La zona (19 page)

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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

BOOK: La zona
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Carmela encendió una luz sobre la barra del bar. Flotaba un olor a fritanga y a tabaco que hizo a Laura arrugar la nariz. En el comedor había visto fumar a unas cuantas personas, incluida la joven Noelia. Al principio había pensado que, en una urgencia así, era lógico, ya que no podían salir a la calle a echar un pitillo. Pero su olfato le informó ahora de que en aquel local llevaban mucho tiempo saltándose la ley antitabaco. «En este
saloon
la única ley que impera es la del
sheriff
Escobar», pensó.

El mostrador era de color caoba, con detalles en cromo y aluminio. Había unas pequeñas vitrinas que cubrían platos de ensaladilla, alitas de pollo, riñones, bravas y otras tapas. Por su aspecto, Laura sospechó que tampoco debían de cumplir las condiciones legales de sanidad, y se imaginó todo tipo de microorganismos pululando bajo los cristales.

Aprovechando que Carmela iba delante de ella y no miraba, Davinia estiró la mano sobre la barra. Allí había un taco de madera con cinco cuchillos. Sin detenerse a elegir, la sargento sacó el primero que encontró y lo escondió bajo la ropa.

—Por si acaso —susurró.

—Ten cuidado —le dijo Laura con los labios.

Carmela pasó detrás de la barra y apartó la cortina de macarrones, que repiqueteó como un caótico xilófono cuando las piezas de plástico entrechocaron.

—El botiquín está en la cocina —les explicó la mujer—. ¿Qué necesitáis?

—Antibióticos, antipiréticos —respondió Laura—. Todo lo que podamos llevar.

—Veré a ver lo que tengo.

«Veré a ver», pensó Laura. Qué expresión tan curiosa. Pensando precisamente en ver, se acercó a una de las ventanas. Entre los cristales rotos y las rejas, comprobó que la luz se había atenuado. Pronto anochecería.

Más allá del centro comercial y de la gasolinera, las montañas que había al norte y el propio cielo se teñían de cárdeno. Como si la sangre derramada en las calles se mezclara con el azul del firmamento, pensó Laura estremeciéndose.

En la calle apenas quedaba gente. El paroxismo de unas horas antes parecía haberse apaciguado. Tan sólo unos cuantos infectados deambulaban tristemente por la calle, arrastrando los pies entre los coches aparcados.

En la salida de la rotonda, el Lince en el que habían llegado yacía volcado sobre el costado izquierdo, rodeado de cadáveres. Una mujer, que por la ropa debía de ser magrebí, estaba apoyada en los bajos del vehículo y cada pocos segundos se propinaba un cabezazo contra la transmisión.

—¿Cuánto pesa esa mole? —preguntó Laura.

—Unas seis toneladas —respondió Davinia.

—¿Cómo han podido volcarlo?

La sargento se encogió de hombros, como diciendo: «Yo ya me lo creo todo».

—Es como estar encerradas en el centro del infierno.

—Al menos, los demonios no pueden entrar aquí.

Pasados unos segundos, Davinia preguntó en susurros:

—¿Cree que esos dos negros son los terroristas que han provocado este caos?

—No lo sé. Es posible que ellos mismos se hayan visto atrapados sin quererlo. Quizá todo se les fue de las manos —contestó Laura en el mismo tono—. ¿Se te ocurre alguna otra idea?

—No. Pero juraría que toda esta gente los conoce.

—Se nota que les tienen miedo.

—Es verdad. Pero también los conocen desde hace tiempo.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Laura, volviéndose hacia ella.

Davinia se recolocó un rizo sobre la oreja. Laura observó que le temblaba la mano. Aunque intentaba aparentar serenidad, había observado que la sargento a ratos se quedaba encerrada en sí misma, como si simplemente se desconectara.

Laura conocía bien la sensación. Le había ocurrido a menudo después de Iraq. Le había vuelto a pasar unas horas antes, cuando Madi la lanzó por encima de la barandilla y se estrelló contra el suelo del comedor. El golpe fue una buena excusa para «apagarse» durante un rato, para huir de la horrible realidad que la rodeaba.

Davinia tenía sus razones, sin duda. Por más que la hubieran adiestrado en el ejército, acababa de sufrir el trauma de perder a dos compañeros que, para colmo, se hallaban bajo su responsabilidad.

No obstante, sola y desarmada —salvo por el cuchillo que se acababa de agenciar—, en lugar de desentenderse de todo seguía intentando hacer su trabajo.

Davinia era de origen latinoamericano, como el desdichado cabo primero Ruiz. Algunos españoles opinaban que dejar la mayoría de las plazas del ejército en manos de los extranjeros era convertir sus fuerzas armadas en una hueste de mercenarios. Sin embargo, esos hombres y esas mujeres llegaban a sentir la bandera incluso más que los nacionales. Por lo que Davinia le había contado a Laura, había obtenido la nacionalidad española al cabo de tres años de servicio, y sólo después de eso se le había permitido ingresar en la academia del Talarn. Había sido un camino muy duro, estudiando hasta las tres y las cuatro de la madrugada todas las noches para preparar su ingreso en la escuela de suboficiales; ahora, su siguiente sueño era traerse algún día a su madre y a su hermano desde Colombia.

