Laura levantó la mirada y la cruzó con la de Davinia. La joven sargento parecía tan perpleja como antes, pero no dijo nada.
En ese momento llegó junto a ellos Aguirre, cargando con un grueso maletín de plástico.
—¿Han averiguado algo?
—Aún no. ¿Puede darle el maletín a Eric, por favor?
Aguirre hizo lo que le pedía, y después se puso en cuclillas y observó el repugnante charco negro.
—Eso no es vómito. Este hombre tiene la cabeza abierta.
—Sí, nos hemos fijado. No toque la sangre con los guantes, por favor.
—Sinceramente, no pensaba hacerlo.
Eric se agachó junto al cadáver y abrió el maletín. Dentro había un equipo completo de análisis de campaña, pulcramente ordenado, que incluía un microscopio, un cromatógrafo de gases portátil y varios test ELISA para inmunoglobulinas G y M, específicos para detectar el ébola. También incluía una sierra eléctrica, una cuchilla de autopsia, jeringas y frascos, una mininevera para muestras, etiquetas plastificadas y rotuladores indelebles.
Eric escogió un bastoncillo de algodón cubierto por una cápsula y lo acercó al charco de sangre. En el líquido negro flotaba una especie de grumos rojizos. Tocó uno con la punta del bastoncillo y el grumo se deshizo ante sus ojos.
—Parece tejido cerebral, pero tiene una consistencia extraña —comentó—. Es como
porridge
.
—El ébola hace cosas así a los tejidos blandos, e incluso peores —dijo Laura.
—Ya, pero me pregunto qué clase de…
Sus palabras fueron interrumpidas por Davinia, que dio un respingo y se giró velozmente, al tiempo que profería una exclamación ahogada. Su movimiento alertó a su compañero, que se movió apuntando en la misma dirección.
—¿Qué pasa? —preguntó Laura.
Davinia señaló con el fusil hacia un grupo de casas.
—Hay alguien caminando por aquella acera. Miren allí.
Laura se volvió hacia la dirección que Davinia le señalaba y entrecerró los ojos. Al cabo de unos segundos, distinguió una figura que se movía bajo la sombra de un edificio.
—Un superviviente —dijo—. Perfecto. Él podrá explicarnos lo sucedido.
Laura levantó la mano y la agitó en el aire intentando llamar la atención del desconocido. Gritó: «¡Eh, usted!», pero la máscara impidió que su voz sonase fuerte. Al final, la figura dobló una esquina y desapareció de su vista. Laura se volvió hacia Davinia y le dijo:
—Acompáñeme, por favor. Los demás, permanezcan aquí. Vamos a buscar a esa persona y regresamos de inmediato.
Eric seguía ocupado con las muestras, rellenando con cuidado las celdillas de una placa de test ELISA mientras Aguirre lo observaba atentamente. Había que ser metódico, sobre todo trabajando en el exterior, porque resultaba muy fácil pifiarla al realizar una prueba tan sensible y compleja en condiciones que no eran las ideales de un laboratorio. La clave consistía en seguir los pasos como en una receta de cocina; las pautas estaban muy definidas y no había margen para el error.
Aun así, Eric apartó por un instante los ojos del test y dijo:
—¡Tened mucho cuidado!
Laura y Davinia se dirigieron a la callejuela por la que habían visto desaparecer al superviviente. La sargento parecía tranquila, pero mientas caminaba no dejaba de comprobar con gestos mecánicos que su G36 se encontraba listo para disparar.
Laura la observó y notó que el nudo en su estómago se apretaba un poco más. Pero cuando Davinia la miró, se esforzó por devolverle una sonrisa.
—Todo va a salir bien —le dijo.
Llegaron al callejón. Era tan estrecho que un contenedor de obra ocupaba casi toda su anchura. Alrededor de él había cajones de fruta tirados por el suelo, millares de papeles desparramados y cajas de cartón. El superviviente se movía con torpeza entre la basura y los escombros, alejándose de ellas.
—¡Eh, usted! —repitió Laura. Pero tampoco ahora obtuvo respuesta.
—Ha tenido que vernos —dijo Davinia—. Con estos trajes naranja y en medio de una calle vacía, somos cualquier cosa menos discretas.
Laura rodeó el contenedor y gritó tan fuerte como pudo:
—¡Eh, usted! ¡Deténgase!
A pesar de la máscara, su voz había resonado con claridad entre las paredes del callejón. Pero el superviviente siguió alejándose tambaleante y sin darse por aludido.
Las dos mujeres lo persiguieron con toda la velocidad que les permitían los trajes. Pese a que le sacaba unos cuantos años a la militar, Laura, que salía a correr siempre que podía y había practicado atletismo en el instituto, ganó un par de metros de ventaja y alcanzó al superviviente justo antes de que saliese del callejón.
El extraño se detuvo por fin y empezó a volverse muy despacio, con movimientos de sonámbulo. Al ver su rostro, Laura dio un paso atrás y a duras penas contuvo un gemido. El hombre tenía el rostro cubierto de manchas púrpura, y de su nariz y sus oídos fluían hilos grumosos de sangre negruzca.
