Después, registró a Eric y a Aguirre.
—Está bien. Vosotros vais desarmados —dijo Madi finalmente—. Pero tu amiga sí tiene una pistola y un fusil.
—No pienso entregaros ninguno de los dos —respondió Davinia. Llevaba el G36 colgado a la espalda, y la culata de la pistola asomaba entre el pantalón y la camiseta de camuflaje.
Adu le acercó el cañón del Kalashnikov hasta casi apoyárselo en la sien. Davinia, que tenía las manos levantadas, las cerró, y los nudillos se le pusieron blancos. ¿Qué pretendía, propinarle un puñetazo al tal Adu? Por muy rápidos que fuesen sus reflejos, Laura no creía que pudiera adelantarse a una bala disparada a bocajarro.
—Por favor, sargento, dele su arma —dijo, bajando el tono de su voz para no traicionar la ansiedad que sentía.
—No pienso hacerlo.
—Davinia…
La sargento la miró a los ojos, haciendo caso omiso del cañón dirigido a su cabeza, y apretó los dientes.
—Acabo de ver cómo matan a dos compañeros. Un enfermo enloquecido ha tratado de violarme. Ahí fuera hay más de cien asesinos rabiosos.
—Lo sé, Davinia.
—¡No pienso entregarle mi arma a nadie! ¡Eso ni soñarlo!
—Por favor, señorita…
Laura se volvió. Un hombre se había levantado de una silla y venía hacia ellos. Debía de tener cerca de sesenta años, lucía un bigotillo con resabio franquista y vestía un batín acolchado que incluso en aquel comedor resultaba incongruente.
—Dele el arma —dijo—. No queremos tener más problemas. Son gente muy peligrosa.
—Haga lo que le dicen, sargento —intervino Aguirre.
—No.
—¿Quién cree que puede tener un arma como ésa aquí en España? No es un artículo que se venda en las droguerías.
—Son terroristas —murmuró Eric. Por su gesto, era evidente que todo aquello había dejado de parecerle una aventura.
«Y lleva razón», pensó Laura. La misión había derivado hacia el desastre con una velocidad pasmosa.
Por fin, Davinia pareció resignarse. Pellizcó la culata de la pistola semiautomática entre el pulgar y el índice y estiró el brazo. Madi cogió el arma, comprobó que tenía el seguro puesto y se la metió bajo el cinturón. Después, Davinia se descolgó del hombro el fusil y se lo pasó al subsahariano con la culata por delante.
—Gracias —dijo Madi con una sonrisa. Tenía los dientes grandes, tan perfectos como si anunciara un colutorio en una farmacia.
—Ahora, pasad al fondo con los demás —dijo Adu, haciendo un gesto con el fusil.
La tensión se había calmado de momento. Laura aguzó el oído, pero ya no se oían gritos en el exterior. Tal vez la horda de enfermos se había calmado, o incluso habían decidido irse: si es que todavía conservaban alguna capacidad de decisión. Caminó hacia la pared opuesta del comedor, junto con los tres supervivientes de su malhadada expedición.
Aunque aquellos dos hombres, Madi y Adu, no parecían fanáticos asesinos como los secuestradores de Iraq, Laura era consciente en todo momento de la amenaza del fusil. Se dio cuenta de que le temblaban las piernas, y también le dolía la espalda por la descarga brutal de adrenalina. Sin embargo, cuando vio el gesto desvalido con que la miraba Eric, recordó que debía mantener su imagen de Superwoman y le dijo en voz baja:
—Ánimo. Ya verás como se arregla todo.
—Si hubiera un ránking de frases maquinales y vacías, ésa se hallaría entre las primeras —dijo Aguirre.
Laura se encontraba demasiado agotada para replicar. Pero, cuando se iba a sentar, la mujer a la que había visto antes de pie junto al hombre tripudo se acercó a ellos. Tenía unas facciones agradables. En tiempos debió haber sido muy guapa, pero estaba bastante entrada en carnes y sus rasgos se veían algo abotargados. Retención de líquido, comprobó Laura al verle los tobillos. Seguramente sufría de hipertensión.
—Perdonen. Me llamo Carmela. Antes dijeron que eran médicos.
—Sí. ¿Necesita algo?
—Yo no, mi marido. Se encuentra fatal.
Laura cruzó una mirada con Eric. ¿La enfermedad se había propagado también entre aquellas personas?
La mujer interpretó correctamente sus gestos de inquietud, porque se apresuró a añadir:
—No está infectado como los de ahí fuera. Es otra cosa.
—De acuerdo —dijo Laura—. Vamos a verlo.
Sortearon las mesas. Aquellas falsas velas lo teñían todo de un tono amarillento que recordaba al tocino rancio; era como si la luz brotara ya sucia y grasienta de las lámparas. El comedor olía a sudor revenido y a humo de puro, y flotaba en él algo indefinible y viejo, una especie de naftalina más anímica que material.
Todos los ojos estaban pendientes de ellos. Además de los dos subsaharianos, de Carmela y de su esposo, Laura contó cinco personas más. Llevaban pijama, chándal o incluso bata, como el tipo del bigote: la emergencia debía de haberlos sorprendido de noche o poco después de despertarse.