—Es una intuición —explicó Davinia—. He visto cómo reacciona la gente ante hombres armados a los que no conoce. Los mira con desconfianza, de forma cautelosa, como si fueran una bomba que no se sabe si puede estallar.

Sacudió la cabeza como si quisiera apartar un recuerdo desagradable. Laura sospechó que ella había pertenecido a esos hombres armados de los que otros, los civiles, recelaban.

—¿Y crees que la gente que está ahí arriba no desconfía de Madi y Adu?

—No es lo mismo —respondió Davinia—. Mantienen la distancia, pero no parecen muy intimidados por ellos. Por eso creo que los conocen.

Laura volvió a asomarse a la ventana. La mujer contagiada seguía dándose cabezazos contra los bajos del blindado, cada vez con menos energía. Su sangre iba dejando una mancha oscura.

—Intimida mucho más lo que se ve ahí fuera —dijo Laura—. Además, algunos coinciden en que Madi y Adu les han ayudado. No parecen verlos como una amenaza.

—Eso es lo extraño. Esa gente tiene armas automáticas y sabe bien cómo usarlas. ¿De dónde salieron?

«Terroristas», se repitió Laura. Pero ni ella misma estaba convencida. Los que había conocido en Iraq eran fanáticos. Madi y Adu encajaban más bien con el adjetivo «cínicos». Soldados de fortuna.

¿Al servicio de quién?

La voz de Carmela salió de la cocina:

—¿Podéis venir ustedes dos?

Las dos mujeres rodearon la barra y empujaron la cortina de canutillos. Al entrar en la cocina, Laura arrugó la nariz. El olor a aceite revenido era mucho más intenso allí, mezclado con otros aromas no mucho más agradables: grasa rancia, Zotal y algún que otro hedor indefinible. Dos cucarachas rojas se escabulleron bajo un mueble de aglomerado.

Carmela había abierto un armarito blanco, también de aglomerado, clavado a la pared por alcayatas que amenazaban con emanciparse del sustento de sus tacos de plástico. «Vaya lugar para poner un botiquín», pensó Laura. Pero era lo que había. Se acercó y comprobó el contenido del armario.

Por suerte, aunque las puertas estaban pegajosas y amarillentas de grasa, lo que había dentro del botiquín seguía más o menos limpio. Había tiritas, gasas, esparadrapos, guantes de látex, bolsas de frío, un gel térmico y medicamentos surtidos.

—Es bastante completo —dijo Carmela, con orgullo de propietaria.

Pensando en el laboratorio portátil que habían dejado abandonado en la huida, a Laura se le cayó el alma a los pies.

—No está mal —dijo, tratando de sonar más animosa de lo que se sentía.

—Nos lo da la Seguridad Social a todas las empresas, por eso de la prevención laboral.

—¿También les da todo esto? —preguntó Laura, examinando los frascos de pastillas.

Había analgésicos y medicamentos de toda la gama anti: antibióticos, antiinflamatorios, antipiréticos. Incluso un ansiolítico de la misma marca que el suyo. Con las campañas que se hacían para evitar que la gente se automedicara, a Laura le extrañaba que la Seguridad Social proporcionara aquel pequeño arsenal.

—No, eso lo he bajado yo del cajón de las medicinas. ¿Le parece mal?

—La verdad es que no —reconoció Laura. Le venía muy bien disponer de esos productos.

—¿Qué nos llevamos?

—Todo. ¿Podemos descolgar el botiquín? —preguntó Laura, disimulando el gesto de asco al tocar las tablas pringosas de los lados.

—Déjeme a mí, doctora —dijo Davinia—. Sólo está sujeto con unos cáncamos.

—¿Unos qué?

—Esos tornillos que tienen una anilla en vez de cabeza.

Así que no se llamaban alcayatas, sino cáncamos. Laura apuntó mentalmente el nombre.

Davinia cerró el botiquín, y lo descolgó con cierto esfuerzo. Debía de pesar más de lo que parecía.

Cuando volvieron a la escalera, Adu había encendido otro cigarrillo. Teniendo en cuenta lo poco que habían tardado, seguramente lo había hecho con la colilla del primero.

—¿Qué habéis encontrado?

—Medicinas —respondió Laura.

Cuando volvieron a entrar en el comedor, vieron que la mayoría de la gente, por inercia, seguía sentada en aquel semicorro. Escobar acababa de salir de nuevo del cuarto de baño, pálido y con la frente perlada de sudor.

—¿La has expulsado? —le preguntó su mujer.

El dueño del Saloon miró hacia el balcón. Allí, apoyado en la pared, Madi controlaba todo el comedor. Noelia se había acercado para llevarle un vaso de té con hielo.

—¿Qué? —preguntó Escobar, en tono distraído.

—La piedra, que si la has tirado.

—No. Pero he orinado sangre.