Un poco avergonzada por su reacción, Laura volvió a acercarse al hombre y le apoyó de nuevo la mano en el hombro. Imaginó que él estaría aún más asustado que ellas: con aquellos voluminosos trajes, las máscaras, los filtros y el fusil de asalto que Davinia sujetaba, debían de tener el aspecto de invasoras alienígenas.
—No se preocupe —dijo Laura—, estamos aquí para ayudarle. Soy médico.
El superviviente reaccionó. Sus ojos giraron en las órbitas y se enfocaron por un momento en Laura. Tenía la esclerótica salpicada de derrames de sangre. Durante un instante pareció reconocer la presencia de otros seres humanos frente a él. Pero pasados unos segundos, sus ojos volvieron a quedar en blanco. Sin prestarles más atención, se dio media vuelta y siguió caminando en la misma dirección que llevaba antes.
—¡No nos ve! —exclamó Davinia—. ¿Y ahora qué hacemos?
Aquel hombre estaba muy enfermo. Incluso a través de los dos guantes Laura había notado el calor que emanaba de su cuerpo. Debía de tener más de cuarenta de fiebre, y la sangre tan infestada de patógenos que era pasmoso que siguiera con vida. Pensó que en cualquier momento iban a verlo derrumbarse frente a ellas.
Lo más humanitario sería obligarlo a acompañarlas hasta la ambulancia, donde con suerte podrían controlar esa fiebre. Pero Laura sabía que la mayor prioridad no era la vida de ese hombre en concreto, sino localizar el foco de la infección. Tal vez el enfermo, con su paso tambaleante, podría conducirlas hasta allí. Valía la pena intentarlo.
—Vamos tras él —le dijo a Davinia, que llevaba un rato aguardando su respuesta.
El hombre dobló la esquina hacia la derecha. Laura y Davinia lo siguieron, y vieron que había entrado en una calleja sin asfaltar. En el otro extremo, unos diez metros más allá, había una verja de hierro rodeando el patio de una especie de fábrica. En la garita del vigilante vieron un cadáver con uniforme de guardia de seguridad. Tenía la cara apoyada contra el cristal, donde había dejado un churretón de sangre negra, la boca formando una O y la lengua fuera, como si estuviera lamiendo el vidrio o haciéndoles burla.
El superviviente pasó la puerta de la verja, que estaba abierta, y atravesó el patio, siempre con aquel andar renqueante. Laura y Davinia lo siguieron a unos cinco pasos. De todos modos, aunque hubieran estado a su lado, el hombre tampoco habría reparado en su presencia.
En el patio reinaba un desorden total, como si se hubiera desatado una revolución. Se veían pirámides de palés para embalaje y cajas de cartón apiladas por todos lados; las cajas estaban marcadas con etiquetas de verduras de todo tipo y con sellos de la Comunidad Europea. Había un camión aparcado frente a la fachada de ladrillo rojo y un tractor Fendt con grandes pinzas amarillas para levantar palés.
La puerta de uno de los muelles de carga se encontraba levantada a medias. El enfermo se metió bajo la chapa ondulada de color azul. De haber sido unos centímetros más alto, se habría golpeado con ella, pero Laura sospechó que ni siquiera se habría enterado.
—¡Mierda! —exclamó Davinia, dando un respingo que sobresaltó a Laura. Después se ruborizó y murmuró—: Perdone, doctora.
—¿Qué ha pasado? —se oyó a Eric por el intercomunicador.
—No ha sido nada —respondió Davinia. Pendiente del hombre al que seguían, había pisado la pierna de una mujer tirada en el patio. Laura la sujetó por el brazo para ayudarla a recuperar el equilibrio.
—Tranquila. No pasa nada —musitó, y añadió en voz más alta para que la escucharan bien los demás—: Hemos tropezado con un cadáver.
La mujer vestía una bata de faena de color azul, llena de salpicaduras de sangre que manchaban también el suelo.
—Por Dios —dijo Davinia—. ¿Cómo es posible que ese hombre haya pasado a su lado y ni la haya mirado?
—Con esa fiebre debe encontrarse en estado de shock.
—¿Qué temperatura crees que tiene? —preguntó la voz de Eric.
—Yo diría que más de cuarenta, tal vez cuarenta y uno.
—¿Y cómo se mantiene en pie?
—Eso mismo me pregunto yo.
—Fascinante —se oyó comentar a Aguirre.
Laura y Davinia se detuvieron frente a la puerta y se miraron.
—¿Qué hacemos ahora, doctora? —preguntó Davinia.
—Creo que deberíamos entrar. ¿Qué le parece?
—Usted está al mando. Pero, si me pregunta mi opinión, pienso que no es buena idea. Ahí dentro nos podemos ver acorraladas por el loco que le ha hecho eso a esa pobre mujer y al guardia. También es posible que haya civiles, y si uso mi arma en un sitio cerrado puedo herir a alguien.
—Yo creo que deberíais aseguraros de… —empezó Eric.
