aumentado su potencia mental. ¿De qué forma, si no, habrían obtenido las mujeres tales poderes extrasensoriales en este planeta concreto, y no en otro? Sin embargo, ya fuera por diferencias hormonales o cromosómicas, los hombres parecían inmunes a tales efectos del entorno.
Zufa le ordenó a gritos que retirara la mano de la jaula, pero Venport no pronunció ni una palabra.
—Tú juegas con drogas, y mi hija lleva a cabo experimentos absurdos con campos suspensorios y lámparas flotantes. ¿Son mis hechiceras las únicas personas de Rossak con sentido de la responsabilidad?
Aunque los ojos de Aurelius se volvieron hacia ella, no pareció verla.
—Menudo patriota estás hecho —dijo por fin Zufa, asqueada—. Espero que la historia te recuerde por esto.
Se marchó en busca de un lugar donde pudiera pensar en formas de continuar luchando contra las máquinas pensantes, mientras otros se divertían ajenos a la amenaza.
Cuando su pareja salió, los ojos vidriosos de Venport empezaron brillar como brasas. Se concentró en la puerta abierta de sus aposentos, y el silencio pareció crecer, como si estuviera absorbiendo sonido y energía del aire. Su mandíbula se tensó, y se concentró más… y más.
La puerta se cerró poco a poco por sí sola.
Satisfecho pero agotado, Venport sacó el brazo de la jaula y cayó al suelo.
Las hipótesis forman una rejilla transparente a través de la cual vemos el universo, y a veces nos engañamos con la falacia de que la rejilla es ese universo.
P
ENSADOR
E
KLO
, de la Tierra
Como recompensa por terminar la estatua de Ajax en un plazo imposible, concedieron a Iblis Ginjo cuatro días de vacaciones. Hasta los capataces de los trabajadores neocimek se alegraron de que el jefe de las cuadrillas humanas les hubiera salvado de la ira de Ajax. Antes de partir, Iblis se aseguró de que sus esclavos recibieran los premios que había prometido. Se trataba de una inversión, y sabía que trabajarían con mayor ahínco en el siguiente proyecto.
Gracias a un permiso especial de sus amos, Iblis se alejó de la ciudad hasta adentrarse en los páramos rocosos, el escenario de una batalla ocurrida mucho tiempo atrás. Los humanos de confianza gozaban de privilegios y libertades especiales, la posibilidad de recibir premios por un trabajo bien hecho. A las máquinas pensantes no les preocupaba que huyera, en primer lugar porque carecía de la menor posibilidad de abandonar el planeta, y tampoco podía conseguir comida o refugio.
De hecho, tenía otra cosa en mente: un peregrinaje.
Iblis montaba a horcajadas de un burcaballo, un animal de laboratorio utilizado en el pasado, cuando los humanos gobernaban la Tierra. El desagradable animal tenía una cabeza de gran tamaño, orejas colgantes y patas rechonchas diseñadas para trabajar más que a correr. El animal proyectaba un hedor similar al de un pelle empapado en aguas fecales.
El burcaballo subió por una senda estrecha y serpenteante. Hacía años que Iblis no visitaba el lugar, pero conocía el camino de memoria. Esas cosas no se olvidaban con facilidad. La curiosidad había espoleado sus visitas anteriores al monasterio del pensador Eklo. Esta vez, necesitaba con desesperación guía y consejo.
Después de recibir el anónimo mensaje revolucionario, Iblis había meditado en la posible existencia de otros humanos insatisfechos, gente decidida a desafiar a Omnius. Durante toda su vida, había estado rodeado de esclavos aherrojados por las máquinas. Jamás había imaginado que pudieran existir otras posibilidades. Transcurridos mil años, cualquier perspectiva de cambio o mejora parecía imposible.
Tras muchas deliberaciones internas, Iblis deseaba creer que existían células de humanos rebeldes en la Tierra, tal vez incluso en otros Planetas Sincronizados. Grupos dispersos animados por la idea de la rebelión.
Si somos capaces de construir monumentos tan enormes, ¿por qué no podemos derribarlos?
La idea prendió fuego a su profundo resentimiento hacia Omnius, los robots, y sobre todo los cimeks, que parecían especialmente agresivos contra los humanos. Pero antes de decidir si el mensaje no era más que una pura fantasía, tenía que llevar a cabo algunas investigaciones. Iblis había sobrevivido durante tanto tiempo porque era cauteloso y obediente. Debía realizar sus investigaciones de manera que las máquinas no sospecharan sus intenciones.
Con el fin de obtener respuestas, no existía mejor fuente que el pensador Eklo.
Años atrás, Iblis había formado parte de un grupo dedicado a perseguir esclavos. Daba caza a los escasos desgraciados que escapaban de la ciudad sin plan forjado, capacidad de supervivencia o provisiones. Rumores falsos habían convencido a estos desesperados de que los pensadores, políticamente neutrales, les concederían asilo. Una idea absurda, teniendo en cuenta que los cerebros incorpóreos solo deseaban aislamiento para abismarse en sus pensamientos esotéricos. A los pensadores se les daba una higa la Era de los Titanes, las Rebeliones Hrethgir o la creación de los Planetas Sincronizados. Los pensadores no deseaban ser molestados, de manera que las máquinas pensantes los toleraban.