—Eso es verdad —terció el señor Gálvez—. La oposición haría lo de siempre y aprovecharía para acusar de racismo y represión a la Junta.
—No le eches la culpa a la oposición de que el Gobierno no tenga lo que hay que tener —respondió Márquez. Eric sospechó que los puntos de vista políticos de ambos hombres eran muy distintos.
—Lo que dicen no tiene lógica —empezó Laura—. Sabemos que hay un patógeno suelto en la zona. Además, es muy posible que se trate de algo intencionado.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Noelia—. ¿Terrorismo?
—Bioterrorismo. Terrorismo biológico —respondió Laura.
«Y antes se ha enfadado conmigo por sugerirlo», pensó Eric.
—Existen drogas y toxinas que pueden enloquecer a la gente, de tal manera que unos se vuelven contra otros —siguió diciendo Laura—. Sabemos que se han hecho experimentos al respecto.
—¿Experimentos? ¿Quiénes?
—Rusos, norteamericanos, europeos… Cualquiera que piense que otra nación puede tener esa arma y que él debe poseerla también. En la carrera de armamentos no hay más razón que ésa. Sería el arma de destrucción masiva perfecta: el enemigo se extermina a sí mismo.
La reunión se le empezaba a ir de las manos a Laura. Eric no podía culparla. En realidad, ni ella ni él tenían ni idea de lo que estaba ocurriendo. ¿Por qué el helicóptero de seguimiento había desaparecido? ¿Por qué no había llegado ayuda cuando se hizo evidente que estaban en peligro? No entendía nada.
Aguirre levantó la mano, solicitando intervenir. «¿Qué pretenderá éste?», se preguntó Eric. Cuando Laura le dio la venia, el neurólogo dijo:
—Ustedes no me conocen, pero somos casi vecinos. No pertenezco al equipo de la doctora Fuster. Soy el doctor Eugenio Aguirre y trabajo en el hospital de Almería.
«Sabía que nos la iba a jugar este Judas», pensó Eric. Pero el sesgo que tomó el discurso de Aguirre le sorprendió.
—Me ha bastado una mirada a los cadáveres de ahí fuera para comprender que nos enfrentamos a una enfermedad letal y extremadamente contagiosa. No pretendo alarmarles, pero lo mejor para todos es que sigamos las indicaciones de la doctora Fuster. Ella es una experta en biopeligrosidad reconocida internacionalmente. Ya que tenemos la inmensa suerte de contar con su experiencia, lo mejor es que atendamos a sus instrucciones.
«Vaya, me ha sorprendido para bien», pensó Eric. Tal vez Aguirre no era tan mal tipo como le había parecido desde el principio.
—Gracias por su intervención —dijo Laura—. Les garantizo que tarde o temprano recibiremos ayuda médica y militar. Ahora, mientras esperamos a que llegue el equipo de apoyo, tenemos que recopilar información. Nos vendrá bien a todos para protegernos del posible contagio.
Con un gruñido de dolor, Escobar dijo que ya no aguantaba más y que tenía que visitar de nuevo «el tigre». Mientras se dirigía a los baños arrastrando los pies, Laura preguntó:
—¿Saben si hay más supervivientes como ustedes en el pueblo?
—Los ataques empezaron en las naves dormitorio de los ilegales —dijo el señor Gálvez.
—¿Naves dormitorio? —se extrañó Eric.
—Son esa especie de hangares que hay a los dos lados de la calle —le explicó Noelia.
Cuando se dio cuenta de que los demás también estaban pendientes de sus palabras, la joven se ruborizó un poco, encorvó los hombros todavía más y se calló. Eric se dio cuenta de que su padre le dirigía una mirada de reproche desde la puerta del baño, y pensó: «Oiga, jefe, aunque la chica lleve pinta de gótica, también tiene derecho a hablar».
—Creímos que eran fábricas —dijo Laura.