—Mantén la disciplina de comunicaciones, por favor —dijo Laura. Tal vez por la compañía de los tres soldados, se le había contagiado la jerga militar—. Davinia, ¿sigue pensando que todo esto es sólo un motín?
—Supongo que no. Ese hombre está muy enfermo, usted lo ha dicho.
—Quiero que comprenda que no se trata de un capricho. Debo averiguar más sobre su enfermedad, así que necesito echar un vistazo ahí dentro. Usted puede esperar aquí hasta que salga.
—Ni hablar. No permitiré que entre ahí desarmada —contestó Davinia. Sus ojos brillaban con determinación. Cuando sonreía tenía un rostro muy dulce; pero ahora, al verla con las mandíbulas apretadas, Laura se convenció de que no vacilaría a la hora de apretar el gatillo si era necesario.
—¿Entonces?
—Voy con usted.
—Sólo será un vistazo. Abra bien los ojos.
—¿Que los abra? Le aseguro que no he pestañeado desde que entramos en este maldito pueblo. Vamos de una vez.
Pasaron bajo la puerta. Laura, que medía uno setenta y cinco y con la capucha y las gruesas botas sobrepasaba el uno ochenta, tuvo que agacharse un poco para entrar.
Se encontraron en una vasta estancia, sumida en la penumbra. Las paredes de cemento estaban llenas de bastidores para herramientas. El techo de uralita, a más de diez metros de altura, se veía cruzado por vigas de acero de las que colgaban filas de tubos fluorescentes. Estaban apagados, y la poca luz que había se filtraba por pequeñas claraboyas situadas en las paredes.
El lugar se encontraba atestado de gente que continuaba con su rutina como si no hubiera pasado nada en el pueblo. Una larga cinta de goma se movía con un chirrido monótono, pero no transportaba ningún producto. Una fila de operarias con batas de trabajo y gorros de plástico verde aguardaban sentadas a lo largo de la cinta. Las cajas de verduras se apilaban junto a ellas, vacías, esperando también algo que no llegaba. Un trabajador empujaba un carrito metálico con cajas para reponer por un pasillo situado junto a las mujeres.
Laura calculó que allí había más de cien personas, la mayoría de raza negra, aunque había también magrebíes y blancos. Todos ellos parecían sonámbulos que se hubieran escapado de la cama para ocupar su puesto de trabajo sin llegar a despertar. Algunos deambulaban tambaleándose de un lado a otro de la fábrica: cuando llegaban a una pared intentaban seguir caminando durante unos segundos, y al ver que no podían se daban la vuelta y emprendían una nueva y absurda travesía hacia la otra pared.
El hombre al que venían siguiendo se mezcló con los demás, sin decir nada. Las mujeres de la cinta extendían la mano como si esperasen la llegada de algún producto para envasar, y luego la retiraban con un gesto maquinal. Laura había oído hablar de la alienación que sufrían los operarios del trabajo en cadena, y recordaba a Charlot luchando contra una cinta transportadora en
Tiempos modernos
, pero la escena que ahora tenía ante sus ojos era increíble. Aquellas personas estaban tan embotadas que nadie se volvió para mirar a las dos mujeres que acababan de entrar ataviadas como astronautas fosforescentes, una de ellas armada con un fusil de asalto. Todos los ojos se veían llenos de derrames, y los rostros, plagados de manchas púrpura.
—¿Qué pasa aquí, doctora? —preguntó Davinia— ¿Toda esta gente está…?
—Enferma, sí —musitó Laura—. Jamás había visto nada igual.
«Ni siquiera en Iraq», añadió para sí. Allí el mal era consciente, una enajenación mental y moral provocada por el fanatismo y la ideología. En cambio, lo que había provocado que todas aquellas personas se comportaran como autómatas no podía ser obra de la voluntad humana.
O eso quería creer Laura.
Tres trabajadores se dirigían pausadamente hacia ellas. Al caminar, las rodillas se les doblaban de una forma extraña, como si en cada paso las articulaciones se descoyuntaran y volvieran a encajar de nuevo. En algunos movimientos incluso les crujían como ramas tronchadas.
—Doctora, le aconsejo que nos larguemos de aquí.
—Estoy de acuerdo. Vámonos.
Se dieron media vuelta y se dispusieron a salir, pero un gemido que sonó a su derecha reclamó su atención. A través de la puerta abierta de una pequeña oficina vieron a una muchacha negra tirada en el suelo. Salvo por unos jirones de ropa sobre su cuerpo, se hallaba en cueros. Gemía y luchaba en vano, agitando los brazos como si quisiera agarrarse a algo, mientras una mole de carne estaba tirada sobre ella, aplastándola con su peso.
Aquella mole de carne era un hombre calvo, muy gordo y completamente desnudo. Su piel, blancuzca como la tripa de un pez muerto, se veía cubierta de costras sanguinolentas.
Davinia se acercó a la oficina y apuntó al hombre con su arma.
—¡Usted! —gritó—. ¡Apártese de ella ahora mismo! ¡Vamos!