—No se alarme —dijo Laura—. Es normal en el cólico nefrítico. Al salir, los microcálculos producen pequeños daños en la uretra y sangrado.

—No he entendido ni jota, pero supongo que se refiere a la arenilla —respondió Escobar. No les quitaba ojo a Madi y Noelia en ningún momento—. No me alarmo, estoy acostumbrado. Me siento un poco mejor.

O tal vez, pensó Laura, siguiendo la dirección de su mirada, Escobar tenía otra preocupación que le distraía del dolor.

El lenguaje corporal entre la joven y aquel gigantón resultaba curioso. Madi, que tenía los brazos cruzados hasta entonces, los había separado para tomarse el té, pero seguía con el eje de su cuerpo girado noventa grados con respecto al de Noelia. Ésta, por su parte, aunque se había acercado a él de lado y no de frente, se hallaba a una distancia casi íntima, y mientras hablaba con él se acariciaba sus propios antebrazos o se tocaba el pelo.

Ella estaba coqueteando. Él se dejaba cortejar con una posición neutral. Pero a Laura le resultaba difícil creer que ambos se hubiesen acabado de conocer.

«Davinia tiene razón. Esta gente conoce a Madi y Adu».

—¡Niña! —exclamó Escobar—. ¡Niña!

Noelia se volvió hacia él. Había más de diez metros de distancia, así que tuvo que levantar la voz para que su padre la oyera.

—¿Qué pasa?

—¡Que vengas ahora mismo!

—¿Por qué?

—¡Porque lo digo yo! —gritó Escobar. Al darse cuenta de que todos se le quedaban mirando, se volvió, se sentó en una silla y masculló entre dientes—: Que hay que explicarlo todo, coño.

Noelia obedeció de mala gana, mientras que Madi volvió a exhibir sus dientes perfectos en una sonrisa que a Laura le recordó a un depredador.

Adu atravesó el comedor, cruzándose con Noelia, se sentó cerca de Madi y empezó a limpiar su fusil con un trapo. Después comentó algo en una lengua incomprensible para todos excepto para Madi, que le respondió en el mismo idioma con un tono bastante cortante.

Desde el otro extremo del salón, Laura observó pensativa cómo hablaban los dos subsaharianos.

—¿Le llevamos esto a Sol? —preguntó Davinia, que había apoyado el botiquín en una mesa.

—Sí, claro —respondió Laura.

La mujer se encontraba tumbada de lado sobre un lecho improvisado con cojines, de cara a la pared que Laura tenía a su izquierda, allí donde había menos objetos colgados. Eric estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, a metro y medio de ella. Una distancia prudencial, pensó Laura, pero sin dar la impresión de que la abandonaba del todo. En cuanto a Aguirre, se había sentado en una silla cercana y tenía las manos apoyadas en una mesa, con las palmas vueltas hacia abajo. Su inmovilidad era casi absoluta, como la de una estatua. A veces, Laura se preguntaba si era un ser humano de verdad o un replicante.

Laura se arrodilló junto a la mujer y le tomó el pulso. Tenía la piel caliente y el pulso era demasiado rápido e irregular.

—Ya se lo he tomado yo hace un momento. Creo que le está subiendo la fiebre —dijo Aguirre, acuclillándose a su lado. Su aspecto impoluto empezaba a sufrir cierto menoscabo con las horas. La barba y el cabello asomaban como un entramado de puntos negros y blancos. Laura observó con cierta sorpresa que el pelo, más blanco que negro, le nacía por encima de la frente, sin grandes claros. Si se rapaba el cráneo era por gusto, no para disimular la calvicie.

Laura se puso los guantes de látex. Con cuidado, introdujo el termómetro entre los labios entreabiertos de Sol y lo sujetó apoyando la palma en el extremo. Aunque la mujer seguía dormitando, Laura no podía sacarse de la cabeza los rostros deformados por el odio de los infectados y cómo atacaban a mordiscos como fieras carniceras.

«Esta enfermedad no puede ser tan rápida como la purga de Benito», se dijo, recordando una expresión de su madre. Aun así, no apartó la mirada del rostro de Sol hasta que un pitido intermitente informó de que el termómetro había llegado al máximo.

—Treinta y nueve cuatro —informó, tras consultar la pantallita.

—¿Qué hacemos? —preguntó Eric.

—De momento, intentaremos bajársela. También le vamos a dar este antibiótico.

—¿Crees que servirá de algo? Si es una especie de ébola mutante, un antibiótico no sirve de nada.

—No creo que le haga mal. También podría ser una bacteria, y en cualquier caso puede ayudarle contra posibles infecciones oportunistas —dijo Laura.

Laura sacó una pastilla de cada tipo y se dispuso a dárselas a Sol. En ese momento, reparó en algo.

—Lleva mucho maquillaje, pero… —Se volvió hacia Eric, que estaba al lado del botiquín, y le dijo—: Dame uno de esos algodones.

La mujer se había embadurnado a conciencia. Pero, cuando Laura le frotó la frente con el algodón empapado en alcohol, por debajo de la capa de afeite apareció algo.

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