—Lo parecen —respondió Márquez—. Pero son cobertizos llenos de literas. Allí se hacinan los recién llegados sin papeles. Desde aquí, muchos van a otros pueblos. Pero casi toda esa chusma empieza entrando por Matavientos.
—¿A quién llamas «chusma», amigo? —preguntó Adu, plantando un pie en una silla y acariciando el mango del cuchillo que asomaba por su bota.
—Por favor, respetémonos todos y prescindamos de esos calificativos —dijo Laura, que parecía haber recobrado el control de la situación—. Los virus no entienden de papeles ni de leyes. Todos, legales e ilegales, estamos en el mismo barco.
—Bien dicho —susurró Noelia.
—¿Están seguros de que todo empezó en esos dormitorios? —preguntó Laura.
—Creo que sí, aunque al principio hubo mucha confusión.
Todos se volvieron hacia los servicios, de donde venía la voz. De allí volvía Escobar, secándose las manos con un trozo de papel. Se le veía pálido, pero ya no arrastraba tanto los pies, como si se hubiera quitado un saco de cemento de los hombros. «Lo que puede hacer una piedrecilla casi microscópica», pensó Eric.
—A lo mejor hay gente a salvo, encerrada en sus casas —prosiguió Escobar—. Pero como es imposible llamar por teléfono, no podemos saberlo.
—¿Cómo llegaron todos ustedes aquí? —preguntó Laura, mirando en derredor.
—Nosotros vivimos al lado del restaurante —contestó Remedios, mientras su marido, el señor Gálvez, asentía apretando las mandíbulas—. Nos acordábamos de sobra de lo que pasó hace diez años, así que cuando oímos los gritos y los cristales rotos vinimos corriendo a refugiarnos.
Los demás contaron cosas parecidas. Todos habían entrado por la puerta principal del bar. Después, ante los embates de los infectados, que habían roto los cristales, Escobar decidió bajar el cierre metálico.
Tras explicar esto último, el dueño del Saloon afirmó con orgullo:
—Éste es el lugar más seguro, siempre lo he dicho. —Y añadió, dirigiendo una mirada venenosa a su hija—: Gracias a la puerta de metal y a las rejas.
—Con tal de llevar razón, serías capaz de cualquier cosa —masculló Noelia, en voz tan baja que sólo Eric pudo oírla.
—Ustedes no han dicho nada —comentó Laura, mirando a Adu y Madi—. ¿Cómo llegaron aquí?
Los dos subsaharianos cruzaron una mirada. Adu sonrió y dijo:
—Con los pies, como todo el mundo.
—Ésos ya estaban aquí cuando llegamos —dijo Márquez.
—¿Dispararon contra los infectados? —preguntó Davinia, que había permanecido en un silencio absorto durante toda la charla.
—Igual que hizo usted —le respondió Madi.
—Yo soy militar. Estoy autorizada a utilizar la fuerza. Ustedes no.
—Nosotros somos la autoridad aquí y ahora —replicó Adu.
—Yo les debo la vida —intervino Sol—. Cuando estaba cruzando la calle uno de esos locos saltó sobre mí e intentó arrancarme el suéter. Menos mal que le dispararon.
—¡Ése fui yo! —dijo Adu, levantando la mano, y añadió mirando a Davinia—: ¿Ves como no somos tan malos?
—Miren —prosiguió Sol, aparentemente feliz de aquellos segundos de protagonismo—. El muy cerdo intentó meterme mano y me arañó aquí.
La mujer se levantó el suéter durante un par de segundos. Al ver restos de sangre seca en su estómago, Eric miró a su jefa, que le devolvió el gesto. Había alarma en sus ojos.
—Por favor, ¿me deja ver? —preguntó Laura, acercándose a Sol.
—No es nada. Sólo un rasguño. Ni siquiera me duele.
—Se lo ruego.
Con un suspiro de resignación, la mujer volvió a subirse el suéter, hasta mostrar los encajes de la parte inferior del sujetador.