—¿Todos éstos son vecinos del pueblo? —preguntó Laura, casi en susurros.
—Todos menos los dos negros —contestó Carmela.
—Cállate la boca, que ya tenemos bastantes problemas —gruñó su marido, que seguía sentado en la silla.
Tenía las cejas muy espesas y la barba tan cerrada que incluso recién afeitado sus mejillas debían de parecer grises. Como solía ocurrir en varones de vello corporal espeso e hirsuto, tan sólo le quedaba una franja de pelo gris que atravesaba la nuca, corriendo de oreja a oreja, la típica calvicie hipocrática. Tenía la cara muy curtida, y los rasgos tan contraídos por el dolor que las arrugas se le marcaban como surcos de arado. Vestía un chándal brillante de tactel que se ajustaba a su abultada barriga.
Cuando se acercaron más, levantó unos ojos vidriosos hacia ellas.
—¿Son ustedes médicos de verdad?
Laura se volvió. Eric estaba a su lado, pero Aguirre se había sentado en otra mesa, algo apartado de los demás.
—Yo soy médico —respondió—. ¿Qué le ocurre? ¿Cree que puede haberse contagiado?
El hombre levantó las cejas.
—¿Contagiado? ¿De qué?
—De lo mismo que los de… —empezó Eric.
Laura le dio un codazo para que se callara y dijo:
—Cuénteme los síntomas.
—¿Los síntomas? ¿Para qué? Lo que tengo es una piedra en el riñón. ¡Justo ahora! Joder, cómo duele la hija de puta.
—Cariño, esa boca —le recriminó Carmela.
—Perdone mi lenguaje, señora, pero es que duele de verdad.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó Laura.
—Paco, pero todo el mundo me llama Escobar. Escobar el del Saloon, por más señas. —Hizo un gesto que abarcaba todo a su alrededor—. Este local y el edificio entero son míos.
Laura observó que sobre el mantel de cuadros de la mesa había varios estuches de buscapina y cuatro botellines de agua vacíos.
—Veo que ya se ha medicado —dijo Laura.
—No es la primera vez que me da un cólico. ¡Pero justo ahora, con lo que está pasando ahí fuera!
—Yo creo que es por los nervios —opinó su mujer.
—Es posible —respondió Laura, sin comprometerse—. Si es una piedra, no puedo hacer mucho más por usted. Siga bebiendo agua para que le ayude a expulsarla.
—Sí, sí, ya me sé la canción. Por eso me he sentado cerca del tigre —dijo Escobar, señalando a la puerta de los servicios—. ¿Es que no pueden darme nada más fuerte?
—Podemos ponerle morfina si el dolor aumenta. Pero es mejor dejarlo como último recurso.
—Laura —susurró Eric.
—No se imagina usted lo que me duele —dijo Escobar.
—El cólico nefrítico es uno de los cuadros más dolorosos que existen. Pero si le suministramos morfina ahora…
—Laura —insistió Eric.
Se volvió hacia su ayudante. El joven se había sonrojado tanto que la piel de las mejillas apenas se distinguía de sus patillas pelirrojas.
—¿Qué pasa?
—He perdido la mochila. Cuando me quité el traje…
—¿Que la has perdido?
Eric bajó la mirada, avergonzado.
—No sé muy bien qué pasó. Ni siquiera pensé en ello. Y el maletín…
—¿Qué?
—El maletín también.
Laura chasqueó la lengua, frustrada. En la mochila de Eric llevaban equipo de primeros auxilios, incluida la morfina. Podía entender que hubiera soltado el maletín con las muestras que había tomado a los cadáveres, porque estaba corriendo por su vida como los demás; pero la mochila no pesaba ni entorpecía tanto.
Sin embargo, si se lo echaba en cara ahora no iba a arreglar nada. Ella tampoco había reaccionado precisamente con cabeza fría. Lo cual tenía su lógica: aparte de lo horrible que era la situación de por sí, habían perdido ya a dos miembros del grupo.
«Esto va a ser peor que en Iraq», pensó Laura. Las rodillas volvieron a temblarle. Para disimularlo, tomó una silla, se sentó frente a Escobar y cruzó las piernas. Al darse cuenta de que la punta del pie derecho se le movía casi sin querer, las descruzó y apoyó las manos en los muslos.
«Eres una inspectora de la OPBW», se recordó. Aunque los acontecimientos se habían desbocado fuera de control, aún le quedaba una forma de imponerles cierta racionalidad: hacer su trabajo.
Lo que significaba investigar. Descubrir la verdad.
—Ha mencionado antes «lo que está pasando ahí fuera», señor Escobar. ¿Cómo empezó todo?
Escobar sacudió la cabeza y miró a su mujer.
—No lo sé. Todavía era de noche. Nos despertaron los gritos. Al principio pensé que se había liado otro motín.
—¿Otro motín? —preguntó Eric.