—Fíjate en cómo la mira ese salido de Tony —dijo Noelia. Eric observó con disimulo y comprobó que los ojos del gasolinero se habían abierto como platos.
Ya no aguantaba más sentado. Se levantó y se acercó a su jefa, que seguía examinando la herida. Había dos surcos oscuros, y alrededor de ellos la piel se veía amoratada. Eric y Laura volvieron a cruzar una mirada de preocupación.
—¿Le duele? ¿Nota caliente la herida? —preguntó Laura.
—No me duele. Pero siento como pulsaciones, ¿sabe? Como eso que pasa a veces en el párpado, que se pone a hacer tic-tic, tic-tic, pero más fuerte. —De pronto, abrió mucho los ojos, con gesto de miedo—. ¿Cree que se me puede haber infectado?
Sin responder por el momento, Laura se volvió hacia Carmela, la mujer de Escobar.
—¿Tienen un termómetro, por favor?
—Menudos médicos, que no traen ni termómetro —dijo Márquez.
—Tu voz me aburre,
amigo
—intervino Adu, y volviendo a tocar el cuchillo añadió—: Si no te callas, te hago un corte de pelo muy guapo.
—¡Que te quedaría mucho mejor que esa ridícula cortinilla que llevas! —añadió Escobar.
—Sin faltar, Paco, que yo no te he faltado a ti —respondió Márquez.
Mientras los dos discutían, Laura tomó la muñeca de Sol para medirle el pulso. La mujer dijo:
—Me está usted asustando.
—Todo irá bien —intentó tranquilizarla Eric, aunque no tenía argumento racional alguno para apoyar su afirmación.
Sin soltar la mano de Sol, Laura se volvió hacia Madi.
—Si tienen alguna información más de todo esto, si se trata de algo que se les ha ido de las manos, es el momento de hablar. Todo lo que nos diga ahora puede evitar que el desastre sea mayor.
Madi se rio, exhibiendo su dentadura resplandeciente.
—Tú no te rindes, doctora. Ya me canso de decirte que no tenemos nada que ver. Estábamos aquí cuando pasó. Hemos ayudado a la gente. Ya lo has oído.
—Si lo que quieren es ayudar, devuélvanme mis armas —le dijo Davinia.
—Lo siento. De momento, mejor las tenemos nosotros.
Davinia parpadeó muy despacio y miró a la gente congregada en el comedor.
—¿Soy yo la única que piensa que esto es muy extraño? ¿Quiénes son estas dos personas? ¿Qué hacen aquí? ¿Por qué a todo el mundo le parece tan normal que estén aquí armados y que hayan tomado el mando?
Nadie contestó, y muchos desviaron la mirada para no toparse con los ojos de la sargento.
—No te canses, mujer soldado —dijo Madi, mirando de nuevo a Davinia—. No te vamos a devolver tus armas. Siéntate y deja de insistir.
Davinia se quedó muy recta, manteniendo con desafío la mirada del gigante de ébano. Éste, por su parte, no pareció demasiado impresionado por su actitud.
Carmela llegó en ese instante con el termómetro y la tensión se diluyó de momento. Eric, que quería hacer algo para sentirse útil, sacó el termómetro de su funda de plástico. Era un modelo antiguo, de mercurio. Cuando era niño se les había roto uno en casa, y él y su hermana Ivonne se divirtieron un buen rato jugando en el suelo con las bolitas de metal líquido, hasta que apareció su madre y puso el grito en el cielo. «¡Dejad eso, que es venenoso!».
Eric lo agitó varias veces y se lo puso a Sol en la boca.
—No se mueva, por favor. Serán sólo unos segundos —le dijo.
Aguirre se acercó a ellos y observó a la mujer. Luego, con un gesto, le pidió un aparte a Laura.
«Si cree que así va a conseguir que la mujer no se asuste, menuda psicología tiene», pensó Eric. Aunque Laura y Aguirre hablaban en susurros, tenía el oído muy fino y captó buena parte de su conversación.
—… no se transmite por el aire, y sin embargo se ha extendido como un rayo —decía Laura—. Hay que encontrar el vector de contagio.
—¿Cree que está en la sangre?
—Sí, así es como se transmite el ébola, y ya vio el color de la sangre de los cadáveres. Para que esté tan oscura, la concentración de patógenos tiene que ser extrema.
—Pero el ébola provoca hemorragias, y de ese modo esparce la sangre infectada de su huésped —dijo Aguirre—. Aquí no sucede lo mismo. La sangre que hemos visto por todas partes proviene de heridas causadas por agresiones de enfermos enloquecidos.
«Tiene sentido», pensó Eric. La psicosis de los enfermos podía ser un mecanismo creado por el patógeno para perpetuarse saltando de un huésped infectado a otro.
Por supuesto, la palabra «creado» presumía una intención, una voluntad inteligente. En realidad, la evolución no funcionaba así. Al replicarse, los virus sufrían a menudo mutaciones azarosas que daban origen a nuevas cepas. Aquellas mutaciones que, por las razones que fuesen, favorecían la multiplicación de los patógenos tenían más éxito. Cuestión de pura estadística.
En este caso, no se trataba de que los virus provocasen a propósito una psicosis violenta para transmitirse a través de las heridas. La manera correcta de verlo era otra: algún tipo de mutación había creado una variación de un virus ya existente que atacaba al sistema nervioso para parasitarlo. Como resultado de esa mutación, la persona afectada experimentaba una conducta agresiva y atacaba a otras personas, infligiéndoles heridas por las que el virus se contagiaba y sobrevivía unos cuantos días más. Al sobrevivir, el virus transmitía esta mutación a sus réplicas: éxito evolutivo. En cuanto a los virus que no incitaban a la agresión, era más probable que quedaran «encerrados» en el cuerpo de su anfitrión a la muerte de éste y perecieran con él sin dejar descendientes.
—Doctor —dijo Sol.
Ensimismado en sus cavilaciones, Eric no se había dado cuenta de que la mujer se había quitado el termómetro y lo sujetaba en la mano.
—Yo no soy médico, señora —dijo Eric, estirando el brazo. Pero antes de que pudiera coger el termómetro, éste resbaló entre los dedos de Sol y se hizo añicos en el suelo.
Eric sintió un
déjà vu
, pero fue muy breve. Tras la caída del termómetro, Sol puso los ojos en blanco, farfulló algo ininteligible y se derrumbó hacia atrás como un árbol talado. Eric se abalanzó sobre ella y evitó por centímetros que su nuca se estrellara contra el terrazo.
Al rodearla entre sus brazos, se dio cuenta de lo caliente que estaba. No necesitaba el termómetro para saber que tenía fiebre.
Su mirada se cruzó con la de Noelia, y se dio cuenta de que la joven había interpretado correctamente su gesto de alarma.
Pese a las rejas y la puerta de metal, la infección había entrado en el Saloon de Escobar.
Laura y Davinia bajaron las escaleras que conducían a la planta baja del restaurante. Carmela iba con ellos, y Adu se quedó vigilándolas en el rellano del primer piso.
—Cuidado con lo que hacéis ahí abajo —dijo con su fuerte acento gutural—. No abráis ninguna puerta.
—Hay algunos estudios científicos que demuestran que las mujeres también son seres racionales —respondió Laura mientras sorteaba unas cajas de cerveza apiladas junto a la escalera—. No vamos a dejar entrar a los de fuera.
—No te ofendas, doctora. Lo digo por si acaso.
Adu se sentó en el último escalón y encendió un cigarrillo. Justo encima de su cabeza había un letrero que rezaba: PROHIBIDO FUMAR. Al ver al subsahariano sentado así, con el Kalashnikov sobre las rodillas y exhalando volutas de humo con sumo placer, Laura pensó que aquella imagen podría haber ganado un concurso de fotografía.