—Como el de El Ejido. Aquí en Matavientos también se montó buena —respondió Escobar. Por la forma en que desvió la mirada a un lado, Laura pensó que «la montamos buena» en primera persona del plural habría sido una expresión más precisa—. Pero esto fue mucho peor. Cuando me asomé por la ventana, vi que los negros se habían vuelto locos y estaban atacando a nuestros vecinos.
—No sólo los negros, papá. Siempre estás con lo mismo.
Laura y Eric se volvieron. Por la escalera que subía del piso de abajo venía una muchacha de unos veinte años cargada con una bandeja en la que llevaba botellas de agua, bolsas de patatas fritas y unos cuantos montaditos de jamón y queso y de atún. Tenía el pelo moreno de punta y surcado por mechas azules. Llevaba mitones, tenía el rostro muy pálido y los labios y las uñas pintadas de negro, a juego con su ropa. Bajo la estética gótica, se veía que era una chica bastante guapa, aunque no le habría venido mal enderezar la espalda: caminaba con los hombros encogidos, como si algo la acomplejara.
—La mayoría eran negros, y también moros —dijo Escobar, mientras la joven dejaba la bandeja sobre una mesa.
—Porque la mayoría de la gente en Matavientos es subsahariana o magrebí —replicó ella.
Escobar soltó un bufido.
—Esta chica que lleva una pinta tan rara y llama «subsaharianos» a los negros y «magrebís» a los moros es mi hija Noelia.
—Encantado, Noelia —dijo Eric, levantándose para tenderle la mano. Como buen varón, había sido capaz de detectar al instante los atractivos de la chica bajo aquella aura un tanto siniestra.
—Nos estaban explicando qué ha pasado aquí —prosiguió Laura, tratando de recuperar el control de la conversación.
—Era gente de todo tipo la que había enloquecido —dijo Noelia. Por su tono de voz, parecía una joven bastante sensata—. Corrían por las calles chocándose unos con otros, y se arañaban y mordían. Debajo de la ventana de mi habitación vi cómo a una pobre mujer le rajaban la tripa y… —Sacudió la cabeza a ambos lados como si quisiera ahuyentar una visión y encogió todavía más los hombros—. Fue horrible.
—Esta gente empezó a llamar a nuestra casa, porque tengo rejas y candados en todas las puertas —dijo Escobar, mirando de reojo a Noelia—. Mi hija dice que soy un paranoico y que creo que todo el mundo me quiere robar.
—Y es verdad.
—¡Pues lo único que ha mantenido fuera a toda esa chusma son las rejas que
yo
me empeñé en poner! ¡Si no fuera por mi paranoia, aquí no quedaría vivo ni Dios!
—No te alteres, Paco, que te va a doler más —le aconsejó su mujer. Luego miró a Laura y a Eric y les preguntó—: ¿Quieren un bocadillo?
—No, gracias, no tengo hambre —respondió Laura. La idea de comer le revolvía el estómago.
Eric, pese a que había presenciado las mismas escenas de carnicería que ella, no tuvo tantos escrúpulos y cogió un par de montaditos. Iba a llevárselos a la boca cuando la mirada de reprobación de Laura le hizo detenerse con la boca abierta.
—¿Crees que…?
—Si puedes aguantar un poco el hambre, es mejor que esperes —dijo Laura.
Hallarse dentro de un entorno de nivel 4 descontrolado la volvía muy desconfiada. Si el responsable de aquel horror era un virus, podía estar en cualquier parte. Al parecer, no era capaz de desplazarse por el aire, pero para la mayoría de las infecciones eso no era importante. Los virus poseían otros recursos para llegar al acogedor interior de los seres humanos.
Laura recordó un programa de la serie
Cazadores de mitos
. En él, uno de los presentadores se ponía una nariz falsa que llevaba un tubito disimulado. El tubo soltaba un líquido fluorescente con el mismo ritmo con el que se moquea cuando uno tiene gripe. El presentador invitaba a unos amigos a jugar a las cartas y a merendar. Al terminar, los hacía pasar frente a una luz negra…, y se descubría que todos estaban cubiertos de arriba abajo de líquido fluorescente, los presuntos «mocos».
Era asombroso que un virus pudiera utilizar un sistema tan complejo para transmitirse. El goteo de la nariz obligaba a su huésped a limpiarse con la mano, sin darse cuenta, y luego tocaba cosas con las que los demás miembros de la partida también entraban en contacto. Tarde o temprano, todo el mundo se llevaba la mano a la boca o a los ojos, con lo que los virus penetraban en las mucosas de un nuevo huésped: así se esparcían imparables.
Escobar se puso una buscapina en la boca y la tragó acompañada con media botella de agua. Después, preguntó:
—¿Por qué han venido ustedes solos? Deberían haber traído veinte furgones de la Guardia Civil, por lo menos.
—No tardará en llegar más ayuda —respondió Laura, simulando mucha más confianza de la que en realidad sentía. Luego bajó la voz y añadió—: ¿Quiénes son esos dos hombres armados?
—¿El negrazo y su amigo el de las gafitas? No los había visto en mi vida. Entraron junto con los demás vecinos.